tag:blogger.com,1999:blog-7301180615268821712024-02-06T22:08:06.068-08:00Vainas MíasHistorias. Para comer aquí y para llevar.Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.comBlogger34125tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-13706613452990458402008-10-18T11:31:00.001-07:002008-10-18T11:33:16.881-07:00Prevenidos<div align="justify">— ¿Cómo va ese asunto de los fusiles, capitán?<br />— Siete cargamentos en camino, mi comandante. Cien mil fusiles en cada uno.<br />— ¿Y para cuándo los tenemos?<br />— Máximo en tres semanas, mi comandante en jefe.<br />— Bien, muy bien.<br />— Para servirle a usted y al proceso, valeroso comandante.<br />— Hábleme de los submarinos, capitán.<br />— Catorce acorazados de última generación, temerario comandante.<br />— ¿Cuándo llegan?<br />— Navegan bajo las aguas del Mar Caspio, ilustrísimo comandante.<br />— No responde a mi pregunta, capitán.<br />— Llegarán en dos semanas, cuatro días y diecinueve horas, comandante y líder.<br />— Formidable.<br />— Orgulloso de colaborar en nuestra defensa, noble comandante en jefe.<br />— Entonces estamos preparados, capitán.<br />— Prevenidos y dispuestos a la lucha, comandante indomable.<br />— Que se atreva ahora el imperio…<br />— Sólo tiene que dar la orden, comandante invencible.<br />— ¡Los aplastaremos!<br />— ¡Como cucarachas, implacable comandante!<br />— ¡Como alimañas!<br />— ¡Como alimañas, resuelto comandante y guía iluminado!<br />— Lo haremos, capitán, lo haremos.<br />— Formados y firmes en la vanguardia, comandante y timonel.<br />— Así mismo, capitán. Ahora puede descansar.<br />— No hace falta, generoso comandante. Mejor seguir alerta.<br />— Mejor, mejor.<br />— Permiso para preguntar, mi sabio comandante.<br />— Concedido, capitán.<br />— Disculpe, compasivo comandante, pero hay algo que todavía no entiende la tropa.<br />— ¿Qué será, capitán?<br />— Me lo preguntan algunos, sacrificado comandante. Usté sabe cómo pueden ser los soldados.<br />— Hable de una vez.<br />— Son sólo dudas, querido comandante.<br />— ¡Diga pues!<br />— Si no hubo tiros, comandante; si no llegamos al combate, dispense usté, ¿cómo fue que nos rendimos hace dos años?<br />— …<br />— Cosas de la tropa, probado comandante y paladín. Cosas sin importancia.<br />— Ahora estoy muy ocupado con la gran guerra, sar-gen-to. ¡Media vuelta y cierre al salir!<br />— ¡Sí señor!</div><div align="left"> </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com13tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-40984089690676872882008-10-12T10:06:00.000-07:002008-10-12T10:33:22.492-07:00Chapman<div align="justify">Todavía no lo hace. Está a punto de hacerlo, pero todavía no. Aún puede ver de reojo la agitación de la calle, puede percibir su atmósfera, el trajín de los automóviles y la premura ensimismada de los paseantes. Aún camina, da los últimos pasos con resolución, se acerca, sigue a la pareja que se mueve con prisa. Pero todavía le quedan unos pocos segundos, instantes brevísimos, ese lapso inaprensible en el que podría, si quisiera, abortar la misión y dejar sin efecto un futuro posible. Cambiar de idea en el último momento y conservar intacta la rutina de esta escena.<br />Es un poder tremendo que lo deslumbra y lo seduce: la fragilidad con la que actúa el libre albedrío, la variación mínima que separa realidades abiertamente opuestas. En eso piensa ahora, cuando no puede estar más cerca y tiene, todavía, un chance para arrepentirse. Cuando pone el cañón encima de Lennon y dispara.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com14tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-16214087087151143112008-10-04T14:22:00.000-07:002008-10-04T15:48:39.699-07:00Extraña escena de amor<div align="justify">Miro la calle desde el balcón. Y de pronto, en esta mañana quieta, un griterío rompe la calma entre los paseantes. “¡Agárrenlo, agárrenlo!”, escucho. “¡Párenlo, párenlo!”, ruega alguien con premura. Un flaco avanza a toda velocidad, desesperado, esquivando a hombres que quieren detenerlo con zancadillas y ataques nerviosos. Intentan atraparlo, pero el flaco se escabulle. Y sigue.<br />Surgen espontáneos desde los edificios. Pronto se organiza un escuadrón que logra la captura frente a un restaurante. El agitado corredor evalúa a la tropa, calcula, hace amagos mientras busca una salida. Pero alguien lo sorprende con un golpe por la espalda. Y el tipo cae.<br />Entonces aparece una mujer, quizá la novia del flaco, que contiene a la pandilla y evita el linchamiento en el último segundo. Ella recoge al perseguido, lo abraza, lo besa y revisa sus heridas. </div><div align="justify">La turba se dispersa entre bufidos de decepción. “¡Hay que darle a ella, hay que darle a ella!”, grita una gorda cuando se aleja.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-43652281000910688402008-08-11T20:36:00.000-07:002008-08-11T20:46:03.548-07:00Careo<div align="justify">Todos los días, en las mañanas de este edificio, se produce un diálogo contradictorio. Se escuchan voces y quejidos que salen de ventanas diversas, de vidas diferentes. Se oyen parlamentos que hablan, mientras sigo en la cama, de porvenires opuestos.<br />Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.<br />Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.<br />El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.<br />A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.<br />Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com15tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-52726177236066691272008-08-09T11:09:00.000-07:002008-08-09T11:25:25.218-07:00Mirón<div align="justify">Allí, en el edificio de enfrente, el tipo en ropa deportiva abre los candados y las puertas del pequeño local. Sigue agachado cuando aparecen, tomadas de la mano, dos chicas —flacas, las nalguitas apretadas, las tetas muy llenas— que corren para escapar de la lluvia. Ambas, siempre juntas, cruzan el breve jardín y entran al edificio.<br />Durante los diez o doce segundos que dura la escena, el tipo no deja de mirarlas, distraído, interrumpiendo su tarea y sosteniendo el manojo de llaves en la mano caída.<br />Las chicas desaparecen por un corredor lateral.<br />Y el sujeto, ese pobre atleta deslumbrado, parece meditar durante un instante, parece decidirse: necesita prolongar el espectáculo. Se levanta. Camina sigiloso, casi en puntillas hasta la esquina de la pared. Allí se inclina, asoma la cabeza con cuidado, se demora estudiando los dos culitos que se alejan.</div><div align="justify">Y sólo entonces, con una sonrisa y meneando la cabeza, da media vuelta y regresa al local.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-10271676296262949002008-07-22T15:42:00.000-07:002008-07-22T15:51:22.925-07:00Sobre la escena en busca de título (o Los motivos de Celia)<div align="justify">Antes, cuando se afanaba realizando sus labores en la enorme residencia solitaria, Celia, la criada, se complacía llenando esas horas con algunas estrategias de distracción. Le gustaba encender el radio y sintonizar siempre la misma emisora, llenando la sala y las alcobas con las mismas melodías y los repetitivos cotilleos de los comentaristas. Se sabía de memoria, y se divertía imitándolas, aquellas cuñas populacheras que escuchaba en las estaciones de amplitud modulada. Celia, quizá esté demás revelarlo, también hablaba sola.<br />Ahora, con la llegada del joven Raúl, las rutinas de la criada han comenzado a sufrir cambios progresivos. Y algunas incluso han cesado.<br />El hijo de los patrones se ha metido a la cocina para preparar él mismo sus platos sofisticados. Celia, de muy buen ánimo, lo asiste en las tareas menores: le alcanza los utensilios, le lava los vegetales, enciende el horno para calentarlo. Poco a poco han empezado a cruzar diálogos breves, a comparar recetas y trucos útiles. Con el tiempo, además, se han vuelto naturales los chistes, y juntos han empezado a forjar una suerte de camaradería que ahora, lejos todavía del cariño, puede compararse con alguna tímida variante de la amistad.<br />Este giro inesperado, esta alegría candorosa que a Celia le resulta tan excitante, podría explicar el atrevido gesto de ayer, ese arrebato, cuando ella —en plena tarde lluviosa, en la puerta de la residencia— elogió la presencia y la compañía del atildado Raúl. Cuando olvidó todos sus escrúpulos y se atrevió a tocarlo por primera vez. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-88143681047983738432008-06-25T12:09:00.000-07:002008-06-25T12:22:38.762-07:00Retirada<div align="justify">Agachados tras enormes bultos de amarras, Cirilo y Antoine, piratas aprendices, se comunican con miradas y meneos de cabeza, siempre en silencio, evitando ser descubiertos por la tripulación. Ubicados muy cerca de la punta de proa, agitados por el violento vaivén de la marea, ambos se aferran a las cuerdas tratando de no rodar como barriles sobre la cubierta. A pocos metros, armados y revisando toda el área con cautela, doce hombres los persiguen con lamparazos de linternas amarillas.<br />Es noche de luna nueva, la oscuridad domina el océano, y el barco, que surca las aguas repleto de mercancía, altera esa penumbra con su exagerado despliegue de luces, de antenas y dispositivos de navegación.<br />Cirilo y Antoine no hablan ahora pero los dos, temerosos y acorralados, repasan mentalmente la operación con el objetivo de encontrar, en ese apresurado abordaje, el momento del error. Recuerdan las horas ociosas que pasaron en las lanchas, mirando el horizonte y esperando a que la sombra del barco se dibujara en aquella línea distante. Escuchan con claridad, porque ocurrió hace apenas unos minutos, los silbidos de sus cómplices entre las dos lanchas separadas. Luego la prisa con que tensaron la larga cadena que las unía y los nervios, la expectación que los abrumaba cuando, tomando sus posiciones, vieron cómo pasaba el enorme buque entre los botes y enseguida, arrastrándolos, quedaban adosados a ese altísimo casco de metal.<br />Lo demás fue un vértigo atropellado: el fragor de los motores, las cuerdas para subir, los gritos confundidos de sus compañeros mientras se regaban por la cubierta. Después los disparos y el enfrentamiento donde cayeron casi todos los piratas, eficazmente repelidos por una tropa inesperada de marineros con pistolas automáticas.<br />Entonces ellos, Cirilo y Antoine —los únicos que no iban armados, los que debían esperar cerca de las lanchas para ayudar en una posible retirada—, paralizados a babor y estribor, sin entender qué diablos pasaba y como siguiendo un ensayo previo, huyeron durante la refriega cada uno por su costado, rumbo a proa, donde ahora se esconden mientras los tripulantes cruzan instrucciones en una lengua desconocida. Ambos sudan como caballos, respiran aceleradamente y discuten entre señas, sin decir una palabra. Cirilo quiere rendirse, entregarse. Antoine sabe que los fusilarían y por eso le clava la mirada, gesticula de forma perentoria, aprieta con rabia las mandíbulas para persuadirlo y venderle la única salida posible. Hasta que lo convence.<br />Los dos meditan durante unos segundos, como calculando y previendo la acción. Luego, coordinados en una maniobra fácil, emprenden el escape y saltan juntos por la borda. Los alumbra un reflector antes de caer y todavía, cuando lo cuentan, recuerdan con claridad sus largas sombras proyectadas sobre las olas.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-90908654360765074582008-06-14T18:43:00.000-07:002008-06-14T18:45:39.788-07:00Escena en busca de título<div align="justify">Hoy, como cada día durante su breve visita, el atildado joven Raúl conduce a la criada hasta la calle. Lo hace caminando solo, siempre adelante, recorriendo el amplio jardín mientras ella lo sigue.<br />A las cinco de la tarde, bajo una garúa que les moja a ambos el cabello, Raúl alcanza el portón, gira la llave, abre el candado. Y justo antes de salir a la vereda, la anciana lo toma del brazo y le pregunta en el umbral:<br />— ¿Cuándo te vas?<br />— Todavía no —responde él.<br />— Qué bueno —dice ella y sonríe. Has resultado una grata compañía.<br />En el brevísimo instante en que se produce el diálogo, asaltado por la sorpresa, todavía incrédulo, él la mira a los ojos y descubre en ellos, en ese azul apagado, el chisporroteo eléctrico del romance. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com10tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-18085465517562634292008-06-05T09:43:00.000-07:002008-06-05T09:49:04.915-07:00Robin no encuentra a quien amar<div align="justify">Batman se ha casado para contener los rumores. Batichica, celosa, ha puesto a rodar versiones exageradas sobre lo que dice haber visto en la baticueva. Ahora todos los tabloides y las revistas de Ciudad Gótica llenan sus páginas con las especulaciones malsanas de los cronistas de farándula.<br />Ajeno al chisme y al escándalo, encerrado en la cochera, Robin intenta un escape sacando brillo a sus motocicletas. Examinando su baticinturón y verificando mil veces el buen estado de los dispositivos. Luego extiende las cuerdas, lanza el bumerang, limpia con ternura el delicado cuero verde de sus botines abufonados.<br />Pero ninguna labor consigue distraerlo. El joven maravilla todavía piensa en la pareja disuelta; su corazón gotea nostalgia por el dúo dinámico.<br />Robin suspira y echa una mirada de rencor a ese par de muslos desnudos, ya flácidos bajo la tanga satinada. Después enciende un cigarrillo y les regala un bostezo de tedio afectivo a todos los Flash, los Linterna Verde, los Acuamán y tantos travestidos de polvos breves que jamás, está seguro, podrán llenar las grandes botas de su murciélago favorito.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-34281528763649538042008-05-30T16:26:00.000-07:002008-05-30T17:05:01.354-07:00Ella no sabe<div align="justify">Mientras su amante duerme, finge que duerme, ella sale del baño envuelta en una pequeña toalla roja. Viene por el corredor y se para junto a la cama, se desnuda, empieza a untar crema con sus manos sobre la piel blanquísima. Luego se sienta en el borde del colchón y sigue la tarea, levantando una pierna y enseguida la otra. Durante varios minutos frota y recorre con sus dedos esa tez suave y brillante, los muslos, las pantorrillas.<br />Cuando termina se calza un par de botas nuevas, muy altas, de cuero negro y largas cremalleras. Se levanta para probarlas. Camina rumbo a la sala, siempre desnuda, dando la espalda, inocente de todo cuando interpreta la escena: sin saber que con ella encandila a su amante despierto. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com10tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-42724036138788995102008-05-19T13:46:00.000-07:002008-05-19T13:57:05.081-07:00La Organización (y III)<div align="justify">De la caja, con ademanes lentos, Nuno extrae varios sobres de cartón que llevan escritos a mano los nombres de todos los agentes. Luego se acerca al grupo, y ellos lo buscan para ir recibiendo cada cual su paquete. Cuando la valija ha quedado vacía, el líder vuelve a su lugar, desde donde pronuncia las últimas órdenes.<br />— En unas horas, cuando nos hayamos alejado de esta casa, todos podrán abrir los sobres. Allí encontrarán instrucciones, algo de dinero y los detalles de la misión que les hemos asignado.<br />— ¡Bien pensado, muy bien pensado! —interrumpe Valbuena, de pie, muy cerca del asiático, mientras frota con ansiedad su sobre.<br />— Acá no podremos volver —sigue Nuno, ignorándolo. La casa, por razones de seguridad, será clausurada en cuanto nos marchemos. Así que, por favor, caballeros, recojan sus pertenencias y tengan cautela en el momento de salir.<br />Entre murmullos leves, la tropa empieza a disolverse. En fila, como llegaron, los agentes caminan por el pasillo estrecho hasta alcanzar la salita de recibo, donde la negra Aroma, que aguarda por ellos, va entregando armas, maletines y sombreros. Antes de verlos partir les va entregando pliegos de papel enrollado, copias donde figuran las palabras iluminadas de Nuno: el primer manifiesto de la Organización.<br />Valbuena, ensimismado, repasa esas líneas con fervor. Es el único que lee, y en sus manos temblorosas se sacude con prisa el fino papel. Cuando termina de leer, satisfecho, destruye la hoja y se apresura buscando la salida.<br />Entonces todos están listos, alguien empuja la puerta y abandona el lugar con sigilo. Imitando esa fuga cada treinta segundos, los demás soldados repiten la operación en completo silencio. Y de último, acomodándose una mochila en la espalda, sale Valbuena.<br />Ya empiezan a apagarse los faroles. La calle se ilumina con rapidez, la claridad de la mañana descubre ahora las fachadas de las casas vecinas.<br />Mientras la decena de militantes avanza rumbo a las murallas, volviendo por donde llegaron, Valbuena, el reducido agente chileno, enciende un cigarro a solas, sonríe misterioso, como si conociera una verdad ignorada por los otros, gira sobre sí mismo y emprende su travesía justo por el camino opuesto.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-47004742072554561302008-03-12T18:29:00.000-07:002008-03-12T21:09:19.385-07:00La Organización (II)<div align="justify">Valbuena, rimbombante, hubiera querido imprimir un estilo más clásico, un perfil casi medieval y caballeresco a este primer concilio. En el centro del patio donde ahora charla el grupo, el chileno preferiría ver una gran mesa de madera pulida, sus asientos, los diálogos marciales que tejerían los invitados bajo una gran araña de luz amarilla. En lugar de esta escena relajada, alrededor de un gran árbol de mango, con agentes novatos que charlan en pequeños grupos mientras Aroma, la negra diminuta, va de aquí para allá repartiendo vasos tintineantes de hielo y ron.<br />El enano sureño camina entre los convidados, se acerca al tipo alto, se empina un poco y susurra:<br />— Kid, disculpe, ¿acaso Nuno no había prohibido el alcohol?<br />— Eran otros tiempos, Valbuena. Eran otros tiempos.<br />— ¿Otros tiempos? ¿Qué dice, Kid?<br />— Simple: si queremos ganar adeptos, tendremos que aflojar un poco algunas normas.<br />— ¿Aflojar? ¿Aflojar, dice? ¡Este no es momento para aflojar, por dios!<br />— Vamos, Valbuena, tranquilícese. Échese un trago y relájese, por favor.<br />Kid gira sobre sus tacones y deja solo al reducido lugarteniente. Dedica la próxima media hora a platicar con cada uno de los citados, tanteándolos, empezando a tejer poco a poco su nueva red.<br />Luego da esta primera tarea por concluida y camina hacia una esquina del jardín, a juntarse con Nuno.<br />— Amigos —dice enseguida el asiático. Acérquense, por favor, que es momento de hablar y fijar algunos temas importantes.<br />Los invitados se arremolinan en torno al líder; abandonan sus vasos, algunos, y guardan silencio mientras escuchan el mensaje.<br />— Muchos de ustedes conocen las dificultades que hemos enfrentado recientemente. Convocar de nuevo a la Organización ha sido una tarea penosa y de altísima peligrosidad…<br />— Cierto… ¡muy cierto! —interrumpe Valbuena, emocionado. Kid lo reprende con una mirada, y Nuno continúa.<br />— Pues sí, nos ha costado un par de años conseguir apenas este humilde logro: componer el núcleo esencial de nuestro movimiento. Sin embargo, los veo aquí, ahora, y confirmo que ha valido la pena.<br />Valbuena ensaya un aplauso exaltado, pero ninguno lo sigue. Y esta vez se libra de Kid, que no está para censurarlo, pues ha ido con sigilo hasta una habitación al fondo del patio y ahora, sosteniendo con ambas manos una pequeña caja de metal, regresa caminando lentamente, la pone directo sobre el piso rústico, a los pies de Nuno, quien saca una larga llave de su bolsillo y empieza a agacharse para abrir con sus pequeñas manos la discreta valija.</div><div align="justify"></div><div align="justify">(Continuará)</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com11tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-17593532436653232132008-01-25T10:40:00.000-08:002008-01-25T10:45:04.461-08:00La Organización<div align="justify">Sobre los adoquines de la calzada se arrastra la luz pobre de dos faroles. El lamparazo blanco que mana de los bombillos alumbra apenas algunos pedazos del suelo, dejando a oscuras cantidad de puntos que semejan heridas negras sobre el pavimento. La cuadra, alejada del centro, junto a las murallas, respira callada a esta hora de la noche. Seis o siete desconocidos caminan de prisa, siempre en parejas. Y atraviesan la calle en silencio para ir a meterse en una casa esquinera.<br />En el zaguán, bien iluminado con lámparas de kerosén, una mulata menuda recibe a los convocados. Se encarga de los maletines, de los sombreros, acomoda las armas en el escaparate blindado. Los visitantes se relajan. Algunos se sientan y toman café. Durante las próximas horas, lo saben, trabajarán protegidos por los soldados invisibles de la Organización.<br />Durante media hora todos se dedican a aguardar. Hay quienes fuman, juegan a las cartas o leen; un par de peruanos se empecinan sobre un tablero de ajedrez. La sala pequeña, para despistar, intenta un aire doméstico: sofás de tela, mesitas, cuadros con paisajes y bodegones cuelgan de las paredes. Un olor como de corbatas guardadas enturbia el aire de la habitación.<br />A la una de la mañana se abre la puerta que conduce al resto de la casa.<br />— Buenas noches, bienvenidos —los recibe Valbuena, el diminuto agente chileno. Acompáñenme.<br />Los recién llegados se levantan y saludan, siguen al enano por un corredor estrecho. El grupo conserva la formación original. Permanecen en parejas y avanzan hasta desembocar en un jardín interno, donde les espera de brazos cruzados un tipo alto, que sólo mueve la cabeza a modo de saludo.<br />Junto a él, un asiático sonríe. Y enseguida habla en claro español:<br />— Amigos, mi nombre es Nuno; nos complace que todos hayan acudido. ¿Alguna novedad durante el viaje?<br />Todo bien… Nada… Todo okay… responden desde el grupo. Nuno aprueba con un gesto leve del rostro y continúa su breve discurso, mientras pone una mano sobre el hombro del tipo alto.<br />— De este hombre habrán oído mucho; todos lo conocemos por su nombre clave: Kid.</div><br /><div align="justify">(Continuará)</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com22tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-59029741652347291792008-01-23T14:36:00.000-08:002008-01-23T14:37:58.148-08:00Kid-Valbuena. Diálogo uno.<div align="justify">Valbuena: Kid, ¿sabe usted algo de ese tal Baricco?<br />Kid: Poco, señor. Me han regalado City, una novela. Le diré en cuanto la empiece. Por cierto, El Malpensante acaba de publicar un buen texto de Baricco sobre la relación de Carver con su editor, Mr Lish, creo; y del impacto de ese editor sobre los relatos de Raymond.<br />Valbuena: Naaa... Tiene nombre de bailarina... Alessandro… (inculto).<br />Valbuena: Señor, me prestaron libro Seda.<br />Kid: ¿Qué tal?<br />Valbuena: Llevo el 25%. Novela breve. De cien páginas, más o menos. De momento me uno a las frases habituales: transparencia formal, transparencia de fondo. Limpieza, señor.<br />Kid: Limpio.<br />Kid: Veremos qué trae City. Un amigo, buen lector, me lo regaló entre frases exclamatorias.<br />Valbuena: ¿Exclamaciones fruto del alcohol, Kid?<br />Kid: Valbuena, ese hombre no bebe.<br />Valbuena: Merde.<br />Kid: Come mucho, eso sí. Usted quizá lo recuerde: el señor Pacheco.<br />Valbuena: ¡Es leyenda!<br />Kid: En cuyo blog alguna vez se produjo una polémica, donde un tal Troncoso (¡usted mismo!), natural de Chile, tomó parte.<br />Valbuena: Recuerdo, sí, caramba.<br />Valbuena: ¡No nos callarán, Kid!<br />Kid: ¡Nunca!<br />Valbuena: Pacheco es la luz.<br />Kid: No exagere.<br />Kid: Ese gordito...<br />Valbuena: ¡Pacheco no es gordo!<br />Kid: Lo es, señor.<br />Valbuena: ¡Tiene la contextura de un fiero oso pardo!<br />Kid: Come demasiado.<br />Kid: Señor, una vez Pacheco y yo nos batimos en duelo. Ambos comíamos como bestias.<br />Valbuena: ¿A qué se refiere, Kid?<br />Kid: Queríamos saber quién comía más.<br />Valbuena: Carajo, Kid. ¿Qué utilizaron?<br />Kid: Perros calientes.<br />Valbuena: ¡Dios bendito! ¿Cuánto comió, Kid?<br />Kid: Compramos veintidós salchichas y mucho pan, salsas. Yo arranqué adelante, soy rápido. Pacheco es lento, pero llega lejos. Y cuando ambos llevábamos once, se acabaron las salchichas.<br />Valbuena: ¿De qué habla? ¿Un empate clásico?<br />Kid: Tuvimos que apelar a otras salchichas que había en la nevera de Pacheco, marca poco conocida. Y le diré: comí medio más. El sabor de aquellas salchichas me afectó. No pude seguir, perdí la concentración.<br />Valbuena: Pero...<br />Kid: Quedé en once y medio. Y Pacheco, cómodo, sólo tuvo que comer los doce enteros.<br />Kid: Él ha admitido que el cambio de salchichas debió anular la competencia; sabe que yo podía seguir.<br />Kid: No ha habido revancha. Pero, con los años, en muchas comidas, yo he terminado por aceptar que Pacheco es superior.<br />Valbuena: Kid, estaba mirando el reglamento, podemos anular fácilmente esa contienda.<br />Kid: Lo sé, pero eso me obligaría a volver a competir. Y sé que he perdido condiciones. Pacheco, en cambio, no ha dejado de entrenar. Lejos de eso, ha progresado, se ha expandido. Yo ya no estoy en su liga. Tendría que prepararme durante un año para poder medírmele.<br />Valbuena: Deberá hacerlo, Kid. Juega con la dignidad de la Organización.<br />Valbuena: Le ruego que se expanda, Kid.<br />Kid: Bien (atrevido). Necesitaré dinero, una partida que la Organización destinará a mi alimentación.<br />Valbuena: Hace un tiempo se lo he querido decir... No nos queda nada, Kid. ¡Nada!<br />Valbuena: ¡Robará!<br />Kid: Pero...<br />Kid: Si he de robar, eventualmente tendré que correr. Y eso no va con nuestros planes.<br />Valbuena: Su idea de regalarle diez mil elefantes africanos a Aldunate para su boda, idea que algunos atrevidos juzgaron estrafalaria, nos produjo un transitorio déficit, Kid (durmiendo en la plaza Julio Cortázar de Palermo).<br />Kid: Lo superaremos, Valbuena.<br />Kid: Veo que recuerda el episodio de los elefantes (timador). ¡He negociado los colmillos! ¡Somos ricos en marfil, señor!<br />Valbuena: ¡Albricias! ¡Siempre lo supe!<br />Valbuena: ¿Cuándo me manda mi parte, Kid (crédulo)?<br />Kid: Eh... Es cuestión de días, mientras firmamos. Usted sabe cómo son estas cosas (arruinado).<br />Valbuena: Le recuerdo que el nexo entre el banco y la Organización finalmente fui yo, tras su sorpresivo desmayo el día que había que firmar los papeles.<br />Kid: Valbuena, con respecto al déficit, pido discreción, señor. Ya resolveremos eso en Las Vegas. Sólo necesito una colaboración suya: deberá hablar siempre con acento argentino.<br />Valbuena: ¡Iré! ¿Desea que cruce el mar en los mismos troncos con que crucé el Océano Índico?<br />Kid: Pasaremos por magnates de la soja, Valbuena. Nada de troncos esta vez.<br />Kid: Señor, me retiro. Mando abrazo americano.<br />Valbuena: Kid, proceda. Habrá silencio eterno sobre las arcas vacías de la Organización.<br />Valbuena: Nuestra riqueza es la cultura, como usted siempre nos dijo al lanzarnos esos pollos desde su helicóptero.<br />Kid: Eso, ¡cultura!<br />Kid: Despilfarrador y glotón, K.<br />Valbuena: Leal y pobre, V.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-10627907688849288982007-12-12T16:29:00.000-08:002007-12-12T17:24:28.127-08:00Holanda se hunde<div align="justify">Ayer por la tarde cedieron varios diques. Agitadas por las tormentas, las aguas del Mar del Norte fueron penetrando de a poco en las barreras. Luego irrumpieron con violencia, reforzando de súbito los cauces del Rin, el Mosa y el Escalda, los tres ríos que atravesaban estas tierras bajas. Las advertencias de los ingenieros, la desgracia anunciada por el profesor Pier Vellinga finalmente ha ocurrido.<br />Corrientes de agua salada inundan las calles, las plazas y los bulevares. Luces de colores cambiantes, de los semáforos que aún titilan, dibujan en los canales unas extrañas alegorías sumergidas. Se ven grupos de maletas, de morrales y de bicicletas que van dando tumbos arrastrados por el oleaje. En los edificios del gobierno, y en las empresas, dicen que cientos de miles de oficinistas quedaron atrapados en sus cubículos. Que casi todas las viviendas permanecen anegadas, semidestruidas. Que los automóviles, inútiles, duermen apagados bajo los arroyos.<br />Estas y otras cosas cuentan las noticias en la radio. Aquí, a través de la ventana, ahora que interrumpo mi trabajo para consignar este breve reporte del desastre, sólo alcanzo a ver un perro que nada cerca de un poste encendido. Veo caer gotas de lluvia que ya empiezan a salpicar esta gran sábana de agua.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com9tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-61519115508859039722007-11-25T13:59:00.000-08:002007-11-25T19:36:32.143-08:00Este pobre fitness freak<div align="justify">Adentro: tantas pesas, sus discos acerados, sus barras de metal. Los aparatos retráctiles, las poleas. Una larga fila de bicicletas estacionarias. Y acá, junto a las puertas de la tienda, esas bandas móviles, rutas sin fin, que sirven para correr evitando el compromiso de avanzar. Una de ellas funciona en solitario. Dos compradores que la examinan, el empleado que les explica mientras la banda gira y gira. Afuera: un ambiente de sábado, quieto. El bulevar enorme y vacío, apenas trajinado por los caminantes escasos. Los taxis lentos, los buses sin pasajeros. El hastío a las cinco de la tarde.<br />Y de repente, brilloso, el sudor como agua, la ropita ajustada casi ridícula, los músculos prietos de un corredor repentino. Sus zapatillas acompasadas, el vigor fácil, la carrera brutal sobre los adoquines de la vereda.<br />Entonces lo inesperado: el tipo que tuerce el rumbo y cruza la entrada abierta del local. El asombro del vendedor, el pánico de los clientes. Y luego el trote enérgico del intruso sobre la banda veloz, sus zancadas rítmicas, la sonrisa indescifrable de este pobre <em>fitness freak.</em> </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com14tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-24790790463229892462007-11-11T19:13:00.000-08:002007-11-12T08:41:46.868-08:00El Zorro no puede más<div align="justify">Los líos de la herencia, la pereza de los jornaleros, el motín del capataz y la crisis del agave. El fuego de California, la encefalitis equina, el mutismo miedoso del desierto. La escasez de agua y la fragilidad del barro en los muros altos de su propiedad. Los chismes en el pueblo, el desorden de la policía, la bulla de los mariachis y el susurro débil de los arroyos secos. El maldito detergente que apaga la negritud de sus prendas. La carestía del acero para los sables, las averías de la carreta, el dolor en sus rodillas después de tantos brincos de madrugada. Las tejas envejecidas que ya no paran de quebrarse bajo sus botas. La plaga de las serpientes, el acoso cotidiano de las señoritas y la persistencia de un cierto tedio de cincuentón burgués. </div><div align="justify"> </div><div align="justify">Bernardo el mudo se jubiló, la cirrosis mató al sargento García, legiones de bandoleros gringos han empezado a llegar con sus pistolas y El Zorro, preocupado bajo el antifaz, entiende la desmesura del compromiso. Ya no volverá a marcar la <strong><em>Z.</em></strong> El Zorro no puede más.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com11tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-41814047197031108922007-10-25T08:42:00.000-07:002007-10-25T10:38:18.557-07:00Madonna<div align="justify">Empieza el día. Cuando la luz y el sonido ya se cuelan a través de la persiana, Campos todavía sueña. Se ve en el patio de un colegio, conversando animadamente con la chica material. Se ve hablándole de cerca, íntimo; ambos rodeados por el trajín y el ruido de tantos muchachos uniformados. </div><div align="justify">Cuando escucha las frases de Campos, Madonna sonríe con un gozo evidente, se muerde un labio. Él mira esas líneas, mira la belleza de su rostro en primer plano. Y le dice con inocencia: </div><div align="justify"></div><div align="justify">— ¡Qué bonita eres!</div><div align="justify">— Sí —responde ella con un gesto cansado. Pero soy mucho más que eso: soy espectacular.</div><div align="justify"></div><div align="justify">Campos despierta. Y piensa: hay vanidades salvajes, desmesuradas, que no se conforman con existir sólo en la vigilia. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com14tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-35942261013226329742007-10-18T20:26:00.001-07:002007-10-18T20:45:04.171-07:00Un ahogado menos<div align="justify">Desde la orilla, sentado junto a la cava, Campos bebe una cerveza viendo las olas romper en un desorden de espumarajos blancos. Son casi las seis y están borrachos: no han parado desde esta mañana. Allá, como a cincuenta metros azules, Jon sigue abollando la superficie del agua con unas brazadas rápidas que apenas lo mueven. Campos apura el último trago. Se levanta, abandona el grupo y corre hasta el agua para unírsele. Cuando se mete, siente cómo el agua fría le despierta los músculos de la espalda. Y allá, en las aguas del oeste, ve un sol rojito que mengua y ya casi se quiere apagar.<br />Campos recorre una larga diagonal mar adentro. Se cansa rápido con esa actividad, pero no arruga: piensa que si Jon llegó, él también podrá. Atraviesa olas, lucha contra la corriente, aprieta el ritmo para avanzar. Y puede: ahora alcanza una zona quieta. Justo cuando ve a Jon flotando, pálido, asustado, rogando:<br />— Sacame.<br />Campos acelera y recorre pronto los pocos metros que los separan. Lo pone boca arriba, lo asegura con un brazo y empieza a nadar con el otro. Vamos, vamos, vamos, le dice a Jon mientras se afana.<br />— Vamos, patalea que no puedo solo.<br />Ordena Campos cuando siente que respira, que jadea con apremio. Intenta nadar, pero enseguida llega una ola violenta y le arrebata el cuerpo de Jon que ya no nada, no ayuda: se hunde. Pasan un par de olas. Campos busca, se sumerge, reparte ojeadas encima del agua. Busca. Hasta que ve salir la cabeza de Jon escupiendo chorros de agua con los ojos cerrados. Tres brazadas y ya lo tiene de nuevo. Campos reinicia la tarea, siente que se mueven, que van para la orilla.<br />Pero les cae otra ola grande que los arrastra cinco o seis metros mar adentro, aunque esta vez no lo pierde. Jon apenas habla:<br />— Ya no tengo, ya no tengo…<br />Dice bajito, sin fuerzas. Campos recurre al <em>shock</em> y lo insulta de cerquita:<br />— ¡Pateá, pateá güevón que nos ahogamos!<br />Jon responde con dos movimientos desganados, como por cumplir, y se entrega. Campos entiende que está solo, que debe trabajar para volver a pisar tierra. Se sujeta con fuerza al agonizante y empieza de nuevo. Tres, cuatro metros: y la ola que los arrastra. Dos, tres metros: y para adentro siempre. Campos gasta energías en un pulso abismal e inútil; compite con voluntad, muerde duro y gana terreno, pero en cada jalón ve que la corriente lo reclama. Le falta el aire, le falta la luz cuando el agua lo cubre.<br />Entonces, después de nadar durante diez o quince minutos dilatados, Campos acepta que no le dan las fuerzas y pide ayuda cada tanto: uno, dos, tres —levanta la mano y manda señales hacia la orilla. Así varias veces, tocando suelo y volviendo a lo hondo. Cansado, rindiéndose casi. Hasta el momento en que ve venir corriendo a dos tipos en bermudas. Dos hombres que han salido quién sabe de dónde, que corren en contraluz dando zancadas sobre el agua. Y toman el cuerpo flojo de Jon cuando Campos, aliviado, se deshace de él como de un peso muerto.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com62tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-39900472157586768202007-10-09T12:17:00.000-07:002007-10-09T12:25:11.620-07:00Supermán está deprimido<div align="justify">En este domingo por la tarde, sin turno en el periódico y con la ciudad en calma, Supermán da vueltas y vueltas por su departamento anhelando una misión. Descalzo, arrastrando la capa que recoge polvo del suelo, el hombre de acero se siente especialmente disminuido. Podría salir, volar y dar un paseo, pero ni siquiera eso se le antoja. Podría aguzar la vista y espiar a la vecina a través de la pared. O escuchar riñas domésticas, distinguir orgasmos vespertinos: y tampoco. </div><div align="justify"> </div><div align="justify">Parado frente al espejo de la sala, inflando el pecho sin ganas, Supermán no consigue creerse el personaje. Siente que la <strong><em>S</em></strong> ya no brilla, que el calzón le baila, que el flequillo en su frente no se enrosca como antes. Supermán está deprimido, tiene el criterio nublado, hoy podría cometer una locura y es mejor no dejarle cerca esa peligrosa piedra verde.</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-40880539732763527112007-10-01T22:00:00.000-07:002007-10-02T11:52:07.573-07:00Abril (y IV)<div align="justify"><strong>IX<br /></strong>Enterado de la muerte de Humberto, imaginando la escena de su caída en las fotos que pronto los diarios publicarán, Campos abandona la sala donde lloran algunas reporteras, donde maldicen varios colegas y camina hasta un balcón que se asoma en la fachada del edificio. Allí, de pie, mirando el trajín de motociclistas que se desplazan por la avenida, saca el celular y escucha los mensajes de alarma que le han ido dejando algunos amigos y familiares. Mientras permanece pegado al aparato, se distrae viendo las decenas y decenas de motos que pasan, sus ronquidos de metal, los disparos al aire que hacen los parrilleros exaltados.<br />Después regresa a la sala y escucha que los curas han abortado su discurso, que “ante la gravedad de los sucesos” han convocado una reunión ampliada y darán su mensaje por la mañana. A través de los radios llegan noticias de más muertos, advertencias desde casi todas las redacciones.<br />— De acá no podemos salir —advierte una reportera de labios rojos.<br />— ¿Quién dice? —pregunta Campos.<br />— Muchacho, ¿no ves el peligro que hay en la calle? ¡Están cazando periodistas! —grita una gorda que ha empezado a dictar su nota vía telefónica.<br />— Mi carro no tiene insignias, yo me voy al periódico —dice Campos.<br />Y se va.<br />El chofer avanza rumbo a San Martín, tirando volantazos para esquivar los vidrios y algunos montículos en llamas que interrumpen la vía. Cuando entran a la calle principal, que conduce al periódico desde el oeste, se topan con una fila de carros que dan marcha atrás. Trescientos metros más arriba, reprimiendo a los alzados, la policía tiene la ruta cerrada. Media vuelta. Toman la autopista, se salen en El Paraíso y suben por Quinta Crespo. Luego toman Maderero y paran en el semáforo antes de atravesar la Baralt. Allí, insólitamente detenidos ante la luz roja, mientras el motor del carro vibra, Campos escucha el rumor del chofer, que reza a un ritmo acelerado y aprieta el volante como si pendiera de él.<br />En las cuatro esquinas, con subametralladoras, una docena de policías custodian la avenida. De arriba, de Llaguno, llega el ruido de algunas detonaciones esporádicas. El asfalto está tapizado de casquillos y desechos múltiples que han quedado de esa batalla que se apaga. Y ellos esperan. Hasta que la bendita luz verde se enciende y, lento, como manejando en puntillas, el carro atraviesa la calle y se mete en el estacionamiento del periódico deslizándose, aliviado: como quien abandona el oleaje y aterriza plácido en la orilla.<br />Campos, la boca cerrada, entra a la redacción y se sienta en su puesto. Oye a Gregorio, el jefe de información, que habla en su oficina con una hermana de Humberto. La muchacha llora, grita y en un momento insulta al jefe acusándolo de haber expuesto a su hermano. Campos se concentra, escucha comentarios y chismes y tantas conversaciones detrás de sí, pero ignora todo y se pone a escribir, por fin, su crónica del día. Sin revisar sus notas, de memoria, va desgranando los hechos de la jornada en un relato apresurado, seco, compuesto a punta de frases cortas y sin adjetivos, evitando colar en la narración esta rabia y esta tristeza y tanta emoción que, le han enseñado, arruinaría la fuerza y opacaría la honestidad de su historia.<br />En eso, cronista novato, Campos gasta demasiado tiempo. Transcurren más de tres horas y él tecla con sus dos dedos índices hasta que culmina. Guarda el texto en la carpeta que revisarán los editores, y bautiza el archivo con un nombre obvio: abril.<br />Después se levanta y camina hasta la impresora para tomar las cuartillas que ha mandado previamente. Las retira, se va hasta la salita de juntas, donde suelen almorzar sus compañeros, y allí se sienta a leer mientras se bebe una de las últimas cervezas que han dejado en la neverita. Lee y lee, relee. Se queda dormido, o eso siente. Y cuando sale de ahí, poco después de las once de la noche, ya la redacción se ha ido vaciando desde que los reporteros y todo el personal se ha marchado a sus casas en grupos de cinco o seis.<br />— Campos, en un rato sale una camioneta pal sur. Te sirve.<br />Laura fuma el penúltimo cigarro del día y mira al reportero con esos ojazos rojos que no se apagarán, seguro, hasta mañana por la mañana.<br />— Ok.<br />Le responde.<br /><br /><strong>X</strong><br />A la una, acompañado por tres editoras y un fotógrafo, Campos abandona la redacción montado en una camioneta cuyas puertas muestran la latonería virgen bajo las calcomanías de prensa que recién han retirado. Tragando carretera por la autopista, todos en silencio a bordo, la cuatro por cuatro ronronea a medida que sus llantas rústicas se desplazan sobre el pavimento. Casi nadie cruza las calles a esta hora de la madrugada.<br />El chofer conduce nervioso y los reparte a todos, los deja justo en la puerta, y arranca con violencia apenas se asegura de que cada pasajero se ha metido en su casa. Luego toma la ruta hacia el sureste, subiendo a ciento cuarenta, con el radio apagado para evitar esa sordina que hoy, desde las dos de la tarde, no ha parado de reportar desastres.<br />Campos, que se ha quedado de último, mira por la ventana amarrado a la silla del copiloto. Mira las luces de las casas y los balcones de los apartamentos donde, supone, miles y miles de acostados buscan el sueño sin encontrarlo.<br />Y mientras la noche más sola que ha conocido se apresura bajo la luz de yodo de los postes; mientras la camioneta toma la última curva antes de llegar a casa, el reportero suena un chasquido de fatiga con los labios, recuerda esa crónica que ahora se arruga en su bolsillo y piensa que él, Campos, hubiera preferido no tener que escribirla.</div><div align="justify"></div><div align="justify"></div><div align="justify">(Fin)</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-30042249296927950592007-09-28T13:32:00.000-07:002007-09-30T13:14:30.796-07:00Abril (III)<div align="justify"><strong>VII<br /></strong>Ingenuo, estimulado por sus anhelos de reportero principiante, Campos llega al periódico esperando que lo reciban como a un héroe. Fui el único que se metió en la boca del lobo, piensa, mirando los rostros bronceados de algunos colegas; el que tragó humo y esquivó balas mientras estos payasos venían de fiesta con las doñitas de la marcha, se queja en silencio, aunque podría gritar, y nadie lo escucharía en esta redacción sacudida por tantas noticias.<br />A esta hora, casi las tres de la tarde, el rumor de la renuncia presidencial ha cogido cuerpo. Abundan las versiones: que los militares se alzaron y exigen la dimisión; que el propio jefe de estado pide que lo dejen huir a Cuba; que un edecán lo vio haciendo maletas; que de la pista del aeropuerto de La Carlota ya están saliendo varios aviones. Los periodistas caminan de un lado a otro, llaman a sus fuentes, preguntan, trabajan como poseídos buscando confirmar cualquiera de las historias. Cada cual vive su agitación, y nadie parece tener tiempo para las angustias de utilería que agobian al joven Campos.<br />Cuando ve salir a Suárez, uno de los fotógrafos, con su maletín terciado, el reportero se acuerda de Humberto, a quien no ha vuelto a ver desde el mediodía. Ataja a Suárez casi en la puerta y le pregunta:<br />— Epa, ¿y Humbertico?<br />— Ese sigue en la calle, peluche. Seguro cae por aquí más tarde.<br />El reportero vuelve a su puesto, se sienta y enciende la computadora para empezar a escribir. Mientras espera que el viejo aparato arranque, las pantallas de los televisores, alzados sobre una pared, repiten y repiten las imágenes de los primeros muertos. Una señora rubia, su rostro sacudido por un balazo en la esquina de Candilito; un vendedor ambulante, que insistió en seguir trabajando, desbaratado por un tiro de fusil a dos cuadras de Llaguno; un vigilante herido en el estómago; y en aquella esquina el mismo flaco que Campos vio hace un par de horas, eliminado en la boca del metro, justo cuando escapaba por una calle de El Silencio.<br />Laura, mordiendo un bolígrafo, la mirada fija en las pantallas, sacude la cabeza sin parar:<br />— Qué peo, vale, qué peo.<br />Y cuando el periodista ha encendido la máquina, cuando abre un archivo de word para empezar a teclear, la jefa lo detiene:<br />— Campos, no te acomodes mucho, que te vas pa donde los curas.<br />— ¿Cómo? ¿Cuáles curas?<br />— A la Conferencia Episcopal, que los curas se van a pronunciar.<br /><br /><strong>VIII</strong><br />Entre treinta choferes curtidos, amigos casi todos, a Campos le toca salir con un recién llegado:<br />— ¿Y usté de dónde es? —pregunta el reportero.<br />— De Maracay, caballero.<br />— ¿Y qué hace por estos lados?<br />— Mucho carro ocupao, y la empresa tuvo que traer varios más, pa cubrir.<br />— Ah, carajo.<br />— Pero si usté me guía, yo manejo.<br />— Estamos mal, compañero, porque yo tampoco es que conozca mucho.<br />— ¿Ta recién llegao también?<br />— Sí señor, de Maracaibo.<br />— Ah, vaina.<br />El carro, sin insignias de prensa, avanza por la autopista rumbo a Montalbán. A ciento veinte. Desde el oeste les alumbra la cara el sol anaranjado de la tarde. El chofer enciende la radio. “Venezolanos, venezolanas…”, empieza el presidente con su discurso. Y Campos, recordando el chisme que le contó Humberto, se asusta ante la posibilidad:<br />— ¡Coño, ¿se va el hombre?!<br />— Qué va —despacha el moreno mientras conduce.<br />Pasan los minutos y el mensaje se va por las ramas, nada que entra en materia. Así llegan al edificio de la Conferencia Episcopal, donde ya se acumula una pequeña multitud, entre reporteros, fotógrafos y cámaras. Campos se suma al grupo y saluda a varios conocidos.<br />La mayoría permanece frente al único televisor disponible, escuchando el mensaje desde palacio. A través de algunos celulares (que pronto colapsarán ante el alud de llamadas) y radios siguen llegando noticias del desastre: el ejército salió a reprimir, la mitad de la fuerza armada se le volteó al presidente, la aviación no se sabe, puede venir un bombardeo. Mientras el hombre habla, con todos los canales y emisoras encadenados, los reporteros dependen de los rumores que reciben.<br />Hasta que, de pronto, la pantalla se divide en dos: de un lado, el hombre garantizando el orden; que todo está bien, en calma, que nadie salga de su casa; del otro, las imágenes de los disturbios, los muertos, las nubes de humo y los equipos antimotines. Enseguida, como fichas de dominó, el resto de las televisoras se van sumando a la estrategia bipolar. Pero sólo dura unos minutos, pues pronto, también como fichas, las transmisiones se van cayendo, dando paso a ese hormiguero en la pantalla vacía.<br />Entonces, como loros colgando de los cintos, muchos radios vuelven a transmitir la locura. Sin televisores ni celulares, los periodistas, que se suponen deben estar enterados, caen en la oscuridad y la duda. Cada uno repite lo que escucha en su aparato:<br />— ¡Mataron a un camarógrafo! —dice la trigueña alta de la esquina.<br />— ¡Coño, sí! —confirma otra.<br />— ¡¿De qué canal?! —preguntan casi todos.<br />— No, fue un fotógrafo —corrige éste calvo de acá.<br />Que está parado justo al lado de Campos. Y Campos, pensando en Humbertico, siente la náusea y el miedo, y duda unos segundos antes de atreverse a preguntar.</div><div align="justify"></div><div align="justify"></div><div align="justify"></div><div align="justify">(Continuará)</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-37133984034446515502007-09-21T08:36:00.000-07:002007-09-21T10:03:07.826-07:00Abril (II)<div align="justify"><strong>IV</strong><br />Campos gasta las próximas horas en un repetido vaivén sobre la calzada de la avenida Urdaneta. De las calles perpendiculares, en pandillas de veinte o treinta, grupos de exaltados van sumándose a la multitud. Todos gritan. Campos y Humberto, para despistar, han decidido separarse. Mientras caminan por la zona, cada uno trabajando en lo suyo, de vez en cuando se cruzan para intercambiar información, básicamente rumores increíbles que ya empiezan a circular:<br />— Oiga, periodista, acabo de hablar con un amigo policía.<br />— Ajá, ¿y qué dice?<br />— Vea, esto viene de buena fuente.<br />— ¡Qué dice!<br />— Bueno, parece que el hombre va a renunciar.<br />Y el hombre es uno solo: ese que empujan para que abandone el palacio. Campos disimula, no ríe, recibe la noticia de Humberto con naturalidad: no como quien cree, pero tampoco como quien descarta. Le da las gracias y se despide palmeándole la espalda.<br />Dando pasos de un lado a otro, repasando cien veces las tres cuadras que van desde Miraflores, pasando frente a la Vicepresidencia, hasta Santa Capilla, Campos recibe llamadas en su celular cada diez minutos. Casi siempre es Laura, que ya roza el delirio en su encierro, fumando como una adivina sin poder abandonar la redacción:<br />— ¡Maracucho, coño, ¿dónde andas?!<br />— Epa, todo bien. Estoy junto al palacio y…<br />— ¡Háblame, muchacho! ¿Cómo va la vaina ahí?<br />— Bueno, jefa, esto se está calentando. No hay menos de cinco mil personas, y todos más arrechos que el carajo.<br />— Coño (duda antes de ordenar)… No te muevas de ahí, que la marcha va pa allá.<br />— Acá sigo.<br />Campos cuelga, guarda el aparato en su bolsillo, y enseguida vuelve a vibrar. Esta vez es Víctor, que viene marchando con la oposición:<br />— ¡Mijo! —grita desde el otro extremo de la línea.<br />— Tonces, ¿por dónde vienen?<br />— Plaza Venezuela. ¿Cómo está eso por allá?<br />— Movido y peligroso, hermano. Esta gente se está armando.<br />— (Breve silencio de Víctor).<br />— ¿Aló?<br />— Sí, te oigo.<br />— Que se están armando.<br />— Sí, sí. ¿Como cuántos son?<br />— ¡Miles!<br />— Bueno, aquí vamos un vergueral: como medio millón, dicen.<br />— Sí, hermano, pero usté viene con doñas y un poco de carajitas con banderas. ¡Acá los está esperando un batallón!<br />— Bueno, vamos a ver; yo sigo palante.<br />— Cuidao pues.<br />— Tranquilo, hablamos.<br />Y corta.<br /><br /><strong>V</strong><br />Hacia las dos de la tarde, parado en lo alto del Puente Llaguno, Campos ve pasar la marcha unas tres o cuatro cuadras más abajo. Suenan pitos, cantan, llevan carteles. Entre ellos y el puente, formando una barrera azul —cascos, botas, escudos—, la policía mantiene separados a los dos bandos: no vaya a ser. Los apoya un camión blindado, herido aquí y allá con infinitas abolladuras, de esos que escupen un grueso chorro de agua para disolver protestas.<br />Campos, mimetizado, se une a un grupo de inquietos reunidos en una esquina del puente. Corren, dan vueltas. Gritan órdenes que nadie cumple: “¡atájenlos por allá, que vienen subiendo!”; “¡no pasarán, no pasarán!”. Campos hace preguntas con gesto violento, actúa, gesticula: pasa por uno de ellos. Hasta que ve, camufladas entre las chaquetas y los cinturones de todos, varias pistolas.<br />Novato pero no imbécil, Campos aprovecha el agite para hacerse a un lado. Retrocede. Atraviesa el puente caminando hacia el oeste, hacia Miraflores. En las esquinas siguen llegando turbas, bandas completas que exhiben una organización evidente. Uno tras otro, sin cesar, ve sujetos que llegan con morrales llenos de palos. Ve tipos que reparten armas. Ve, también, obcecados que hacen cualquier cosa para armarse: aquel que rompe la acera y se apertrecha con varios guijarros; o esos de allá, que rompen botellas, que doblan tubos, que fabrican cuchillos con rudimentos de hojalata.<br />Sudando como en un baño turco, intentando digerir el desorden, Campos se acomoda en una esquina del Palacio Blanco para meditar. Se para justo al lado de un guardia. Un tipo firme, quieto, cuya pose marcial hace más evidente la locura que lo rodea.<br />Campos, asombrado ante la anarquía, mira varias veces entre el soldado y los disturbios, con cara de ¿no-vas-a-hacer-nada? El tipo —la mirada bajo el casco, el fusil de adorno— responde con una mueca en los labios, y se encoge de hombros. Entonces el reportero camina unos metros, se para justo en el centro de las cuatro esquinas, mira alrededor y duda pensando qué hacer. Hasta que el tiroteo —pac, pac, pac— le sugiere un plan natural. Y huye.<br />Campos agacha la cabeza mientras sigue el tableteo de las armas. Se refugia brevemente en una esquina, junto a un teléfono público. Justo allí, guarecido, le vibra de nuevo el celular:<br />— ¡Maracucho, vente pal periódico que se armó el peo!<br />— ¡Ya sé, ya sé!<br />Campos casi se sienta en la acera, acurrucado, intentando escuchar la voz de Laura a través de la línea.<br />— ¡Salte de ahí, muchacho, que te matan!<br />— ¡Voy… voy!<br /><br /><strong>VI</strong><br />Cuando ha guardado el teléfono en el bolsillo, Campos entiende que debe salir de su trinchera. Echa un vistazo a la escena: motos danzando, gritos, carreras, más disparos detonados por los gatillos de quién sabe cuántos pistoleros espontáneos. Grupos enloquecidos se mueven de un lado a otro, frenéticos. Campos evalúa. Y decide bajar por un costado del palacio, la vía más corta hacia el periódico.<br />Lleva apenas unos veinte metros en bajada cuando ve venir un tropel de personas que corren en sentido contrario. Campos se pregunta: ¿de qué huyen? Y de inmediato le responden con una nube de gas lacrimógeno que le sacude la cabeza y el pecho. Se hace a un lado, busca la pared. Sin sentido común, no sabemos por qué, el reportero avanza. Con los ojos cerrados —las lágrimas que le lavan las mejillas, el escozor en la garganta— tantea el muro y sigue bajando la calle aferrado a él.<br />Hasta que se topa con un piquete de guardias encolerizados, todos con sus chalecos antibalas y sus máscaras antigás. Uno de ellos lo sujeta por la camisa y lo sacude:<br />— ¡¿Pa dónde vas, güevón?!<br />— Periodista… periodista —balbucea Campos mostrando su carné.<br />El soldado lo levanta en vilo, como a un muñeco, y lo deja caer del otro lado de la barrera. Desde allí el reportero sigue su rumbo cuadra y media más abajo, hasta la estación del metro de El Silencio. La esquina está llena de policías que se enfrentan a tres o cuatro pistoleros: pac, pac, pac. En la entrada del subterráneo, donde luego dibujarán su silueta con tiza, un flaco duerme sobre un charco espeso color granate. Campos sigue llorando. Tose, arquea. Uno de los policías le hace señas para que corra hacia la derecha, y él obedece.<br />Así desemboca en una esquina menos peligrosa. Trotando, empezando a respirar mejor, el periodista baja por la avenida y llega a esa plaza con esculturas y fuentes. Es allí donde se topa de frente con la marcha opositora. Miles y miles de personas, mucho color y ruido y energía, caminan intentando llegar al palacio. Campos los ve inocentes, ignorantes; quisiera alertarlos y convencerlos para que desistan, pero entiende pronto la inutilidad de su proyecto. Mira hacia Miraflores y ve las nubes de gas evolucionar sobre la calle; y confía en que eso —súmenle los tiros— acobardará a más de un insensato.<br />De modo que sigue su camino y atraviesa la plaza un poco más relajado. Caminando rápido, casi al trote, se desplaza bajo los arcos de los viejos edificios. Desde la avenida Baralt, a una cuadra, le llegan las sirenas, el furor de las muchedumbres; vidrios en cantidad, como si hubiera llovido cristal, cubren el asfalto de la vía. Y en los rincones de ese pasaje, donde usualmente dormitan los mendigos, ni un solo fulano se ha quedado para averiguar.<br />Cuando irrumpe en la redacción —la cara enrojecida, congestionada y brillante, la ropa sucia—, viendo los ojazos abiertos y el cigarrillo de Laura que lo recibe en mitad del corredor, Campos no encuentra una sola frase adecuada para responder a su pregunta:<br />— ¡Coño, maracucho, ¿sobreviviste?!<br /></div><div align="justify">(Continuará)</div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com13tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-12720619507097635552007-09-14T14:47:00.000-07:002007-09-14T17:59:53.996-07:00Abril<div align="justify"><span ><strong>I<br /></strong>Este jueves de abril.<br />Caracas entera ha amanecido tomada por el fervor político. Sucederán movilizaciones y actos de protesta. Por eso, jalado por su pasión excesiva de periodista novato, Campos, joven dormilón, ha adelantado su vigilia y ha violado uno de sus credos más sagrados: ese que le prohíbe levantarse antes de las ocho de la mañana. Así que son las siete y ya está despierto. Desde la cama, solo, aún envuelto en sábanas, Campos mira el techo, la biblioteca, el televisor en lo alto, la luz tenue que se cuela por la ventana. Y bosteza. Lo hace pensando en la cantidad de trabajo que le espera este jueves.<br />Entonces, antes de que la expectativa lo abrume, corre la cobija y se sienta en el borde del colchón. Busca las chancletas y se frota los ojos. Mira al edificio de al lado a través de la persiana. Ahí está: religiosamente, como en tantas mañanas —a veces más temprano, a veces más tarde—, puede verle las tetas orgullosas a la vecina de enfrente. Las disfruta un rato, acostumbrado. Y cuando la muchacha desaparece rumbo al baño, Campos activa también su propia rutina y camina hacia el suyo.<br />Allí abre la llave del agua caliente, espera mientras se mezcla con la fría. Luego se da un baño rápido, mecánico, y vuelve a la habitación sin afeitarse. Lo hace a propósito, pues recién le han dado un consejo valioso: los poros rasurados arden con las bombas lacrimógenas. Por eso se salta la afeitada. Escoge el yin más cómodo, una franela y una gorra. Zapatos de goma, libreta y bolígrafo; el carné del periódico. Tamos listos pa la guerra —se dice a sí mismo. Repasa mentalmente lo requerido y arranca.<br />Campos, obvio, aún no conoce la guerra.<br /><br /></span><span ><strong>II<br /></strong>— Campos, necesito que te hagas uno de tus trabajitos de consumo. Esos que te quedan tan bonitos —ordena Laura, la jefa de información: cabeza gacha, bolígrafo ágil, cigarro siempre encendido.<br />La sala de redacción bulle, y entre las mil tareas emocionantes que ofrece la jornada, al novato le toca un pescado frío.<br />— Ah, okey. ¿Y sobre qué es este?<br />— Medicinas. Date una vuelta por las farmacias, a ver cómo andan los precios.<br />— Medicinas…<br />— Sí, llévate a Humberto pa que haga unas fotos de ambiente.<br />— De ambiente…<br />— ¡Dale pueeeej, que no tenemos todo el día! Coge este radio, por si las moscas. Cualquier vaina me llamas… o te llamo.<br />— Bueno. Chao puej.<br />Campos, cronista primíparo, no está acostumbrado a protestar. Acepta el trabajo y trata de olvidarse de la acción. Es joven, recién llegado y maracucho: de Maracaibo, la ciudad del solazo y el calor bestial. Y el gentilicio ya le va desplazando el apellido.<br />— Qué fue, maracucho. ¿Pa onde vamos?<br />— Recorrido, Humbertico. Este país se está cayendo a pedazos y la jefa me manda un trabajito de consumo. ¡Nos jodimos!<br />— ¿Y la marcha?<br />A estas horas, casi nueve de la mañana, los líderes de oposición están aceitando la máquina de la protesta. Desde una tarima, megáfono en mano, llaman a sus seguidores y gritan arengas. Esperan a miles de personas (y vendrán). Esperan multitudes (y llegarán). Presionan al gobierno (que se tambalea), y piden la renuncia del presidente (que caerá).<br />— La marcha va, Humbertico, pero nosotros no.<br />— Coño, ¿y de qué es la vaina?<br />— Farmacias.<br />— Bueno, eso es dándole.<br />Más de dos horas se les van dando vueltas por la ciudad. Quinta Crespo, la avenida Baralt, Francisco de Miranda, El Marqués, La Urbina, Chacao, Chacaíto. Farmacias. Ya son más de las once y el trabajito de consumo está listo. El fotógrafo inventa:<br />— Maracucho, ¿y si nos damos una pasaíta por la marcha a ver cómo va la vaina? Después nos lanzamos pal periódico.<br />— Bueno, vamos a dale.<br />El chofer empieza a cumplir la orden cuando suena el radio:<br />— Campos. Adelante, Campos. ¿Dónde andas?<br />Las ondas traen a una Laura ansiosa, alterada, que ya casi escupe gritos.<br />— Aquí, te copio.<br />— ¡Coño, Campos! ¡Vete a palacio, que la marcha va pa allá! ¡Hay un gentío!<br />— ¿Cómo?<br />— ¡A palacio! ¡La gente va a palacio!<br />— ¡Mierda!<br />El chofer se ha transformado. Lleva el rostro pálido, enfermo.<br />— ¿Y a usté qué le pasa?, lo regañan.<br />— Es que esa vaina debe estar llena de gente del gobierno: pura guerrilla, caballero. Esos no quieren a la prensa. ¡Donde vean este carro lo revientan!<br /><br /></span><span ><strong>III<br /></strong>Tres cuadras antes de llegar al palacio, unas barricadas de alambre de púas impiden el paso a los vehículos.<br />— Hasta aquí los acompaño —se raja el chofer.<br />— Mejor así —dice el reportero. A pie nos movemos más rápido.<br />Humberto no disimula el miedo:<br />— Campos, ¿y nos vamos a bajar aquí?<br />— Sí, aquí mismo es, y escóndete ese carné.<br />El chofer apenas espera que se bajen y arranca a los golpes.<br />Varios miles de activistas del otro bando, brigadas que apoyan al gobierno, merodean enardecidos por las cercanías de Miraflores. Ya se han enterado de que la marcha opositora viene en camino, y han desplegado a sus grupos de choque.<br />Mientras arriba el sol calienta, en la calle atenaza la temperatura del odio y el nervio. Ya casi cae el mediodía. Miles de hombres eufóricos gritan órdenes y contraórdenes: “¡pa allá, corran pa allá que por ahí se nos meten!”; “¡coño: las piedras, cojan las piedras que vienen muchos!”; “¡por ahí no, mamaguevo, por acá, por acá!”; “¡Soto, llama al jefe, que manden gente!”.<br />El fotógrafo aún no se atreve a registrar las primeras imágenes. Esconde la cámara bajo la camisa, asustado.<br />— ¡Humbertico, haz esa, mira esa gente!<br />— Voy… voy…<br />Clic, clic, clic. Empieza a exponer la película. Empieza el registro: palos, sudor, piedras, expresiones forzadas, caricaturas atroces, ruido, vidrios rotos, motos con prisa, multitud, confusión, caos. Muchas pistolas.<br />Y Humbertico cagado, cagadísimo:<br />— Oiga, periodista, mejor nos vamos. Esto se va a poné feo, ¿oyó?<br />— Tome fotos, Humberto, que yo hago lo mío.<br />— Ay, coño…<br /><br /></div></span><div align="justify"><span >(Continuará)</span></div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-730118061526882171.post-43947801924213189792007-09-10T15:49:00.000-07:002007-09-10T16:05:02.412-07:00Notas chinas (uno)<div align="justify">— Bienvenido, detective. Realmente me place conocerlo.<br />Sima Kuen, el apacible hombrecillo que me estrecha la mano, consigue dominar la excitación que desde hace varios días lo afecta. Sólo esa sonrisa exagerada, y ese aire de optimismo permanente podrían delatarlo. Claro que los chinos, los conozco, suelen ser sujetos dados al disimulo y a la ceremonia. De modo que, calculo, podemos estar tranquilos, camuflados entre el catálogo estándar de la fisonomía y la actitud local.<br />El estilo promedio, casi serial del señor Sima podría atribuirse a cualquiera de los millones de oficinistas que caminan por las plazas de este país. Podría pasar por chofer, también; por agente de seguros o profesor universitario (su oficio, de hecho). Pero, por fortuna, sería muy difícil que alguno de los peatones apresurados que recorren esta tarde la estación de trenes de Xian, lo relacionara con el motivo secreto que nos reúne. Salvo que a algún curioso se le ocurriera hurgar detrás de su apellido.<br />— ¿Cómo estuvo su viaje? ¿Estamos seguros de que nadie lo sigue?<br />Alguien me dijo una vez que los chinos, esa masa prototípica, acostumbraban hablar de <em>nosotros.</em> Como si a fuerza de ser multitud, reflexionaba ese alguien, no concibieran otro punto de vista distinto al plural.<br />— Estamos seguros, digo sin ganas, mientras buscamos la salida del andén.<br />El profesor Sima no es un hombre de acción. Apenas he bajado del tren, con prisa toma una de mis maletas y, mientras caminamos para buscar un taxi, no puede dejar de mirar sobre su hombro, buscando con frenesí a nuestro perseguidor improbable. Sostiene mi equipaje con la mano izquierda, y acomoda con la derecha, en un repetitivo gesto de los dedos, sus lentes de montura dorada.<br />— ¡Taxi!<br />Viajamos hacia la casa del profesor, en las afueras de la ciudad. Mientras nos desplazamos, él se explaya en una detallada narración que resume el origen y desarrollo de la provincia de Shaanxi. Habla del tema con un dominio absoluto.<br />Su exposición se remonta a la época de la China Imperial. Pero, mirando con sospechas al taxista, se demora poco y emplea un tono sin emociones mientras cita un hecho relevante de la historia de su patria. Justo cuando cuenta unos días que, aún siendo remotos, son la causa principal de nuestro encuentro: el tiempo distante y glorioso en que mandó Qin Shihuang, el primer emperador chino.<br /><br />Sima Kuen, hombre soltero y sin familia, ocupa una casa demasiado amplia en el apacible Barrio del Opio; una zona callada, casi rural, donde varios jubilados han construido hermosas villas de retiro. El nombre del caserío viene de fines del siglo XIX, explica, cuando muchos pobladores de Xian se iban hasta ese lugar solitario, entonces lejano, para comprar opio de primera en lo que fue un barrio peligroso de chozas levantadas por traficantes menores.<br />La mayoría de estos negociantes fueron detenidos después, en los años cuarenta y cincuenta, y los pocos que escaparon de la justicia supieron abandonar el lugar. Entonces un empresario, antiguo compañero de Kuen en la escuela, adquirió el terreno y lo vendió por parcelas a sus pobladores de hoy, con la tentadora oferta de “un remanso de paz a diez minutos de la ciudad”.<br />— Así fue como llegué aquí —recuerda el profesor con una taza de té en las manos. Mi amigo me ofreció un precio francamente irrechazable, y finalmente pude construir la casa que quería.<br />Kuen se extiende demasiado en sus anécdotas domésticas, y ahora soy yo el que desespera. Mientras charla, abotagado por el <em>jet lag,</em> detallo sus manos limpísimas, el delicado pliegue de sus párpados seniles. El anciano acaricia la taza a medida que bebe: con esas manos alargadas, frágiles como de niña, y esas uñas largas tan pulidas.<br />Más tarde, cuando haya terminado la infusión, sostendrá la pieza durante toda mi visita, sobando la porcelana como si la tarea lo sedase.<br />— Supongo que querrá descansar —continúa el viejo. De todos modos hoy no podemos empezar: mis hombres tienen una reunión obligatoria con el secretario local del Partido. Y es mejor que no falten; podríamos levantar sospechas. Seguro los sancionarían, y eso retrasaría nuestras labores.<br />El profesor se levanta, toma mi mano y me guía hasta una pequeña y confortable terraza. El balcón, con barandas de madera blanca, da hacia un valle de pinos muy altos cuyas copas se mecen con la brisa silbadora que baja de las montañas. Kuen me acerca una silla mientras, intranquilo, permanece de pie.<br />— Amigo Andrade, mi familia es una de las más antiguas de este gran país. Mis remotos ancestros han sido hombres de letras, y esa es una tradición que algunos hemos seguido con honor y dedicación. Es un oficio que ha traído cierta vida confortable a los Sima, y esto se debe a que muchos de nosotros hemos servido al gobierno. Usted debe saber poco sobre nuestra larga historia, y realmente no tiene por qué conocerla. Soy descendiente directo de Sima Qian, un gran historiador y viajero que tuvo el honor de servir en la corte del emperador Han Wuti…<br />Como si esperara ver alguna reacción de sorpresa o reverencia en mi rostro, el viejo me mira a los ojos durante unos segundos. Enseguida, peinando algunos cabellos que le cubren la frente, vuelve al relato:<br />— Una de sus grandes labores fue continuar la vastísima obra de su padre, Sima Tan, los <em>Shiji,</em> también conocidos como <em>Recuerdos Históricos</em> o <em>Hechos Históricos Memorables.</em> Algunos entendidos y la mayor parte del pueblo consideran esta como la más importante Historia de China de fines del siglo II antes de Cristo.<br />— Impresionante.<br />— Pues bien, gracias a los registros de Sima Qian mi país ha conocido los aportes y el legado de los emperadores. Entre sus apuntes, Qian se refiere a una construcción donde existían réplicas de palacios, tesoros incalculables y objetos maravillosos. Esta gran obra sería el mausoleo del primer emperador chino, el venerado Qin Shihuang.<br />— Uf.<br />— Durante más de dos mil años, señor Andrade, se ha hablado en los círculos de historiadores y arqueólogos sobre la trascendencia de este tesoro oculto. Se ha especulado mucho, es cierto, pero algunos teníamos la certeza de que la leyenda era real: habría guerreros tallados en piedra, joyas, grandes estatuas, y hasta una reproducción del mapa de la República, con todos sus ríos fluyendo, eternizados a través del milagro acuoso del mercurio.<br />­— ¡Mercurio!<br />­— Aunque el paso de los años hacía pensar que se trataba de un simple cuento, como tantos que abundan en nuestra tradición, yo he dedicado buena parte de mi vida y mis recursos financieros a encontrar el mausoleo. Me anima, sabrá usted, mi pasión por lo antiguo, mi interés en la historia; pero la tarea también encierra una misión familiar. </div><div align="justify">­—­ ¿Familiar?<br />­— Verá, detective, Sima Qian cayó en un desprestigio terrible entre sus colegas. Con los años, la aparente falsedad de sus registros ha opacado su prestigio como historiador. Si bien se le tiene como un estudioso serio en el ámbito oficial, su imagen real, más allá de lo que ordena el Partido, es casi la de un charlatán. Por supuesto, me refiero al medio académico, que es el que nos interesa a los intelectuales, porque el pueblo cree en la leyenda, e incluso la ha ido multiplicando con sus propios aportes.<br />— Disculpe que lo interrumpa, profesor, pero, ¿cuál es mi tarea aquí? ¿Necesita que lo ayude a buscar ese tesoro?<br />— No, señor Andrade, su tarea es un poco más delicada, aunque precisa un menor esfuerzo físico. La etapa más complicada ya ha sido cumplida. El trabajo de varias generaciones de la familia Sima, sí señor, ha rendido sus frutos: hace menos de un mes lo hemos hallado.<br />— ¿Cómo dice?<br />— Hemos dado con la tumba de Qin Shihuang. </div>Sinar Alvaradohttp://www.blogger.com/profile/13484420148187017255noreply@blogger.com0