15.6.07

Lo que Truman no dijo

Hace exactamente 38 años y un día, dos ex convictos entraron en una granja de Kansas y mataron a mansalva a una familia entera para robar menos de cien dólares. Seis años después, luego de una increíble investigación, Truman Capote publicó A sangre fría e inauguró un nuevo género narrativo: la novela de no ficción. George Plimpton, director de la prestigiosa revista The Paris Review, entrevistó a las mismas fuentes de Capote treinta años después, e hiló este “relato coral” para The New Yorker, que revela todo aquello que Capote decidió no decir en su libro.

Por George Plimpton
El 15 de noviembre de 1959, dos extraños entraron a una granja solitaria cerca de la pequeña comunidad rural de Holcomb, en Kansas, y asesinaron a su dueño, Herbert Clutter, a su esposa, Bonnie, y a sus dos hijos, Kenyon y Nancy. A mediados de diciembre de ese año, Truman Capote viajó a Kansas para investigar el crimen, enviado por la revista The New Yorker. En principio, planeaba explorar los efectos que habían producido en un pueblo chico y sumamente pacífico esos asesinatos, supuestamente cometidos por nativos del lugar.

Los asesinos resultaron ser dos ex convictos, Dick Hickock y Perry Smith, quienes habían sido mal informados por un compañero de prisión acerca de la cantidad supuestamente inmensa de dinero que Herbert Clutter guardaba en una caja fuerte en su granja. Seis años después, luego de infinitas horas de investigación en Kansas, Capote publicó A sangre fría. El libro se convirtió en un suceso increíble de crítica y de ventas.

A Capote le gustaba decir, y lo decía seguido, que A sangre fría había inaugurado una nueva forma literaria: la “novela de no ficción”. Es decir, un trabajo de investigación y reportaje al que se le aplican las técnicas de la ficción. Algunos de sus pares notaron una aparente contradicción en el término. Entre ellos Norman Mailer, quien dijo que una novela de no ficción sonaba como “dar un remedio para una enfermedad sin nombre” (aunque, años después, no tuvo problemas en intentar el género, con La canción del verdugo, sobre la vida criminal de Gary Gilmore).

Las líneas que siguen aspiran a ser otra forma literaria, conocida como “biografía oral” (otra receta medicinal para una enfermedad que no tiene nombre), en la que una serie de voces conforman una suerte de continuidad coral que va hilando un relato. El relato revela nuevos detalles sobre el inusual estilo de Capote para narrar, sobre su impacto en esa comunidad de Kansas, y sobre su conducta el día en que los asesinos fueron ahorcados, finalmente.

Slim Keith (amiga): Truman me llamó un día y me dijo: “El New Yorker me dio a elegir entre salir por Manhattan con una mucama por horas que nunca conoce a los dueños de casa para los que trabaja, e ir a Kansas a cubrir el asesinato de una familia. ¿Qué hago?”. Yo le contesté que hiciera lo más fácil: ir a Kansas.

Brendan Gill (escritor): Nunca existió la orden de hacer esa nota. Creo que William Shawn (el editor del New Yorker) le dijo a Truman que le interesaba el efecto que producía un crimen en un pueblito del medio oeste reaccionando: una catástrofe sin precedentes para ellos. Eso sí le hubiera gustado a Shawn. Nada de sangre. Hubiese dicho que no, de haber sabido lo que terminaría siendo A sangre fría. Creo que los dos se sorprendieron cuando vieron en lo que terminó la nota.

John Knowles (escritor): Truman se puso desaforadamente detallista durante la cena en Le Pavillion. Dibujó la casa, el lugar en el que encontraron los cuerpos... Hasta entonces los asesinos no habían sido capturados. Yo le dije: “Si te encuentran husmeando por ahí... Quiero decir, ya asesinaron a cuatro personas, ¿crees que corres peligro?” El contestó: “Razonablemente”.

John Barry Ryan (amigo): Truman tenía miedo de ir solo a Holcomb y llevó a su amiga Harper Lee, que era una mujer muy dura. Recuerdo que le preguntó a Harper “¿Conseguirías un permiso para portar armas y llevarías una?”.

Duane West (residente de Holcomb): Era una especie de gnomo, que hacía un deliberado esfuerzo por exhibir su excentricidad. Estábamos en pleno invierno y él andaba con un abrigo enorme y uno de esos sombreros que usaba Jackie Kennedy.

Alvin Dewey (agente federal): La primera vez que lo vi fue en el tribunal de Garden City. Apareció con Harper Lee, me dijo quién era y charlamos un rato. Llevaba puesto un sombrerito, un saco de piel de oveja y una bufanda muy larga y angosta que caía hasta el piso. Nunca había visto un reportero que se vistiera así. Yo nunca había oído hablar de él. Le pedí ver su credencial. El dijo que nunca nadie le había pedido algo así. Pero ofreció mostrarme su pasaporte.

Harold Nye (agente federal): Al Dewey me invitó a conocer a este señor que había venido al pueblo para escribir un libro. Fuimos a su cuarto en el hotel después de la cena. Y ahí estaba, en una especie de bata de seda rosa, caminando por todo el cuarto con las manos en la cintura y contándonos a todos que iba a escribir un libro que haría historia. No fue una buena impresión. Y esa impresión nunca cambió. Voy a contar una cosa que dará una idea de por qué. Mi mujer es una mujer muy estricta y religiosa. Una vez en Kansas City, Truman nos preguntó si queríamos salir esa noche. Nos llevó a la calle principal y pagó cien dólares para entrar en un bar de lesbianas. Había cincuenta parejas de mujeres comiendo, bailando, haciendo sus cosas. Mi esposa se quería ir pero no se atrevía a decirle nada a Truman. De ahí nos llevó a un bar de hombres. Nos sentamos y pedimos unos tragos, y no pasan tres minutos que algunos de estos tipos se acercan a nuestra mesa y empiezan a hablarle, a tocarlo, a juguetear con sus orejas, justo enfrente de mi esposa. Truman sabía qué clase de mujer era mi esposa. ¿Pero cómo se le dice a un hombre tan famoso como Truman Capote que no te gusta lo que está haciendo?

Alvin Dewey (agente federal): Nunca traté a Truman de una manera diferente a como traté al resto de la prensa. Lo que pasa es que él seguía volviendo, y naturalmente nos fuimos conociendo más. Pero no gozaba de favoritismo o información adicional, definitivamente no. Salió solo y lo hizo solo. Conseguía información que nadie tenía, ni siquiera nosotros. Por supuesto, también cuando compró las desgrabaciones de todo el proceso judicial, y si tenías eso, tenías toda la historia.

Marie Dewey (esposa de Alvin Dewey): Ni Harper ni Truman tomaban notas mientras entrevistaban a la gente. Pero después iban a sus cuartos, escribían todo de memoria y chequeaban uno con el otro.

Harrison Smith (abogado defensor): Los grabadores no eran muy comunes en aquellos días. Cuando pienso en eso, me pregunto cómo se puede tener una conversación como la que estamos teniendo ahora durante una hora y después sentarse y escribirla. Truman me contó que, cuando era chico, agarraba la guía telefónica de Nueva York y memorizaba una página. Después, hacía que alguien le preguntara “En la línea tal, ¿cuál es el nombre y cuál es el número de teléfono?”.

Harold Nye (abogado defensor): Tuve problemas con Truman cuando me mandó las pruebas de galera de su libro. Donde hablaba de mi viaje a Las Vegas, cuando fui allá a buscar pruebas, lo que contaba era incorrecto, y yo me ofendí y me negué a aprobarlas. Fue algo insignificante, excepto que yo tenía la impresión de que el libro iba a ser fáctico, y no lo era: era un libro de ficción.

Marie Dewey: Perry Smith le cayó bien de entrada. Hickock no le gustaba.

Alvin Dewey: Hickock te impresionaba como un individuo que quería hacerse notar. Smith era más... no sé cómo decirlo. Mortífero. Te mataba no bien te miraba. Truman se veía a sí mismo en Perry Smith. Sus infancias eran más o menos iguales. Ambos venían de padres separados. Tenían más o menos la misma altura, y la misma contextura física.

Marie Dewey: Truman nos dijo que en la vida uno sigue un sendero, y de repente el camino se bifurca, y uno toma por la derecha o toma por la izquierda. Sentía que él había tomado por la derecha y Perry por la izquierda.

Joe Fox (editor de Capote): Lo adoraba. Perry era una suerte de doppelgänger: un doble de él.

Harrison Smith: No creo que Truman haya tenido que hacer mucho esfuerzo para ganarse la confianza de Perry y de Hickock. Uno puede imaginárselos sentados en esa celda diminuta en la que apenas entra el sol por una ventanita. Y todas esas revistas, cigarrillos y golosinas que Truman les enviaba. Yo también tendría buenos sentimientos con alguien que me manda cosas así en una situación como ésa.

Charles McAtee (director de los institutos penales de Kansas): Perry era, a su manera, buen mozo. Hickock tenía la cara desfigurada por un accidente de auto: un ojo miraba siempre en otra dirección.

Alvin Dewey: Truman y yo no nos poníamos de acuerdo en un punto: si Perry había cometido los cuatro asesinatos. Truman creía que sí, yo suponía que Perry había cometido dos y Hickock otros dos. En su primera declaración, Perry admitió que había matado al señor Clutter y a su hijo Kenyon, y que después le pasó el arma a Hickock y le dijo: “Ya hice todo lo que pude, encárgate de los otros dos”. Pero cuando la declaración estaba siendo tipeada, mandó a decir que la quería cambiar. Cuando le pregunté por qué, contestó: “Estuve hablando con Hickock y no quiere que su mamá piense que él cometió dos de esos asesinatos. Yo no tengo parientes, así que por qué no lo hacemos de esta manera”. Pero Truman sentía que Smith realmente había matado a los cuatro. No creía que Hickock tuviera los cojones.

Harrison Smith: Truman era demasiado astuto como para prometerles: “Voy a sacarlos de ésta”. Lo que podía hacer era darles coraje, y decirles que quizá los tribunales superiores revirtieran el veredicto. Lo que en realidad estaba haciendo era exprimir sus cerebros: qué hicieron después de cometer los asesinatos y huir, qué sintieron cuando los atraparon. Pero creo que, con el tiempo, llegó a sentir verdadera simpatía por ellos y odió que los liquidaran. En cuanto al libro, no había ninguna diferencia en que los ahorcaran o les dieran cadena perpetua: sólo necesitaba saber cuál sería el último acto. Al menos eso es lo que siempre decía.

Kathleen Tynan (escritora y viuda del crítico Kenneth Tynan): En la primavera del '65 Ken conoció a Truman en una fiesta. Se acababa de anunciar que los tipos iban a ser ahorcados y, según Ken, Truman saltaba de alegría: “¡Estoy fuera de mí! ¡Fuera de mí de felicidad!”. Ken quedó muy impresionado. Cuando se publicó el libro en Inglaterra, Truman estaba en el Claridge's. Creo que sospechaba o había oído que Ken iba a hacer la crítica de A sangre fría para el Observer, y vino a visitarnos. Parecía un banquero, un pequeño banquero. Fue una reunión bastante tensa. Truman se dio cuenta de que estaba en problemas. En su reseña Ken sugería que, a pesar de lo que afirmaba Truman, el libro hubiera sido muy difícil de publicar si no los hubiesen ahorcado. Ken escribió: “Por primera vez un escritor de primera, con influencia, ha tenido una posición de intimidad privilegiada con criminales a punto de morir y, en mi opinión, hizo menos de lo que podría haber hecho para salvarlos”. Truman acusó públicamente a Ken de tener “la moral de un mandril y las agallas de una mariposa”.

George Plimpton: Truman estaba furioso con Tynan. No podía olvidarse de lo que había dicho. Me acuerdo de estar comiendo con él en un restaurante italiano del East Side, al que le encantaba ir porque supuestamente pertenecía a alguien de la Mafia. Me contó que el mozo era un asesino a sueldo que ya había matado a más de una docena de personas. De repente empezó a describirme una fantasía maquiavélica sobre Tynan. Empezaba con el secuestro: lo llevaban con los ojos vendados y atado a una clínica paradisíaca en algún lugar fuera del país. Puso especial cuidado en los detalles: lo bondadosas que eran las enfermeras, lo excelente que era la comida. Después, su voz se puso filosa: Tynan sería llevado al quirófano y... la idea era que le fueran extirpando órgano tras órgano, con posoperatorios absolutamente exquisitos y meticulosos, para que se fuera acostumbrando a la ausencia de cada cosa que le extraían. Hasta que finalmente, después de meses de cirugía y recuperación, todo había sido extirpado excepto un ojo y los genitales. Entonces Truman apoyó la espalda en la silla y reveló el desenlace: “Lo que hacen después es llevar hasta su habitación un proyector de películas y una pantalla ¡y le pasan películas pornográficas, de las más fuertes, todo el tiempo, sin parar!”.

John Knowles: La ejecución de Smith y Hickock fue una experiencia terriblemente traumática para Truman. Pero no creo que fuese eso lo que lo quebró, sino el éxito abrumador de A sangre fría. Creo que perdió el control de sí mismo después de eso. Había sido tremendamente disciplinado hasta entonces, uno de los escritores más disciplinados que jamás conocí.

Charles McAtee: Era esa clase de noche lluviosa de película. Un perro ladraba a lo lejos. Dick y Perry fueron llevados en auto desde el edificio de la prisión a un galpón trasero de la cárcel. Las horcas estaban adentro. Cuando la pena capital fue abolida en Kansas, fueron desarmadas y entregadas a la Sociedad Histórica del Estado, que todavía las conserva. Truman había dicho que no podía terminar el libro si no presenciaba la ejecución: tenía que sentirla personalmente. Los condenados podían elegir tres testigos. Tanto Hickock como Smith lo eligieron: él les había dado una parte de las ganancias del libro para que ellos pagaran a los abogados que apelaban sus sentencias. Truman llegó al Hotel Muehlebach a eso de las dos de la tarde y me dijo: “Chuck, no puedo hacerlo”. Le pregunté qué quería decir: “¿Eso significa que no vas a presenciar la ejecución?”. Truman dijo que estaría en la ejecución, pero que no tenía fuerzas para verlos antes ni hablar con ellos.

Joe Fox: Truman me pidió que lo acompañara a Kansas. Realmente necesitaba ayuda para poder tolerar las ejecuciones. Paramos en una suite del Muehlebach. Apenas llegamos, empezaron las llamadas telefónicas de Perry y Hickock. Mi trabajo era filtrar todas las llamadas, incluso las de ellos. Siempre era el asistente del alcalde de la prisión el que hablaba: “Tengo a Perry y a Dick en mi oficina. Quieren hablar con Truman”. Truman lloraba, no me dejaba salir de la habitación. Alrededor de las nueve de la noche salimos hacia la prisión. Alvin Dewey dice que fuimos en dos autos. Yo sólo recuerdo que íbamos con tres de los agentes federales que habían resuelto el caso. Llovía muy fuerte. Cuando llegamos, Truman y los federales entraron a ver a Perry y a Hickock y yo me quedé en la sala de espera. De repente, después de veinte minutos, se abrió una puerta y Truman me hizo señas de que entrara urgente. Me presentó a Perry y a Hickock, que estaban esposados. El asistente del director de la prisión cayó sobre mí antes de que atinara a decir nada. Nunca voy a olvidar a ese tipo. Medía cerca de dos metros y pesaba cincuenta kilos. Decían que estaba muriendo de cáncer, pero que quería seguir el caso hasta el final. Estaba hecho una furia. Fue simplemente horrendo. En cuestión de minutos todos partieron rumbo al galpón. Hubo un intervalo de una hora entre el ahorcamiento de Hickock y el de Perry. Cuando Truman reapareció eran alrededor de las dos de la mañana.

Charles McAtee: El director de la prisión pensaba que los tipos iban a la horca sin mostrar absolutamente ningún remordimiento, y que eran animales. Yo no estaba de acuerdo con eso. Esas dos personas que ejecutamos no eran las mismas personas que cometieron el crimen. Sigo creyendo en la pena de muerte. Sólo estoy diciendo que esas dos personas habían aprendido bastante de ellos mismos en los cinco años que pasaron esperando el cumplimiento de la sentencia. Dejamos que se despidieran uno del otro antes de llevarnos a Hickock. El director, el médico y yo fuimos en otro auto. Era pavoroso; nunca voy a olvidarlo. En total, éramos como veinte personas. Sin sillas. Todos estábamos parados. No como hoy en día, con la silla eléctrica o las inyecciones letales, y esa platea para las visitas y los testigos. Esto era realmente un galpón; ni siquiera tenía piso de concreto, sino de tierra. Entraron a los dos hombres por separado, después de su primer viaje en auto en cinco años. Hickock fue el primero. No me acuerdo cómo se decidió eso. Tiraron una moneda, o quizá fue por orden alfabético. El director de la prisión leyó la sentencia de muerte que determinaba que el 14 de abril después de la medianoche debían ser colgados por el cuello hasta que murieran. Por supuesto, no estaban encapuchados todavía. El alcalde preguntó si querían decir sus últimas palabras.

Alvin Dewey: Hickock dijo algo así como que iría “a un lugar mejor” y que esperaba que la gente lo perdonara. Le pusieron la capucha, y después el lazo corredizo alrededor de su cuello. Estaba parado en una plataforma pequeña que se liberaba por una palanca. Había visto a un montón de gente morir en mi vida, pero nunca así. No sabía cómo me iba a sentir al respecto. Así que me apoyé en una pila de madera que había a un costado, por si necesitaba apoyo. Truman estaba a mi lado. El capellán leyó el padrenuestro y el verdugo tiró de la palanca.

James Post (capellán de la prisión): Subimos los escalones juntos, Perry y yo. Estaba masticando chicle. Arriba, en el patíbulo, dejó de mascar y miró alrededor como con culpa... me miró fijo, como si yo fuera su padre, y yo me acerqué para que pudiera escupir el chicle en mi mano.

Alvin Dewey: En A sangre fría Truman dice que yo cerré los ojos, cosa que no es cierta. No lo hice. Había visto esto desde el principio y lo iba a ver hasta el final. Después de ver cómo había quedado la más pequeña de los Clutter, podría haber tirado de la palanca yo mismo.

Charles McAtee: Cuando cae el piso de la plataforma hay un clang estridente y el cuerpo cae como un peso muerto. Están como empaquetados por un arnés de cuero, que es como un chaleco de fuerza, que los mantiene rígidos como una tabla. Suben los escalones encadenados. Los grilletes son lo suficientemente flojos como para que puedan subir, por supuesto. Después se los sacan de las piernas y les atan los tobillos. El arnés mantiene la columna rígida y las manos a los costados, pegadas a los muslos. Cuando el cuerpo cae no se balancea. Apenas rebota un poco, la cabeza inclinada hacia un costado. Cae y eso es todo. El cuello ya está roto. Creo que la horca es uno de los métodos de ejecución más humanos, si está bien hecho. La fuerza de la cuerda y el largo tienen que estar determinados de antemano, según el peso del individuo. Teníamos un capitán que había participado en las ejecuciones de los criminales de guerra nazis después de los juicios de Nuremberg. El hizo los cálculos matemáticos. No recuerdo que nadie dijera nada hasta el momento en que llegó la ambulancia y los descolgaron.

James Post: Perry y Dick fueron enterrados en las parcelas de los prisioneros. Estas parcelas estaban originalmente dentro del perímetro de la prisión, y los visitantes (si es que había alguno) tenían que pasar junto al chiquero de la granja del penal para llegar. Ahora están en un cementerio a cuatro millas de la prisión, en Leavenworth. Tienen sus lápidas... creo que las pagó el mismo Truman. Pero nadie vino al funeral, cuando se los trasladó. Pocos años después recibí una llamada de la ex mujer de Dick Hickock. Me dijo que su hijo estaba leyendo A sangre fría, como en tantos colegios secundarios, y el chico había sumado dos más dos. A pesar de que su madre se había vuelto a casar y él llevaba el apellido de su padrastro, de repente entendió con toda claridad que Dick Hickock era su padre. Tiró el libro al suelo y salió corriendo a la oficina del director, y se derrumbó ahí. Su madre me dijo: “Rick descubrió quién fue realmente su padre. Tenemos miedo de lo que pueda hacer”. Así que f ui hasta allá para contarle al chico cómo había conocido a su padre. No minimicé el hecho horrible que había cometido. Pero sí le dije que su padre no era el demonio sexual en el que Capote había querido convertirlo, cuando dice que trató de violar a la pequeña Clutter antes de matarla. Le dije que había varias mentiras en el libro, cosas que no sucedieron, que Capote puso allí para mejorar la historia. El chico solamente dijo: “¿Me llevaría a conocer la tumba de papá?”. Fuimos en mi auto desde su casa hasta el cementerio. Lo conduje hasta el sector de las parcelas de prisioneros. Las dos tumbas estaban juntas. Mientras nos acercábamos noté algo realmente extraño: las lápidas no estaban. Alguien se las había robado.

Joe Fox: En el vuelo de vuelta a Nueva York, después de las ejecuciones, Truman me agarró la mano y lloró casi todo el viaje. Me acuerdo que pensé cuán extraño debíamos parecer a los demás pasajeros: dos hombres grandes de la mano, uno de ellos sollozando. No pude leer ni nada, con Truman agarrado de mi mano. Sólo miré para adelante durante todo el viaje.

Suplemento Radar, Página/12, domingo 9 de noviembre de 1997.