30.4.07

Chavo reloaded

A mí, lo confieso, nunca me gustó El Chavo. Ni siquiera de niño. Después de tantos años ya no recuerdo las razones (una: me parecía medio tonto), pero quizá haya algo de rechazo a la historia del perdedor, la manida apología de los de abajo: me aburre y me deprime ese relato del eterno fracaso. Además, para la gente de mi generación El Chavo siempre fue viejo, la imagen gastada en la pantalla ha sido parte esencial de su marca resistente. Así de poderoso es el fenómeno: no necesita renovarse; es más: no debe renovarse. Estoy seguro de que si lo hace, desaparece.

Pero hay que admitirlo: El Chavo no se va a morir jamás. Para entenderlo basta con saber que la serie se transmite aún en todos los países de América Latina. Y existe un dato más evidente, una escena con potencia, de ayer nomás.

Al final de la tarde de este domingo, Roberto Gómez Bolaños -ese señor cuya vida ha sido grata por obra del huérfano mexicano- llegó a la Feria del Libro de Bogotá para presentar sus memorias. El complejo ferial recibió -cifra récord- 35 mil visitantes en pocas horas; filas larguísimas se hicieron con las personas que aspiraban a ver al pequeño genio. Chespirito necesitó el respaldo de la policía (una caravana), y habló en el auditorio siempre acompañado de una cadena de gendarmes con bolillos.

Y hubo más protección. Florinda, su mujer desde hace treinta años, ejerció su oficio de agente-traductora-mánager-compañera, y no hubo nada que se escapara de la atención de la doña sin rulos. Florinda completó las respuestas de su marido, maquilló sus defectos, asumió el control logístico del evento y organizó a los cientos de lectores que, buscando firmas para sus ejemplares, ya amenazaban con salirse de madre. El salón aguanta ochocientas personas, y muchas más se quedaron afuera.

Así, como el Papa, como los Stones, como Bono o Mandela, Roberto Gómez Bolaños arreó a las masas para confirmar -sin querer queriendo- lo que ya es obvio: que entre el team de las leyendas latinoamericanas (El Che, Pedro Infante, Maradona), El Chavo es, de lejos, el inmortalísimo zaguero del equipo. Y lo consiguió, claro, por supuesto, explotando con habilidad llorona (pipipipipi) ese síndrome tan, tan nuestro: el del malquerido.

27.4.07

Antes que anochezca

Recuerdo a Bardem, haciendo de Reinaldo, con su trajecito de baño y su andar resuelto y amariconado. Lo veo en Antes que anochezca, esa película que me encantó, como varias que cuentan las vidas de tantos escritores. Puedo recordarlo en la playa, retozando en la arena junto a sus amigos; o apresurado, gozoso, encerrado con un amante en un estrecho baño público, disfrutando en el caldo rápido de un polvo vespertino.

Todas estas son escenas que dibujan a un Reinaldo Arenas en trance libertino y feliz. Después vino la bruma: el momento de gritos y pedradas en que la revolución incluyó a artistas independientes, homosexuales y librepensadores en la peligrosa nómina de la sospecha. Entonces aquella sonrisa del escritor se quebró, y en adelante lo vimos encerrado, perseguido, acosado durante años. Ahí empezó esa etapa oscura de un Reinaldo escapista.

Justo acá salta el elemento que, para mí, potencia el film: en su obra y en su vida, en sus versos, chistes y dramas, Reinaldo Arenas duró mucho ejerciendo el oficio del evadido. Salió de su pueblo para figurar en La Habana, huyó de Cuba y de su régimen y, al final, cuando parecía que por fin lo había logrado, tuvo que escaparse una vez más, esta vez alejándose presuroso, sacudiéndose la puta vida para dejar embarcada a la enfermedad y la muerte.

De este modo ganó, creo, la última apuesta: pudo decidir cuándo y cómo, sin regalarle a la mala leche, esa que venía sometiéndolo, la voluntad del último acto. También por todo esto es que me gustan tanto esos versos suyos; los que se escuchan al final de la película, cuando Reinaldo, enfermo y desahuciado, rumbo a casa, ve pasar el mundo por la ventana del taxi: porque describen con dulzura y eficacia la que fue siempre, frente a la máquina, su fuga favorita. Porque hablan de ese terreno donde la palabra, y sólo ella, redime.

24.4.07

Tarde de perros

Pintao, echado sobre el piso de cemento, se lame la panza mientras observa a los visitantes. Curiosea. Levanta la cabeza. Pasan algunos segundos y, como desconoce los rostros que ve, como se pregunta quién carajo es esa dama que ahora lo fotografía, decide ponerse en pie (en patas). Entonces camina lentamente, primero. Luego, más decidido, trota resuelto, casi elegante, y atraviesa el amplio potrero en el que antes descansaba, para oler a través del portón los pantalones de los recién llegados.

Pintao, ya ustedes adivinarán, es un cazador macizo; un macho adulto de orejas largas y caídas. Un antiguo perro vagabundo cuyo nombre provisional, obvio, viene de las grandes pintas marrones y negras que invaden con sutil desorden su pelo blanquecino.

Pintao no vive solo. De hecho, está muy acompañado. Pintao y sus semejantes son camada, prole, multitud. A veces, en los peores momentos, también son jauría. Les hablo, señores, de doscientos cincuenta canes repartidos entre galpones, potreros, jaulas y un hospital improvisado. Les hablo, incrédulos lectores, de los privilegiados pacientes del Centro de Rehabilitación del Perro Callejero.


Estamos en Fusagasugá, un pueblo mediano ubicado a cincuenta kilómetros de Bogotá. Habla Darío Larrotta —barba copiosa, gorra roja de la Cruz Roja Colombiana, botas de caucho, mascarilla—, el encargado. “El Centro tiene unos tres años funcionando, y yo llevo uno trabajando aquí. Esto lo encontré abandonado. Había cincuenta perros en muy mal estado. Mire, la gente que trabajaba aquí no quería a los animalitos; no había ninguna rehabilitación real: aquí simplemente los ejecutaban”. Darío recuerda, y mientras lo hace, acaricia a una hembra poodle que está bastante sucia, pero, aún así, la besa con sinceridad. “Cuando llegué, enseguida me puse a trabajar para recuperar esto. Venga y le muestro el hospital”.

Lo que Darío, armado de un gran optimismo estético, llama “el hospital” es —oh, ironía —lo que queda de un matadero de vacas que jamás funcionó. “Lo construyeron encima de una falla y el terreno empezó a ceder. Ni siquiera hubo tiempo de traer a las vaquitas”. Así que donde debían morir animales a ritmo industrial, hoy se recuperan de sus heridas varios perros sin dueño.

Tres salas muy amplias y de techo altísimo cobijan a los pacientes. Al entrar, una repisa con medicinas: Ivomec, para las enfermedades de la piel; Oxitetraciclina, antibiótico (Darío: con eso curamos casi todo); Vitavet (Darío de nuevo: vitaminas que les damos a los que llegan muy flacos, que son la mayoría); Negubón para las garrapatas; el suero Aminolyte para hidratarlos, y la valiosa lidocaína, que los anestesia durante las cirugías.

En algunos espacios del antiguo matadero permanecen, como demonios dormidos, las máquinas que transportarían a las vacas hacia la muerte. Grúas, cadenas, bandejas y sumideros. Mucho hierro. Altos muros de baldosa blanca. En una de las salas, un bulto arropado. “Este, pobrecito, se murió de viejo. Aquí los que se mueren es de viejos, porque casi siempre se recuperan de las enfermedades. Yo hice una fosa donde los entierro. Pero venga para que conozca a los insociables”.

Vamos en camada: una hembra bóxer recién operada de un tumor en el abdomen, un huskie siberiano, dos dálmatas, media docena de poodles, un temible pero manso rottweiler, un pastor alemán descuidado y varios inclasificables se arremolinan muy cerca. Así, escoltados por no menos de quince o veinte perros, seguimos el recorrido.

Darío abre una puerta con naturalidad; quizá con demasiada como para esperar a un “insociable” detrás de ella. Pero, maldito Murphie, lo peor siempre sucede: de un rincón lejano, y atravesando la diagonal de la habitación con velocidad perruna, surge la cara abrupta de un pitbull. Esto sucede muy rápido y no tenemos tiempo de temer. Darío, mientras saluda con una mano a la fiera cautiva, ataja con la otra a un pequinés demasiado curioso: “venga, ¿o es que quiere que el pitbull haga sopa con usted?”.

“Periodista, con estos hay que tener mucha paciencia. Poco a poco yo los voy resocializando: les hablo, los acaricio; después los saco, los pongo a pasear con los demás, les presento a los gatos y a las gallinas que tenemos afuera, y cuando se vienen a dar cuenta, ya hasta comen con otros en el mismo plato. Eso sí: hay que tenerles mucha paciencia, porque es que estos animales son… ¡uy!”. Darío acaricia con cierta agitación al pitbull, y este le devuelve el gesto con lengüetazos y jadeos. “Mírelo, ¿quién creería que este animal es capaz de matar a cualquiera?”.
— Yo.

Pintao es el huésped más antiguo del Centro. Llegó hace más de un año con una colección de males acumulados: sarna, un par de fracturas, heridas con gusanos, parásitos y, para colmar, una delgadez lívida: puras costillas. Darío lo atacó con su tratamiento de siempre y logró recuperarlo en el lapso acostumbrado: dos o tres meses. Se empezó a ver a Pintao cada vez más robusto, contento, recorriendo su potrero con un nuevo perfil.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara gente dispuesta a adoptarlo. El primero fue un señor dueño de un galpón, que buscaba perros guardianes en plena adultez. Y Pintao, ya recuperado, ofrecía las cualidades ideales para tal fin. El del galpón cargó con él y colaboró con algunas medicinas.

Nadie conoció el nuevo hogar de Pintao, pero todos lo suponían agradable, con comida abundante y mucho espacio para correr. Sin embargo, a los tres días de la adopción, Pintao apareció en la entrada del Centro con la lengua afuera: había caminado varios kilómetros para volver a su potrero.

Muchos perros adoptados terminan regresando al Centro. Pero lo hacen obligados por sus padres breves, que plantean quejas: “¡se comió al gato!”; “jodido animal, acabó con la ropa”; “¡figúrese que mordió al niño!”; “¡carajo, hay que ver cómo caga ese perro!”. Por eso el caso de Pintao es único: aunque lo quieren, aunque ha conseguido padres interesados en adoptar y conservar su prestante porte, él prefiere regresar.


“Mi interés es recoger a los que andan enfermos por ahí, o que me los manden; porque todos esos perros que están sueltos en la calle contagian a las personas de enfermedades”. Darío y la profilaxis. “¡Aquí se han acabado una cantidad de males!”.

A finales de 2003 el alcalde de Fusagasugá, señor César Augusto Jiménez, llamó a su amigo Darío Larrotta para que se encargara del Centro de rehabilitación. “Es que ya él me conocía porque yo trabajaba en fincas de aquí cerca; yo siempre he trabajado con animales”. Entonces el Centro recibió al nuevo empleado, a quien le sumaron un par de asistentes (Ofir y Lina María) que lo ayudan a limpiar el lugar. Ellas preparan la comida que los huéspedes reciben dos veces al día. Darío, perogrullada es decirlo, está orgullosísimo de su labor. “En ninguna parte de Colombia hay otro sitio como este. Mire, aquí viene gente casi todos los días. ¡Eso viene hartísima gente a visitar!”. Sin embargo, entre las grietas de su ánimo se cuelan, a ratos, varias protestas. “Aquí hace falta mucha ayuda, periodista: falta plata, faltan más medicinas y, sobre todo, más empleados porque esto ya es mucho trabajo para mí solo”.

El Centro subsiste, apurado, con las contribuciones de quienes adoptan perros. A veces algunas empresas de productos veterinarios donan medicinas o alimentos. La Alcaldía de Fusagasugá, mientras, paga los empleados, aporta algo de dinero, presta el terreno y envía una vez al mes a una veterinaria para que haga las operaciones y esterilice a las hembras. Darío: “si no, imagínese, ¡aquí no cabrían los perros!”. A Pintao, como a varios de sus vecinos, una mañana lo dejó alguien en la entrada del Centro. El lugar, que está ubicado a unos cien metros de la vía, suele recibir a muchos de sus pacientes con este método estilo Moisés: el antiguo dueño del can, desesperado por su enfermedad, mal comportamiento o peligrosidad, decide abandonarlo sobre la hierba que amortigua la orilla de la carretera.

Darío lo encontró en el estado ya descrito y lo sumó a la camada. Desde aquel día Pintao, el peregrino, el trashumante, el suertudo y viajero Pintao ha sido adoptado en siete oportunidades. ¡Siete veces se lo han llevado! Pero, por lo visto, Pintao es el paciente más agradecido del grupo, y por más beneficioso, por muy acogedor que sea su nuevo hogar, y por más amable que se muestren sus nuevos dueños, él siempre regresa.

Darío luce resignado mientras cuenta la historia. Ha tratado de negarle privilegios, de no hacer preferencias, de dirigirse a él como a uno más; a ver si así Pintao entiende que puede irse, que ya nada le debe a su salvador.


— Darío, ¿cuántas veces te han mordido?
— He sido mordido una sola vez en mi vida (difícil describir la dignidad solemne con que dice esto: como si recitara un himno o un poema épico).
— ¿Y te dejan dormir de noche?
— Casi nunca. ¡Hay que ver cómo ladran y aúllan esos niños!
Ah, porque hay que mencionar que Darío suele referirse a sus pacientes como “niños” o “niñas”. “A veces los llamo por el color o por la raza, porque entre tantos perros, ¿cómo se aprende uno los nombres?”.

La rutina del encargado empieza a las cuatro y media de la mañana. A esa hora imposible visita a cada uno de los enfermos que se encuentran en peor estado. Les administra las medicinas, les cura las heridas. Y les habla, les habla mucho, les habla siempre. Luego, sacándolo de una inmensa olla donde alguna asistente ya lo ha cocido, sirve a todos el alimento, a las seis. El resto de la mañana y buena parte de la tarde se le va en limpiar todas las áreas del Centro. A eso de las cinco descansa un rato, si se lo permiten; o trabaja en un huerto donde siembra papa, ahuyama y cualquier otra cosa que pueda alimentar a los perros. A las seis de la tarde les sirven la otra comida del día, y en esa tarea les llega la noche: ese territorio accidentado, de pesadilla rutinaria, en el cual Darío intenta descansar cobijado por un centenar de ladridos.

El encargado no tiene favoritos. “No se puede. Antes tenía como veinte favoritos, pero llegó la leptospirosis y acabó con todos (se conmueve). Mire, aquí afortunadamente no hay rabia, pero cuando llegan plagas como esa, o como la parvovirosis, ¡esas diezman población!”.

Darío hace énfasis en la conducta de los “insociables”. “A los caninos hay que educarlos muy bien aquí; hay que trabajarlos mucho para resocializarlos porque cuando se los llevan tienen que comportarse en las nuevas casas, sino, los devuelven”.

— O se devuelven ellos, como Pintao.
— O se devuelven, sí. Pero ése es él nomás. Los otros regresan porque la gente no los quiere. Casi siempre es la gente que no les tiene paciencia, porque cuando ellos se van de aquí ya van recuperados. Las familias adoptan cachorros para evitar que el perro traiga mañas. Los grandes generalmente los llevan para cuidar.

Y mientras el encargado ha estado explicando esto, aparece un tipo en una bicicleta con botas de caucho y braga. Pregunta por la crónica que haremos y se queda un rato. Debe ser un amigo de Darío, aunque no hablan entre ellos. Luego, antes de irse, como si fuera necesaria la información, dice: “Darío es el ángel de la guarda de los caninos”.


Parece que va a llover. Por la trilla de la entrada, caminando sobre el pasto verde, aparecen un par de hombres. Uno de ellos es muy barrigón y lleva sombrero. Hombres de campo, sin duda.

— Buenas, ¿aquí es lo de los perros? —pregunta el del sombrero, que parece el jefe.
— Sí señor, a la orden —Darío se quita la gorra roja de la Cruz Roja Colombiana.
— Ah, pues, es que estamos buscando uno grande, uno que cuide.
— Pintao es el suyo —se mete el periodista.
— ¿Cuál es ese?
— Aquel de allá —indica Darío.
— Sáquelo pa verlo.
El encargado va hasta el potrero y trae al cazador, que brinca, le lame los brazos y la cara.

— Ah, ¿este es Pintao? —El barrigón, sonriendo, toca al perro— ¿Y cuánto cuesta?
— No cuesta nada; solamente una colaboración. Es un perro bueno para vigilar.
El tipo saca varios billetes y duda un rato mientras decide la cantidad. Finalmente le entrega algunos a Darío. El segundo hombre, con cierto temor, con incomodidad evidente, saca una correa de una bolsa plástica y sujeta al cazador por el cuello. Se despiden y empiezan a caminar hacia la carretera. Se marchan.

Entonces miramos a Pintao: alegre, dando brincos, redimido, adoptado una vez más. Y pensamos: regresará, sin duda regresará.