28.9.07

Abril (III)

VII
Ingenuo, estimulado por sus anhelos de reportero principiante, Campos llega al periódico esperando que lo reciban como a un héroe. Fui el único que se metió en la boca del lobo, piensa, mirando los rostros bronceados de algunos colegas; el que tragó humo y esquivó balas mientras estos payasos venían de fiesta con las doñitas de la marcha, se queja en silencio, aunque podría gritar, y nadie lo escucharía en esta redacción sacudida por tantas noticias.
A esta hora, casi las tres de la tarde, el rumor de la renuncia presidencial ha cogido cuerpo. Abundan las versiones: que los militares se alzaron y exigen la dimisión; que el propio jefe de estado pide que lo dejen huir a Cuba; que un edecán lo vio haciendo maletas; que de la pista del aeropuerto de La Carlota ya están saliendo varios aviones. Los periodistas caminan de un lado a otro, llaman a sus fuentes, preguntan, trabajan como poseídos buscando confirmar cualquiera de las historias. Cada cual vive su agitación, y nadie parece tener tiempo para las angustias de utilería que agobian al joven Campos.
Cuando ve salir a Suárez, uno de los fotógrafos, con su maletín terciado, el reportero se acuerda de Humberto, a quien no ha vuelto a ver desde el mediodía. Ataja a Suárez casi en la puerta y le pregunta:
— Epa, ¿y Humbertico?
— Ese sigue en la calle, peluche. Seguro cae por aquí más tarde.
El reportero vuelve a su puesto, se sienta y enciende la computadora para empezar a escribir. Mientras espera que el viejo aparato arranque, las pantallas de los televisores, alzados sobre una pared, repiten y repiten las imágenes de los primeros muertos. Una señora rubia, su rostro sacudido por un balazo en la esquina de Candilito; un vendedor ambulante, que insistió en seguir trabajando, desbaratado por un tiro de fusil a dos cuadras de Llaguno; un vigilante herido en el estómago; y en aquella esquina el mismo flaco que Campos vio hace un par de horas, eliminado en la boca del metro, justo cuando escapaba por una calle de El Silencio.
Laura, mordiendo un bolígrafo, la mirada fija en las pantallas, sacude la cabeza sin parar:
— Qué peo, vale, qué peo.
Y cuando el periodista ha encendido la máquina, cuando abre un archivo de word para empezar a teclear, la jefa lo detiene:
— Campos, no te acomodes mucho, que te vas pa donde los curas.
— ¿Cómo? ¿Cuáles curas?
— A la Conferencia Episcopal, que los curas se van a pronunciar.

VIII
Entre treinta choferes curtidos, amigos casi todos, a Campos le toca salir con un recién llegado:
— ¿Y usté de dónde es? —pregunta el reportero.
— De Maracay, caballero.
— ¿Y qué hace por estos lados?
— Mucho carro ocupao, y la empresa tuvo que traer varios más, pa cubrir.
— Ah, carajo.
— Pero si usté me guía, yo manejo.
— Estamos mal, compañero, porque yo tampoco es que conozca mucho.
— ¿Ta recién llegao también?
— Sí señor, de Maracaibo.
— Ah, vaina.
El carro, sin insignias de prensa, avanza por la autopista rumbo a Montalbán. A ciento veinte. Desde el oeste les alumbra la cara el sol anaranjado de la tarde. El chofer enciende la radio. “Venezolanos, venezolanas…”, empieza el presidente con su discurso. Y Campos, recordando el chisme que le contó Humberto, se asusta ante la posibilidad:
— ¡Coño, ¿se va el hombre?!
— Qué va —despacha el moreno mientras conduce.
Pasan los minutos y el mensaje se va por las ramas, nada que entra en materia. Así llegan al edificio de la Conferencia Episcopal, donde ya se acumula una pequeña multitud, entre reporteros, fotógrafos y cámaras. Campos se suma al grupo y saluda a varios conocidos.
La mayoría permanece frente al único televisor disponible, escuchando el mensaje desde palacio. A través de algunos celulares (que pronto colapsarán ante el alud de llamadas) y radios siguen llegando noticias del desastre: el ejército salió a reprimir, la mitad de la fuerza armada se le volteó al presidente, la aviación no se sabe, puede venir un bombardeo. Mientras el hombre habla, con todos los canales y emisoras encadenados, los reporteros dependen de los rumores que reciben.
Hasta que, de pronto, la pantalla se divide en dos: de un lado, el hombre garantizando el orden; que todo está bien, en calma, que nadie salga de su casa; del otro, las imágenes de los disturbios, los muertos, las nubes de humo y los equipos antimotines. Enseguida, como fichas de dominó, el resto de las televisoras se van sumando a la estrategia bipolar. Pero sólo dura unos minutos, pues pronto, también como fichas, las transmisiones se van cayendo, dando paso a ese hormiguero en la pantalla vacía.
Entonces, como loros colgando de los cintos, muchos radios vuelven a transmitir la locura. Sin televisores ni celulares, los periodistas, que se suponen deben estar enterados, caen en la oscuridad y la duda. Cada uno repite lo que escucha en su aparato:
— ¡Mataron a un camarógrafo! —dice la trigueña alta de la esquina.
— ¡Coño, sí! —confirma otra.
— ¡¿De qué canal?! —preguntan casi todos.
— No, fue un fotógrafo —corrige éste calvo de acá.
Que está parado justo al lado de Campos. Y Campos, pensando en Humbertico, siente la náusea y el miedo, y duda unos segundos antes de atreverse a preguntar.
(Continuará)

21.9.07

Abril (II)

IV
Campos gasta las próximas horas en un repetido vaivén sobre la calzada de la avenida Urdaneta. De las calles perpendiculares, en pandillas de veinte o treinta, grupos de exaltados van sumándose a la multitud. Todos gritan. Campos y Humberto, para despistar, han decidido separarse. Mientras caminan por la zona, cada uno trabajando en lo suyo, de vez en cuando se cruzan para intercambiar información, básicamente rumores increíbles que ya empiezan a circular:
— Oiga, periodista, acabo de hablar con un amigo policía.
— Ajá, ¿y qué dice?
— Vea, esto viene de buena fuente.
— ¡Qué dice!
— Bueno, parece que el hombre va a renunciar.
Y el hombre es uno solo: ese que empujan para que abandone el palacio. Campos disimula, no ríe, recibe la noticia de Humberto con naturalidad: no como quien cree, pero tampoco como quien descarta. Le da las gracias y se despide palmeándole la espalda.
Dando pasos de un lado a otro, repasando cien veces las tres cuadras que van desde Miraflores, pasando frente a la Vicepresidencia, hasta Santa Capilla, Campos recibe llamadas en su celular cada diez minutos. Casi siempre es Laura, que ya roza el delirio en su encierro, fumando como una adivina sin poder abandonar la redacción:
— ¡Maracucho, coño, ¿dónde andas?!
— Epa, todo bien. Estoy junto al palacio y…
— ¡Háblame, muchacho! ¿Cómo va la vaina ahí?
— Bueno, jefa, esto se está calentando. No hay menos de cinco mil personas, y todos más arrechos que el carajo.
— Coño (duda antes de ordenar)… No te muevas de ahí, que la marcha va pa allá.
— Acá sigo.
Campos cuelga, guarda el aparato en su bolsillo, y enseguida vuelve a vibrar. Esta vez es Víctor, que viene marchando con la oposición:
— ¡Mijo! —grita desde el otro extremo de la línea.
— Tonces, ¿por dónde vienen?
— Plaza Venezuela. ¿Cómo está eso por allá?
— Movido y peligroso, hermano. Esta gente se está armando.
— (Breve silencio de Víctor).
— ¿Aló?
— Sí, te oigo.
— Que se están armando.
— Sí, sí. ¿Como cuántos son?
— ¡Miles!
— Bueno, aquí vamos un vergueral: como medio millón, dicen.
— Sí, hermano, pero usté viene con doñas y un poco de carajitas con banderas. ¡Acá los está esperando un batallón!
— Bueno, vamos a ver; yo sigo palante.
— Cuidao pues.
— Tranquilo, hablamos.
Y corta.

V
Hacia las dos de la tarde, parado en lo alto del Puente Llaguno, Campos ve pasar la marcha unas tres o cuatro cuadras más abajo. Suenan pitos, cantan, llevan carteles. Entre ellos y el puente, formando una barrera azul —cascos, botas, escudos—, la policía mantiene separados a los dos bandos: no vaya a ser. Los apoya un camión blindado, herido aquí y allá con infinitas abolladuras, de esos que escupen un grueso chorro de agua para disolver protestas.
Campos, mimetizado, se une a un grupo de inquietos reunidos en una esquina del puente. Corren, dan vueltas. Gritan órdenes que nadie cumple: “¡atájenlos por allá, que vienen subiendo!”; “¡no pasarán, no pasarán!”. Campos hace preguntas con gesto violento, actúa, gesticula: pasa por uno de ellos. Hasta que ve, camufladas entre las chaquetas y los cinturones de todos, varias pistolas.
Novato pero no imbécil, Campos aprovecha el agite para hacerse a un lado. Retrocede. Atraviesa el puente caminando hacia el oeste, hacia Miraflores. En las esquinas siguen llegando turbas, bandas completas que exhiben una organización evidente. Uno tras otro, sin cesar, ve sujetos que llegan con morrales llenos de palos. Ve tipos que reparten armas. Ve, también, obcecados que hacen cualquier cosa para armarse: aquel que rompe la acera y se apertrecha con varios guijarros; o esos de allá, que rompen botellas, que doblan tubos, que fabrican cuchillos con rudimentos de hojalata.
Sudando como en un baño turco, intentando digerir el desorden, Campos se acomoda en una esquina del Palacio Blanco para meditar. Se para justo al lado de un guardia. Un tipo firme, quieto, cuya pose marcial hace más evidente la locura que lo rodea.
Campos, asombrado ante la anarquía, mira varias veces entre el soldado y los disturbios, con cara de ¿no-vas-a-hacer-nada? El tipo —la mirada bajo el casco, el fusil de adorno— responde con una mueca en los labios, y se encoge de hombros. Entonces el reportero camina unos metros, se para justo en el centro de las cuatro esquinas, mira alrededor y duda pensando qué hacer. Hasta que el tiroteo —pac, pac, pac— le sugiere un plan natural. Y huye.
Campos agacha la cabeza mientras sigue el tableteo de las armas. Se refugia brevemente en una esquina, junto a un teléfono público. Justo allí, guarecido, le vibra de nuevo el celular:
— ¡Maracucho, vente pal periódico que se armó el peo!
— ¡Ya sé, ya sé!
Campos casi se sienta en la acera, acurrucado, intentando escuchar la voz de Laura a través de la línea.
— ¡Salte de ahí, muchacho, que te matan!
— ¡Voy… voy!

VI
Cuando ha guardado el teléfono en el bolsillo, Campos entiende que debe salir de su trinchera. Echa un vistazo a la escena: motos danzando, gritos, carreras, más disparos detonados por los gatillos de quién sabe cuántos pistoleros espontáneos. Grupos enloquecidos se mueven de un lado a otro, frenéticos. Campos evalúa. Y decide bajar por un costado del palacio, la vía más corta hacia el periódico.
Lleva apenas unos veinte metros en bajada cuando ve venir un tropel de personas que corren en sentido contrario. Campos se pregunta: ¿de qué huyen? Y de inmediato le responden con una nube de gas lacrimógeno que le sacude la cabeza y el pecho. Se hace a un lado, busca la pared. Sin sentido común, no sabemos por qué, el reportero avanza. Con los ojos cerrados —las lágrimas que le lavan las mejillas, el escozor en la garganta— tantea el muro y sigue bajando la calle aferrado a él.
Hasta que se topa con un piquete de guardias encolerizados, todos con sus chalecos antibalas y sus máscaras antigás. Uno de ellos lo sujeta por la camisa y lo sacude:
— ¡¿Pa dónde vas, güevón?!
— Periodista… periodista —balbucea Campos mostrando su carné.
El soldado lo levanta en vilo, como a un muñeco, y lo deja caer del otro lado de la barrera. Desde allí el reportero sigue su rumbo cuadra y media más abajo, hasta la estación del metro de El Silencio. La esquina está llena de policías que se enfrentan a tres o cuatro pistoleros: pac, pac, pac. En la entrada del subterráneo, donde luego dibujarán su silueta con tiza, un flaco duerme sobre un charco espeso color granate. Campos sigue llorando. Tose, arquea. Uno de los policías le hace señas para que corra hacia la derecha, y él obedece.
Así desemboca en una esquina menos peligrosa. Trotando, empezando a respirar mejor, el periodista baja por la avenida y llega a esa plaza con esculturas y fuentes. Es allí donde se topa de frente con la marcha opositora. Miles y miles de personas, mucho color y ruido y energía, caminan intentando llegar al palacio. Campos los ve inocentes, ignorantes; quisiera alertarlos y convencerlos para que desistan, pero entiende pronto la inutilidad de su proyecto. Mira hacia Miraflores y ve las nubes de gas evolucionar sobre la calle; y confía en que eso —súmenle los tiros— acobardará a más de un insensato.
De modo que sigue su camino y atraviesa la plaza un poco más relajado. Caminando rápido, casi al trote, se desplaza bajo los arcos de los viejos edificios. Desde la avenida Baralt, a una cuadra, le llegan las sirenas, el furor de las muchedumbres; vidrios en cantidad, como si hubiera llovido cristal, cubren el asfalto de la vía. Y en los rincones de ese pasaje, donde usualmente dormitan los mendigos, ni un solo fulano se ha quedado para averiguar.
Cuando irrumpe en la redacción —la cara enrojecida, congestionada y brillante, la ropa sucia—, viendo los ojazos abiertos y el cigarrillo de Laura que lo recibe en mitad del corredor, Campos no encuentra una sola frase adecuada para responder a su pregunta:
— ¡Coño, maracucho, ¿sobreviviste?!
(Continuará)

14.9.07

Abril

I
Este jueves de abril.
Caracas entera ha amanecido tomada por el fervor político. Sucederán movilizaciones y actos de protesta. Por eso, jalado por su pasión excesiva de periodista novato, Campos, joven dormilón, ha adelantado su vigilia y ha violado uno de sus credos más sagrados: ese que le prohíbe levantarse antes de las ocho de la mañana. Así que son las siete y ya está despierto. Desde la cama, solo, aún envuelto en sábanas, Campos mira el techo, la biblioteca, el televisor en lo alto, la luz tenue que se cuela por la ventana. Y bosteza. Lo hace pensando en la cantidad de trabajo que le espera este jueves.
Entonces, antes de que la expectativa lo abrume, corre la cobija y se sienta en el borde del colchón. Busca las chancletas y se frota los ojos. Mira al edificio de al lado a través de la persiana. Ahí está: religiosamente, como en tantas mañanas —a veces más temprano, a veces más tarde—, puede verle las tetas orgullosas a la vecina de enfrente. Las disfruta un rato, acostumbrado. Y cuando la muchacha desaparece rumbo al baño, Campos activa también su propia rutina y camina hacia el suyo.
Allí abre la llave del agua caliente, espera mientras se mezcla con la fría. Luego se da un baño rápido, mecánico, y vuelve a la habitación sin afeitarse. Lo hace a propósito, pues recién le han dado un consejo valioso: los poros rasurados arden con las bombas lacrimógenas. Por eso se salta la afeitada. Escoge el yin más cómodo, una franela y una gorra. Zapatos de goma, libreta y bolígrafo; el carné del periódico. Tamos listos pa la guerra —se dice a sí mismo. Repasa mentalmente lo requerido y arranca.
Campos, obvio, aún no conoce la guerra.

II
— Campos, necesito que te hagas uno de tus trabajitos de consumo. Esos que te quedan tan bonitos —ordena Laura, la jefa de información: cabeza gacha, bolígrafo ágil, cigarro siempre encendido.
La sala de redacción bulle, y entre las mil tareas emocionantes que ofrece la jornada, al novato le toca un pescado frío.
— Ah, okey. ¿Y sobre qué es este?
— Medicinas. Date una vuelta por las farmacias, a ver cómo andan los precios.
— Medicinas…
— Sí, llévate a Humberto pa que haga unas fotos de ambiente.
— De ambiente…
— ¡Dale pueeeej, que no tenemos todo el día! Coge este radio, por si las moscas. Cualquier vaina me llamas… o te llamo.
— Bueno. Chao puej.
Campos, cronista primíparo, no está acostumbrado a protestar. Acepta el trabajo y trata de olvidarse de la acción. Es joven, recién llegado y maracucho: de Maracaibo, la ciudad del solazo y el calor bestial. Y el gentilicio ya le va desplazando el apellido.
— Qué fue, maracucho. ¿Pa onde vamos?
— Recorrido, Humbertico. Este país se está cayendo a pedazos y la jefa me manda un trabajito de consumo. ¡Nos jodimos!
— ¿Y la marcha?
A estas horas, casi nueve de la mañana, los líderes de oposición están aceitando la máquina de la protesta. Desde una tarima, megáfono en mano, llaman a sus seguidores y gritan arengas. Esperan a miles de personas (y vendrán). Esperan multitudes (y llegarán). Presionan al gobierno (que se tambalea), y piden la renuncia del presidente (que caerá).
— La marcha va, Humbertico, pero nosotros no.
— Coño, ¿y de qué es la vaina?
— Farmacias.
— Bueno, eso es dándole.
Más de dos horas se les van dando vueltas por la ciudad. Quinta Crespo, la avenida Baralt, Francisco de Miranda, El Marqués, La Urbina, Chacao, Chacaíto. Farmacias. Ya son más de las once y el trabajito de consumo está listo. El fotógrafo inventa:
— Maracucho, ¿y si nos damos una pasaíta por la marcha a ver cómo va la vaina? Después nos lanzamos pal periódico.
— Bueno, vamos a dale.
El chofer empieza a cumplir la orden cuando suena el radio:
— Campos. Adelante, Campos. ¿Dónde andas?
Las ondas traen a una Laura ansiosa, alterada, que ya casi escupe gritos.
— Aquí, te copio.
— ¡Coño, Campos! ¡Vete a palacio, que la marcha va pa allá! ¡Hay un gentío!
— ¿Cómo?
— ¡A palacio! ¡La gente va a palacio!
— ¡Mierda!
El chofer se ha transformado. Lleva el rostro pálido, enfermo.
— ¿Y a usté qué le pasa?, lo regañan.
— Es que esa vaina debe estar llena de gente del gobierno: pura guerrilla, caballero. Esos no quieren a la prensa. ¡Donde vean este carro lo revientan!

III
Tres cuadras antes de llegar al palacio, unas barricadas de alambre de púas impiden el paso a los vehículos.
— Hasta aquí los acompaño —se raja el chofer.
— Mejor así —dice el reportero. A pie nos movemos más rápido.
Humberto no disimula el miedo:
— Campos, ¿y nos vamos a bajar aquí?
— Sí, aquí mismo es, y escóndete ese carné.
El chofer apenas espera que se bajen y arranca a los golpes.
Varios miles de activistas del otro bando, brigadas que apoyan al gobierno, merodean enardecidos por las cercanías de Miraflores. Ya se han enterado de que la marcha opositora viene en camino, y han desplegado a sus grupos de choque.
Mientras arriba el sol calienta, en la calle atenaza la temperatura del odio y el nervio. Ya casi cae el mediodía. Miles de hombres eufóricos gritan órdenes y contraórdenes: “¡pa allá, corran pa allá que por ahí se nos meten!”; “¡coño: las piedras, cojan las piedras que vienen muchos!”; “¡por ahí no, mamaguevo, por acá, por acá!”; “¡Soto, llama al jefe, que manden gente!”.
El fotógrafo aún no se atreve a registrar las primeras imágenes. Esconde la cámara bajo la camisa, asustado.
— ¡Humbertico, haz esa, mira esa gente!
— Voy… voy…
Clic, clic, clic. Empieza a exponer la película. Empieza el registro: palos, sudor, piedras, expresiones forzadas, caricaturas atroces, ruido, vidrios rotos, motos con prisa, multitud, confusión, caos. Muchas pistolas.
Y Humbertico cagado, cagadísimo:
— Oiga, periodista, mejor nos vamos. Esto se va a poné feo, ¿oyó?
— Tome fotos, Humberto, que yo hago lo mío.
— Ay, coño…

(Continuará)

10.9.07

Notas chinas (uno)

— Bienvenido, detective. Realmente me place conocerlo.
Sima Kuen, el apacible hombrecillo que me estrecha la mano, consigue dominar la excitación que desde hace varios días lo afecta. Sólo esa sonrisa exagerada, y ese aire de optimismo permanente podrían delatarlo. Claro que los chinos, los conozco, suelen ser sujetos dados al disimulo y a la ceremonia. De modo que, calculo, podemos estar tranquilos, camuflados entre el catálogo estándar de la fisonomía y la actitud local.
El estilo promedio, casi serial del señor Sima podría atribuirse a cualquiera de los millones de oficinistas que caminan por las plazas de este país. Podría pasar por chofer, también; por agente de seguros o profesor universitario (su oficio, de hecho). Pero, por fortuna, sería muy difícil que alguno de los peatones apresurados que recorren esta tarde la estación de trenes de Xian, lo relacionara con el motivo secreto que nos reúne. Salvo que a algún curioso se le ocurriera hurgar detrás de su apellido.
— ¿Cómo estuvo su viaje? ¿Estamos seguros de que nadie lo sigue?
Alguien me dijo una vez que los chinos, esa masa prototípica, acostumbraban hablar de nosotros. Como si a fuerza de ser multitud, reflexionaba ese alguien, no concibieran otro punto de vista distinto al plural.
— Estamos seguros, digo sin ganas, mientras buscamos la salida del andén.
El profesor Sima no es un hombre de acción. Apenas he bajado del tren, con prisa toma una de mis maletas y, mientras caminamos para buscar un taxi, no puede dejar de mirar sobre su hombro, buscando con frenesí a nuestro perseguidor improbable. Sostiene mi equipaje con la mano izquierda, y acomoda con la derecha, en un repetitivo gesto de los dedos, sus lentes de montura dorada.
— ¡Taxi!
Viajamos hacia la casa del profesor, en las afueras de la ciudad. Mientras nos desplazamos, él se explaya en una detallada narración que resume el origen y desarrollo de la provincia de Shaanxi. Habla del tema con un dominio absoluto.
Su exposición se remonta a la época de la China Imperial. Pero, mirando con sospechas al taxista, se demora poco y emplea un tono sin emociones mientras cita un hecho relevante de la historia de su patria. Justo cuando cuenta unos días que, aún siendo remotos, son la causa principal de nuestro encuentro: el tiempo distante y glorioso en que mandó Qin Shihuang, el primer emperador chino.

Sima Kuen, hombre soltero y sin familia, ocupa una casa demasiado amplia en el apacible Barrio del Opio; una zona callada, casi rural, donde varios jubilados han construido hermosas villas de retiro. El nombre del caserío viene de fines del siglo XIX, explica, cuando muchos pobladores de Xian se iban hasta ese lugar solitario, entonces lejano, para comprar opio de primera en lo que fue un barrio peligroso de chozas levantadas por traficantes menores.
La mayoría de estos negociantes fueron detenidos después, en los años cuarenta y cincuenta, y los pocos que escaparon de la justicia supieron abandonar el lugar. Entonces un empresario, antiguo compañero de Kuen en la escuela, adquirió el terreno y lo vendió por parcelas a sus pobladores de hoy, con la tentadora oferta de “un remanso de paz a diez minutos de la ciudad”.
— Así fue como llegué aquí —recuerda el profesor con una taza de té en las manos. Mi amigo me ofreció un precio francamente irrechazable, y finalmente pude construir la casa que quería.
Kuen se extiende demasiado en sus anécdotas domésticas, y ahora soy yo el que desespera. Mientras charla, abotagado por el jet lag, detallo sus manos limpísimas, el delicado pliegue de sus párpados seniles. El anciano acaricia la taza a medida que bebe: con esas manos alargadas, frágiles como de niña, y esas uñas largas tan pulidas.
Más tarde, cuando haya terminado la infusión, sostendrá la pieza durante toda mi visita, sobando la porcelana como si la tarea lo sedase.
— Supongo que querrá descansar —continúa el viejo. De todos modos hoy no podemos empezar: mis hombres tienen una reunión obligatoria con el secretario local del Partido. Y es mejor que no falten; podríamos levantar sospechas. Seguro los sancionarían, y eso retrasaría nuestras labores.
El profesor se levanta, toma mi mano y me guía hasta una pequeña y confortable terraza. El balcón, con barandas de madera blanca, da hacia un valle de pinos muy altos cuyas copas se mecen con la brisa silbadora que baja de las montañas. Kuen me acerca una silla mientras, intranquilo, permanece de pie.
— Amigo Andrade, mi familia es una de las más antiguas de este gran país. Mis remotos ancestros han sido hombres de letras, y esa es una tradición que algunos hemos seguido con honor y dedicación. Es un oficio que ha traído cierta vida confortable a los Sima, y esto se debe a que muchos de nosotros hemos servido al gobierno. Usted debe saber poco sobre nuestra larga historia, y realmente no tiene por qué conocerla. Soy descendiente directo de Sima Qian, un gran historiador y viajero que tuvo el honor de servir en la corte del emperador Han Wuti…
Como si esperara ver alguna reacción de sorpresa o reverencia en mi rostro, el viejo me mira a los ojos durante unos segundos. Enseguida, peinando algunos cabellos que le cubren la frente, vuelve al relato:
— Una de sus grandes labores fue continuar la vastísima obra de su padre, Sima Tan, los Shiji, también conocidos como Recuerdos Históricos o Hechos Históricos Memorables. Algunos entendidos y la mayor parte del pueblo consideran esta como la más importante Historia de China de fines del siglo II antes de Cristo.
— Impresionante.
— Pues bien, gracias a los registros de Sima Qian mi país ha conocido los aportes y el legado de los emperadores. Entre sus apuntes, Qian se refiere a una construcción donde existían réplicas de palacios, tesoros incalculables y objetos maravillosos. Esta gran obra sería el mausoleo del primer emperador chino, el venerado Qin Shihuang.
— Uf.
— Durante más de dos mil años, señor Andrade, se ha hablado en los círculos de historiadores y arqueólogos sobre la trascendencia de este tesoro oculto. Se ha especulado mucho, es cierto, pero algunos teníamos la certeza de que la leyenda era real: habría guerreros tallados en piedra, joyas, grandes estatuas, y hasta una reproducción del mapa de la República, con todos sus ríos fluyendo, eternizados a través del milagro acuoso del mercurio.
­— ¡Mercurio!
­— Aunque el paso de los años hacía pensar que se trataba de un simple cuento, como tantos que abundan en nuestra tradición, yo he dedicado buena parte de mi vida y mis recursos financieros a encontrar el mausoleo. Me anima, sabrá usted, mi pasión por lo antiguo, mi interés en la historia; pero la tarea también encierra una misión familiar.
­—­ ¿Familiar?
­— Verá, detective, Sima Qian cayó en un desprestigio terrible entre sus colegas. Con los años, la aparente falsedad de sus registros ha opacado su prestigio como historiador. Si bien se le tiene como un estudioso serio en el ámbito oficial, su imagen real, más allá de lo que ordena el Partido, es casi la de un charlatán. Por supuesto, me refiero al medio académico, que es el que nos interesa a los intelectuales, porque el pueblo cree en la leyenda, e incluso la ha ido multiplicando con sus propios aportes.
— Disculpe que lo interrumpa, profesor, pero, ¿cuál es mi tarea aquí? ¿Necesita que lo ayude a buscar ese tesoro?
— No, señor Andrade, su tarea es un poco más delicada, aunque precisa un menor esfuerzo físico. La etapa más complicada ya ha sido cumplida. El trabajo de varias generaciones de la familia Sima, sí señor, ha rendido sus frutos: hace menos de un mes lo hemos hallado.
— ¿Cómo dice?
— Hemos dado con la tumba de Qin Shihuang.