12.12.07

Holanda se hunde

Ayer por la tarde cedieron varios diques. Agitadas por las tormentas, las aguas del Mar del Norte fueron penetrando de a poco en las barreras. Luego irrumpieron con violencia, reforzando de súbito los cauces del Rin, el Mosa y el Escalda, los tres ríos que atravesaban estas tierras bajas. Las advertencias de los ingenieros, la desgracia anunciada por el profesor Pier Vellinga finalmente ha ocurrido.
Corrientes de agua salada inundan las calles, las plazas y los bulevares. Luces de colores cambiantes, de los semáforos que aún titilan, dibujan en los canales unas extrañas alegorías sumergidas. Se ven grupos de maletas, de morrales y de bicicletas que van dando tumbos arrastrados por el oleaje. En los edificios del gobierno, y en las empresas, dicen que cientos de miles de oficinistas quedaron atrapados en sus cubículos. Que casi todas las viviendas permanecen anegadas, semidestruidas. Que los automóviles, inútiles, duermen apagados bajo los arroyos.
Estas y otras cosas cuentan las noticias en la radio. Aquí, a través de la ventana, ahora que interrumpo mi trabajo para consignar este breve reporte del desastre, sólo alcanzo a ver un perro que nada cerca de un poste encendido. Veo caer gotas de lluvia que ya empiezan a salpicar esta gran sábana de agua.

25.11.07

Este pobre fitness freak

Adentro: tantas pesas, sus discos acerados, sus barras de metal. Los aparatos retráctiles, las poleas. Una larga fila de bicicletas estacionarias. Y acá, junto a las puertas de la tienda, esas bandas móviles, rutas sin fin, que sirven para correr evitando el compromiso de avanzar. Una de ellas funciona en solitario. Dos compradores que la examinan, el empleado que les explica mientras la banda gira y gira. Afuera: un ambiente de sábado, quieto. El bulevar enorme y vacío, apenas trajinado por los caminantes escasos. Los taxis lentos, los buses sin pasajeros. El hastío a las cinco de la tarde.
Y de repente, brilloso, el sudor como agua, la ropita ajustada casi ridícula, los músculos prietos de un corredor repentino. Sus zapatillas acompasadas, el vigor fácil, la carrera brutal sobre los adoquines de la vereda.
Entonces lo inesperado: el tipo que tuerce el rumbo y cruza la entrada abierta del local. El asombro del vendedor, el pánico de los clientes. Y luego el trote enérgico del intruso sobre la banda veloz, sus zancadas rítmicas, la sonrisa indescifrable de este pobre fitness freak.

11.11.07

El Zorro no puede más

Los líos de la herencia, la pereza de los jornaleros, el motín del capataz y la crisis del agave. El fuego de California, la encefalitis equina, el mutismo miedoso del desierto. La escasez de agua y la fragilidad del barro en los muros altos de su propiedad. Los chismes en el pueblo, el desorden de la policía, la bulla de los mariachis y el susurro débil de los arroyos secos. El maldito detergente que apaga la negritud de sus prendas. La carestía del acero para los sables, las averías de la carreta, el dolor en sus rodillas después de tantos brincos de madrugada. Las tejas envejecidas que ya no paran de quebrarse bajo sus botas. La plaga de las serpientes, el acoso cotidiano de las señoritas y la persistencia de un cierto tedio de cincuentón burgués.
Bernardo el mudo se jubiló, la cirrosis mató al sargento García, legiones de bandoleros gringos han empezado a llegar con sus pistolas y El Zorro, preocupado bajo el antifaz, entiende la desmesura del compromiso. Ya no volverá a marcar la Z. El Zorro no puede más.

25.10.07

Madonna

Empieza el día. Cuando la luz y el sonido ya se cuelan a través de la persiana, Campos todavía sueña. Se ve en el patio de un colegio, conversando animadamente con la chica material. Se ve hablándole de cerca, íntimo; ambos rodeados por el trajín y el ruido de tantos muchachos uniformados.
Cuando escucha las frases de Campos, Madonna sonríe con un gozo evidente, se muerde un labio. Él mira esas líneas, mira la belleza de su rostro en primer plano. Y le dice con inocencia:
— ¡Qué bonita eres!
— Sí —responde ella con un gesto cansado. Pero soy mucho más que eso: soy espectacular.
Campos despierta. Y piensa: hay vanidades salvajes, desmesuradas, que no se conforman con existir sólo en la vigilia.

18.10.07

Un ahogado menos

Desde la orilla, sentado junto a la cava, Campos bebe una cerveza viendo las olas romper en un desorden de espumarajos blancos. Son casi las seis y están borrachos: no han parado desde esta mañana. Allá, como a cincuenta metros azules, Jon sigue abollando la superficie del agua con unas brazadas rápidas que apenas lo mueven. Campos apura el último trago. Se levanta, abandona el grupo y corre hasta el agua para unírsele. Cuando se mete, siente cómo el agua fría le despierta los músculos de la espalda. Y allá, en las aguas del oeste, ve un sol rojito que mengua y ya casi se quiere apagar.
Campos recorre una larga diagonal mar adentro. Se cansa rápido con esa actividad, pero no arruga: piensa que si Jon llegó, él también podrá. Atraviesa olas, lucha contra la corriente, aprieta el ritmo para avanzar. Y puede: ahora alcanza una zona quieta. Justo cuando ve a Jon flotando, pálido, asustado, rogando:
— Sacame.
Campos acelera y recorre pronto los pocos metros que los separan. Lo pone boca arriba, lo asegura con un brazo y empieza a nadar con el otro. Vamos, vamos, vamos, le dice a Jon mientras se afana.
— Vamos, patalea que no puedo solo.
Ordena Campos cuando siente que respira, que jadea con apremio. Intenta nadar, pero enseguida llega una ola violenta y le arrebata el cuerpo de Jon que ya no nada, no ayuda: se hunde. Pasan un par de olas. Campos busca, se sumerge, reparte ojeadas encima del agua. Busca. Hasta que ve salir la cabeza de Jon escupiendo chorros de agua con los ojos cerrados. Tres brazadas y ya lo tiene de nuevo. Campos reinicia la tarea, siente que se mueven, que van para la orilla.
Pero les cae otra ola grande que los arrastra cinco o seis metros mar adentro, aunque esta vez no lo pierde. Jon apenas habla:
— Ya no tengo, ya no tengo…
Dice bajito, sin fuerzas. Campos recurre al shock y lo insulta de cerquita:
— ¡Pateá, pateá güevón que nos ahogamos!
Jon responde con dos movimientos desganados, como por cumplir, y se entrega. Campos entiende que está solo, que debe trabajar para volver a pisar tierra. Se sujeta con fuerza al agonizante y empieza de nuevo. Tres, cuatro metros: y la ola que los arrastra. Dos, tres metros: y para adentro siempre. Campos gasta energías en un pulso abismal e inútil; compite con voluntad, muerde duro y gana terreno, pero en cada jalón ve que la corriente lo reclama. Le falta el aire, le falta la luz cuando el agua lo cubre.
Entonces, después de nadar durante diez o quince minutos dilatados, Campos acepta que no le dan las fuerzas y pide ayuda cada tanto: uno, dos, tres —levanta la mano y manda señales hacia la orilla. Así varias veces, tocando suelo y volviendo a lo hondo. Cansado, rindiéndose casi. Hasta el momento en que ve venir corriendo a dos tipos en bermudas. Dos hombres que han salido quién sabe de dónde, que corren en contraluz dando zancadas sobre el agua. Y toman el cuerpo flojo de Jon cuando Campos, aliviado, se deshace de él como de un peso muerto.

9.10.07

Supermán está deprimido

En este domingo por la tarde, sin turno en el periódico y con la ciudad en calma, Supermán da vueltas y vueltas por su departamento anhelando una misión. Descalzo, arrastrando la capa que recoge polvo del suelo, el hombre de acero se siente especialmente disminuido. Podría salir, volar y dar un paseo, pero ni siquiera eso se le antoja. Podría aguzar la vista y espiar a la vecina a través de la pared. O escuchar riñas domésticas, distinguir orgasmos vespertinos: y tampoco.
Parado frente al espejo de la sala, inflando el pecho sin ganas, Supermán no consigue creerse el personaje. Siente que la S ya no brilla, que el calzón le baila, que el flequillo en su frente no se enrosca como antes. Supermán está deprimido, tiene el criterio nublado, hoy podría cometer una locura y es mejor no dejarle cerca esa peligrosa piedra verde.

1.10.07

Abril (y IV)

IX
Enterado de la muerte de Humberto, imaginando la escena de su caída en las fotos que pronto los diarios publicarán, Campos abandona la sala donde lloran algunas reporteras, donde maldicen varios colegas y camina hasta un balcón que se asoma en la fachada del edificio. Allí, de pie, mirando el trajín de motociclistas que se desplazan por la avenida, saca el celular y escucha los mensajes de alarma que le han ido dejando algunos amigos y familiares. Mientras permanece pegado al aparato, se distrae viendo las decenas y decenas de motos que pasan, sus ronquidos de metal, los disparos al aire que hacen los parrilleros exaltados.
Después regresa a la sala y escucha que los curas han abortado su discurso, que “ante la gravedad de los sucesos” han convocado una reunión ampliada y darán su mensaje por la mañana. A través de los radios llegan noticias de más muertos, advertencias desde casi todas las redacciones.
— De acá no podemos salir —advierte una reportera de labios rojos.
— ¿Quién dice? —pregunta Campos.
— Muchacho, ¿no ves el peligro que hay en la calle? ¡Están cazando periodistas! —grita una gorda que ha empezado a dictar su nota vía telefónica.
— Mi carro no tiene insignias, yo me voy al periódico —dice Campos.
Y se va.
El chofer avanza rumbo a San Martín, tirando volantazos para esquivar los vidrios y algunos montículos en llamas que interrumpen la vía. Cuando entran a la calle principal, que conduce al periódico desde el oeste, se topan con una fila de carros que dan marcha atrás. Trescientos metros más arriba, reprimiendo a los alzados, la policía tiene la ruta cerrada. Media vuelta. Toman la autopista, se salen en El Paraíso y suben por Quinta Crespo. Luego toman Maderero y paran en el semáforo antes de atravesar la Baralt. Allí, insólitamente detenidos ante la luz roja, mientras el motor del carro vibra, Campos escucha el rumor del chofer, que reza a un ritmo acelerado y aprieta el volante como si pendiera de él.
En las cuatro esquinas, con subametralladoras, una docena de policías custodian la avenida. De arriba, de Llaguno, llega el ruido de algunas detonaciones esporádicas. El asfalto está tapizado de casquillos y desechos múltiples que han quedado de esa batalla que se apaga. Y ellos esperan. Hasta que la bendita luz verde se enciende y, lento, como manejando en puntillas, el carro atraviesa la calle y se mete en el estacionamiento del periódico deslizándose, aliviado: como quien abandona el oleaje y aterriza plácido en la orilla.
Campos, la boca cerrada, entra a la redacción y se sienta en su puesto. Oye a Gregorio, el jefe de información, que habla en su oficina con una hermana de Humberto. La muchacha llora, grita y en un momento insulta al jefe acusándolo de haber expuesto a su hermano. Campos se concentra, escucha comentarios y chismes y tantas conversaciones detrás de sí, pero ignora todo y se pone a escribir, por fin, su crónica del día. Sin revisar sus notas, de memoria, va desgranando los hechos de la jornada en un relato apresurado, seco, compuesto a punta de frases cortas y sin adjetivos, evitando colar en la narración esta rabia y esta tristeza y tanta emoción que, le han enseñado, arruinaría la fuerza y opacaría la honestidad de su historia.
En eso, cronista novato, Campos gasta demasiado tiempo. Transcurren más de tres horas y él tecla con sus dos dedos índices hasta que culmina. Guarda el texto en la carpeta que revisarán los editores, y bautiza el archivo con un nombre obvio: abril.
Después se levanta y camina hasta la impresora para tomar las cuartillas que ha mandado previamente. Las retira, se va hasta la salita de juntas, donde suelen almorzar sus compañeros, y allí se sienta a leer mientras se bebe una de las últimas cervezas que han dejado en la neverita. Lee y lee, relee. Se queda dormido, o eso siente. Y cuando sale de ahí, poco después de las once de la noche, ya la redacción se ha ido vaciando desde que los reporteros y todo el personal se ha marchado a sus casas en grupos de cinco o seis.
— Campos, en un rato sale una camioneta pal sur. Te sirve.
Laura fuma el penúltimo cigarro del día y mira al reportero con esos ojazos rojos que no se apagarán, seguro, hasta mañana por la mañana.
— Ok.
Le responde.

X
A la una, acompañado por tres editoras y un fotógrafo, Campos abandona la redacción montado en una camioneta cuyas puertas muestran la latonería virgen bajo las calcomanías de prensa que recién han retirado. Tragando carretera por la autopista, todos en silencio a bordo, la cuatro por cuatro ronronea a medida que sus llantas rústicas se desplazan sobre el pavimento. Casi nadie cruza las calles a esta hora de la madrugada.
El chofer conduce nervioso y los reparte a todos, los deja justo en la puerta, y arranca con violencia apenas se asegura de que cada pasajero se ha metido en su casa. Luego toma la ruta hacia el sureste, subiendo a ciento cuarenta, con el radio apagado para evitar esa sordina que hoy, desde las dos de la tarde, no ha parado de reportar desastres.
Campos, que se ha quedado de último, mira por la ventana amarrado a la silla del copiloto. Mira las luces de las casas y los balcones de los apartamentos donde, supone, miles y miles de acostados buscan el sueño sin encontrarlo.
Y mientras la noche más sola que ha conocido se apresura bajo la luz de yodo de los postes; mientras la camioneta toma la última curva antes de llegar a casa, el reportero suena un chasquido de fatiga con los labios, recuerda esa crónica que ahora se arruga en su bolsillo y piensa que él, Campos, hubiera preferido no tener que escribirla.
(Fin)

28.9.07

Abril (III)

VII
Ingenuo, estimulado por sus anhelos de reportero principiante, Campos llega al periódico esperando que lo reciban como a un héroe. Fui el único que se metió en la boca del lobo, piensa, mirando los rostros bronceados de algunos colegas; el que tragó humo y esquivó balas mientras estos payasos venían de fiesta con las doñitas de la marcha, se queja en silencio, aunque podría gritar, y nadie lo escucharía en esta redacción sacudida por tantas noticias.
A esta hora, casi las tres de la tarde, el rumor de la renuncia presidencial ha cogido cuerpo. Abundan las versiones: que los militares se alzaron y exigen la dimisión; que el propio jefe de estado pide que lo dejen huir a Cuba; que un edecán lo vio haciendo maletas; que de la pista del aeropuerto de La Carlota ya están saliendo varios aviones. Los periodistas caminan de un lado a otro, llaman a sus fuentes, preguntan, trabajan como poseídos buscando confirmar cualquiera de las historias. Cada cual vive su agitación, y nadie parece tener tiempo para las angustias de utilería que agobian al joven Campos.
Cuando ve salir a Suárez, uno de los fotógrafos, con su maletín terciado, el reportero se acuerda de Humberto, a quien no ha vuelto a ver desde el mediodía. Ataja a Suárez casi en la puerta y le pregunta:
— Epa, ¿y Humbertico?
— Ese sigue en la calle, peluche. Seguro cae por aquí más tarde.
El reportero vuelve a su puesto, se sienta y enciende la computadora para empezar a escribir. Mientras espera que el viejo aparato arranque, las pantallas de los televisores, alzados sobre una pared, repiten y repiten las imágenes de los primeros muertos. Una señora rubia, su rostro sacudido por un balazo en la esquina de Candilito; un vendedor ambulante, que insistió en seguir trabajando, desbaratado por un tiro de fusil a dos cuadras de Llaguno; un vigilante herido en el estómago; y en aquella esquina el mismo flaco que Campos vio hace un par de horas, eliminado en la boca del metro, justo cuando escapaba por una calle de El Silencio.
Laura, mordiendo un bolígrafo, la mirada fija en las pantallas, sacude la cabeza sin parar:
— Qué peo, vale, qué peo.
Y cuando el periodista ha encendido la máquina, cuando abre un archivo de word para empezar a teclear, la jefa lo detiene:
— Campos, no te acomodes mucho, que te vas pa donde los curas.
— ¿Cómo? ¿Cuáles curas?
— A la Conferencia Episcopal, que los curas se van a pronunciar.

VIII
Entre treinta choferes curtidos, amigos casi todos, a Campos le toca salir con un recién llegado:
— ¿Y usté de dónde es? —pregunta el reportero.
— De Maracay, caballero.
— ¿Y qué hace por estos lados?
— Mucho carro ocupao, y la empresa tuvo que traer varios más, pa cubrir.
— Ah, carajo.
— Pero si usté me guía, yo manejo.
— Estamos mal, compañero, porque yo tampoco es que conozca mucho.
— ¿Ta recién llegao también?
— Sí señor, de Maracaibo.
— Ah, vaina.
El carro, sin insignias de prensa, avanza por la autopista rumbo a Montalbán. A ciento veinte. Desde el oeste les alumbra la cara el sol anaranjado de la tarde. El chofer enciende la radio. “Venezolanos, venezolanas…”, empieza el presidente con su discurso. Y Campos, recordando el chisme que le contó Humberto, se asusta ante la posibilidad:
— ¡Coño, ¿se va el hombre?!
— Qué va —despacha el moreno mientras conduce.
Pasan los minutos y el mensaje se va por las ramas, nada que entra en materia. Así llegan al edificio de la Conferencia Episcopal, donde ya se acumula una pequeña multitud, entre reporteros, fotógrafos y cámaras. Campos se suma al grupo y saluda a varios conocidos.
La mayoría permanece frente al único televisor disponible, escuchando el mensaje desde palacio. A través de algunos celulares (que pronto colapsarán ante el alud de llamadas) y radios siguen llegando noticias del desastre: el ejército salió a reprimir, la mitad de la fuerza armada se le volteó al presidente, la aviación no se sabe, puede venir un bombardeo. Mientras el hombre habla, con todos los canales y emisoras encadenados, los reporteros dependen de los rumores que reciben.
Hasta que, de pronto, la pantalla se divide en dos: de un lado, el hombre garantizando el orden; que todo está bien, en calma, que nadie salga de su casa; del otro, las imágenes de los disturbios, los muertos, las nubes de humo y los equipos antimotines. Enseguida, como fichas de dominó, el resto de las televisoras se van sumando a la estrategia bipolar. Pero sólo dura unos minutos, pues pronto, también como fichas, las transmisiones se van cayendo, dando paso a ese hormiguero en la pantalla vacía.
Entonces, como loros colgando de los cintos, muchos radios vuelven a transmitir la locura. Sin televisores ni celulares, los periodistas, que se suponen deben estar enterados, caen en la oscuridad y la duda. Cada uno repite lo que escucha en su aparato:
— ¡Mataron a un camarógrafo! —dice la trigueña alta de la esquina.
— ¡Coño, sí! —confirma otra.
— ¡¿De qué canal?! —preguntan casi todos.
— No, fue un fotógrafo —corrige éste calvo de acá.
Que está parado justo al lado de Campos. Y Campos, pensando en Humbertico, siente la náusea y el miedo, y duda unos segundos antes de atreverse a preguntar.
(Continuará)

21.9.07

Abril (II)

IV
Campos gasta las próximas horas en un repetido vaivén sobre la calzada de la avenida Urdaneta. De las calles perpendiculares, en pandillas de veinte o treinta, grupos de exaltados van sumándose a la multitud. Todos gritan. Campos y Humberto, para despistar, han decidido separarse. Mientras caminan por la zona, cada uno trabajando en lo suyo, de vez en cuando se cruzan para intercambiar información, básicamente rumores increíbles que ya empiezan a circular:
— Oiga, periodista, acabo de hablar con un amigo policía.
— Ajá, ¿y qué dice?
— Vea, esto viene de buena fuente.
— ¡Qué dice!
— Bueno, parece que el hombre va a renunciar.
Y el hombre es uno solo: ese que empujan para que abandone el palacio. Campos disimula, no ríe, recibe la noticia de Humberto con naturalidad: no como quien cree, pero tampoco como quien descarta. Le da las gracias y se despide palmeándole la espalda.
Dando pasos de un lado a otro, repasando cien veces las tres cuadras que van desde Miraflores, pasando frente a la Vicepresidencia, hasta Santa Capilla, Campos recibe llamadas en su celular cada diez minutos. Casi siempre es Laura, que ya roza el delirio en su encierro, fumando como una adivina sin poder abandonar la redacción:
— ¡Maracucho, coño, ¿dónde andas?!
— Epa, todo bien. Estoy junto al palacio y…
— ¡Háblame, muchacho! ¿Cómo va la vaina ahí?
— Bueno, jefa, esto se está calentando. No hay menos de cinco mil personas, y todos más arrechos que el carajo.
— Coño (duda antes de ordenar)… No te muevas de ahí, que la marcha va pa allá.
— Acá sigo.
Campos cuelga, guarda el aparato en su bolsillo, y enseguida vuelve a vibrar. Esta vez es Víctor, que viene marchando con la oposición:
— ¡Mijo! —grita desde el otro extremo de la línea.
— Tonces, ¿por dónde vienen?
— Plaza Venezuela. ¿Cómo está eso por allá?
— Movido y peligroso, hermano. Esta gente se está armando.
— (Breve silencio de Víctor).
— ¿Aló?
— Sí, te oigo.
— Que se están armando.
— Sí, sí. ¿Como cuántos son?
— ¡Miles!
— Bueno, aquí vamos un vergueral: como medio millón, dicen.
— Sí, hermano, pero usté viene con doñas y un poco de carajitas con banderas. ¡Acá los está esperando un batallón!
— Bueno, vamos a ver; yo sigo palante.
— Cuidao pues.
— Tranquilo, hablamos.
Y corta.

V
Hacia las dos de la tarde, parado en lo alto del Puente Llaguno, Campos ve pasar la marcha unas tres o cuatro cuadras más abajo. Suenan pitos, cantan, llevan carteles. Entre ellos y el puente, formando una barrera azul —cascos, botas, escudos—, la policía mantiene separados a los dos bandos: no vaya a ser. Los apoya un camión blindado, herido aquí y allá con infinitas abolladuras, de esos que escupen un grueso chorro de agua para disolver protestas.
Campos, mimetizado, se une a un grupo de inquietos reunidos en una esquina del puente. Corren, dan vueltas. Gritan órdenes que nadie cumple: “¡atájenlos por allá, que vienen subiendo!”; “¡no pasarán, no pasarán!”. Campos hace preguntas con gesto violento, actúa, gesticula: pasa por uno de ellos. Hasta que ve, camufladas entre las chaquetas y los cinturones de todos, varias pistolas.
Novato pero no imbécil, Campos aprovecha el agite para hacerse a un lado. Retrocede. Atraviesa el puente caminando hacia el oeste, hacia Miraflores. En las esquinas siguen llegando turbas, bandas completas que exhiben una organización evidente. Uno tras otro, sin cesar, ve sujetos que llegan con morrales llenos de palos. Ve tipos que reparten armas. Ve, también, obcecados que hacen cualquier cosa para armarse: aquel que rompe la acera y se apertrecha con varios guijarros; o esos de allá, que rompen botellas, que doblan tubos, que fabrican cuchillos con rudimentos de hojalata.
Sudando como en un baño turco, intentando digerir el desorden, Campos se acomoda en una esquina del Palacio Blanco para meditar. Se para justo al lado de un guardia. Un tipo firme, quieto, cuya pose marcial hace más evidente la locura que lo rodea.
Campos, asombrado ante la anarquía, mira varias veces entre el soldado y los disturbios, con cara de ¿no-vas-a-hacer-nada? El tipo —la mirada bajo el casco, el fusil de adorno— responde con una mueca en los labios, y se encoge de hombros. Entonces el reportero camina unos metros, se para justo en el centro de las cuatro esquinas, mira alrededor y duda pensando qué hacer. Hasta que el tiroteo —pac, pac, pac— le sugiere un plan natural. Y huye.
Campos agacha la cabeza mientras sigue el tableteo de las armas. Se refugia brevemente en una esquina, junto a un teléfono público. Justo allí, guarecido, le vibra de nuevo el celular:
— ¡Maracucho, vente pal periódico que se armó el peo!
— ¡Ya sé, ya sé!
Campos casi se sienta en la acera, acurrucado, intentando escuchar la voz de Laura a través de la línea.
— ¡Salte de ahí, muchacho, que te matan!
— ¡Voy… voy!

VI
Cuando ha guardado el teléfono en el bolsillo, Campos entiende que debe salir de su trinchera. Echa un vistazo a la escena: motos danzando, gritos, carreras, más disparos detonados por los gatillos de quién sabe cuántos pistoleros espontáneos. Grupos enloquecidos se mueven de un lado a otro, frenéticos. Campos evalúa. Y decide bajar por un costado del palacio, la vía más corta hacia el periódico.
Lleva apenas unos veinte metros en bajada cuando ve venir un tropel de personas que corren en sentido contrario. Campos se pregunta: ¿de qué huyen? Y de inmediato le responden con una nube de gas lacrimógeno que le sacude la cabeza y el pecho. Se hace a un lado, busca la pared. Sin sentido común, no sabemos por qué, el reportero avanza. Con los ojos cerrados —las lágrimas que le lavan las mejillas, el escozor en la garganta— tantea el muro y sigue bajando la calle aferrado a él.
Hasta que se topa con un piquete de guardias encolerizados, todos con sus chalecos antibalas y sus máscaras antigás. Uno de ellos lo sujeta por la camisa y lo sacude:
— ¡¿Pa dónde vas, güevón?!
— Periodista… periodista —balbucea Campos mostrando su carné.
El soldado lo levanta en vilo, como a un muñeco, y lo deja caer del otro lado de la barrera. Desde allí el reportero sigue su rumbo cuadra y media más abajo, hasta la estación del metro de El Silencio. La esquina está llena de policías que se enfrentan a tres o cuatro pistoleros: pac, pac, pac. En la entrada del subterráneo, donde luego dibujarán su silueta con tiza, un flaco duerme sobre un charco espeso color granate. Campos sigue llorando. Tose, arquea. Uno de los policías le hace señas para que corra hacia la derecha, y él obedece.
Así desemboca en una esquina menos peligrosa. Trotando, empezando a respirar mejor, el periodista baja por la avenida y llega a esa plaza con esculturas y fuentes. Es allí donde se topa de frente con la marcha opositora. Miles y miles de personas, mucho color y ruido y energía, caminan intentando llegar al palacio. Campos los ve inocentes, ignorantes; quisiera alertarlos y convencerlos para que desistan, pero entiende pronto la inutilidad de su proyecto. Mira hacia Miraflores y ve las nubes de gas evolucionar sobre la calle; y confía en que eso —súmenle los tiros— acobardará a más de un insensato.
De modo que sigue su camino y atraviesa la plaza un poco más relajado. Caminando rápido, casi al trote, se desplaza bajo los arcos de los viejos edificios. Desde la avenida Baralt, a una cuadra, le llegan las sirenas, el furor de las muchedumbres; vidrios en cantidad, como si hubiera llovido cristal, cubren el asfalto de la vía. Y en los rincones de ese pasaje, donde usualmente dormitan los mendigos, ni un solo fulano se ha quedado para averiguar.
Cuando irrumpe en la redacción —la cara enrojecida, congestionada y brillante, la ropa sucia—, viendo los ojazos abiertos y el cigarrillo de Laura que lo recibe en mitad del corredor, Campos no encuentra una sola frase adecuada para responder a su pregunta:
— ¡Coño, maracucho, ¿sobreviviste?!
(Continuará)

14.9.07

Abril

I
Este jueves de abril.
Caracas entera ha amanecido tomada por el fervor político. Sucederán movilizaciones y actos de protesta. Por eso, jalado por su pasión excesiva de periodista novato, Campos, joven dormilón, ha adelantado su vigilia y ha violado uno de sus credos más sagrados: ese que le prohíbe levantarse antes de las ocho de la mañana. Así que son las siete y ya está despierto. Desde la cama, solo, aún envuelto en sábanas, Campos mira el techo, la biblioteca, el televisor en lo alto, la luz tenue que se cuela por la ventana. Y bosteza. Lo hace pensando en la cantidad de trabajo que le espera este jueves.
Entonces, antes de que la expectativa lo abrume, corre la cobija y se sienta en el borde del colchón. Busca las chancletas y se frota los ojos. Mira al edificio de al lado a través de la persiana. Ahí está: religiosamente, como en tantas mañanas —a veces más temprano, a veces más tarde—, puede verle las tetas orgullosas a la vecina de enfrente. Las disfruta un rato, acostumbrado. Y cuando la muchacha desaparece rumbo al baño, Campos activa también su propia rutina y camina hacia el suyo.
Allí abre la llave del agua caliente, espera mientras se mezcla con la fría. Luego se da un baño rápido, mecánico, y vuelve a la habitación sin afeitarse. Lo hace a propósito, pues recién le han dado un consejo valioso: los poros rasurados arden con las bombas lacrimógenas. Por eso se salta la afeitada. Escoge el yin más cómodo, una franela y una gorra. Zapatos de goma, libreta y bolígrafo; el carné del periódico. Tamos listos pa la guerra —se dice a sí mismo. Repasa mentalmente lo requerido y arranca.
Campos, obvio, aún no conoce la guerra.

II
— Campos, necesito que te hagas uno de tus trabajitos de consumo. Esos que te quedan tan bonitos —ordena Laura, la jefa de información: cabeza gacha, bolígrafo ágil, cigarro siempre encendido.
La sala de redacción bulle, y entre las mil tareas emocionantes que ofrece la jornada, al novato le toca un pescado frío.
— Ah, okey. ¿Y sobre qué es este?
— Medicinas. Date una vuelta por las farmacias, a ver cómo andan los precios.
— Medicinas…
— Sí, llévate a Humberto pa que haga unas fotos de ambiente.
— De ambiente…
— ¡Dale pueeeej, que no tenemos todo el día! Coge este radio, por si las moscas. Cualquier vaina me llamas… o te llamo.
— Bueno. Chao puej.
Campos, cronista primíparo, no está acostumbrado a protestar. Acepta el trabajo y trata de olvidarse de la acción. Es joven, recién llegado y maracucho: de Maracaibo, la ciudad del solazo y el calor bestial. Y el gentilicio ya le va desplazando el apellido.
— Qué fue, maracucho. ¿Pa onde vamos?
— Recorrido, Humbertico. Este país se está cayendo a pedazos y la jefa me manda un trabajito de consumo. ¡Nos jodimos!
— ¿Y la marcha?
A estas horas, casi nueve de la mañana, los líderes de oposición están aceitando la máquina de la protesta. Desde una tarima, megáfono en mano, llaman a sus seguidores y gritan arengas. Esperan a miles de personas (y vendrán). Esperan multitudes (y llegarán). Presionan al gobierno (que se tambalea), y piden la renuncia del presidente (que caerá).
— La marcha va, Humbertico, pero nosotros no.
— Coño, ¿y de qué es la vaina?
— Farmacias.
— Bueno, eso es dándole.
Más de dos horas se les van dando vueltas por la ciudad. Quinta Crespo, la avenida Baralt, Francisco de Miranda, El Marqués, La Urbina, Chacao, Chacaíto. Farmacias. Ya son más de las once y el trabajito de consumo está listo. El fotógrafo inventa:
— Maracucho, ¿y si nos damos una pasaíta por la marcha a ver cómo va la vaina? Después nos lanzamos pal periódico.
— Bueno, vamos a dale.
El chofer empieza a cumplir la orden cuando suena el radio:
— Campos. Adelante, Campos. ¿Dónde andas?
Las ondas traen a una Laura ansiosa, alterada, que ya casi escupe gritos.
— Aquí, te copio.
— ¡Coño, Campos! ¡Vete a palacio, que la marcha va pa allá! ¡Hay un gentío!
— ¿Cómo?
— ¡A palacio! ¡La gente va a palacio!
— ¡Mierda!
El chofer se ha transformado. Lleva el rostro pálido, enfermo.
— ¿Y a usté qué le pasa?, lo regañan.
— Es que esa vaina debe estar llena de gente del gobierno: pura guerrilla, caballero. Esos no quieren a la prensa. ¡Donde vean este carro lo revientan!

III
Tres cuadras antes de llegar al palacio, unas barricadas de alambre de púas impiden el paso a los vehículos.
— Hasta aquí los acompaño —se raja el chofer.
— Mejor así —dice el reportero. A pie nos movemos más rápido.
Humberto no disimula el miedo:
— Campos, ¿y nos vamos a bajar aquí?
— Sí, aquí mismo es, y escóndete ese carné.
El chofer apenas espera que se bajen y arranca a los golpes.
Varios miles de activistas del otro bando, brigadas que apoyan al gobierno, merodean enardecidos por las cercanías de Miraflores. Ya se han enterado de que la marcha opositora viene en camino, y han desplegado a sus grupos de choque.
Mientras arriba el sol calienta, en la calle atenaza la temperatura del odio y el nervio. Ya casi cae el mediodía. Miles de hombres eufóricos gritan órdenes y contraórdenes: “¡pa allá, corran pa allá que por ahí se nos meten!”; “¡coño: las piedras, cojan las piedras que vienen muchos!”; “¡por ahí no, mamaguevo, por acá, por acá!”; “¡Soto, llama al jefe, que manden gente!”.
El fotógrafo aún no se atreve a registrar las primeras imágenes. Esconde la cámara bajo la camisa, asustado.
— ¡Humbertico, haz esa, mira esa gente!
— Voy… voy…
Clic, clic, clic. Empieza a exponer la película. Empieza el registro: palos, sudor, piedras, expresiones forzadas, caricaturas atroces, ruido, vidrios rotos, motos con prisa, multitud, confusión, caos. Muchas pistolas.
Y Humbertico cagado, cagadísimo:
— Oiga, periodista, mejor nos vamos. Esto se va a poné feo, ¿oyó?
— Tome fotos, Humberto, que yo hago lo mío.
— Ay, coño…

(Continuará)

10.9.07

Notas chinas (uno)

— Bienvenido, detective. Realmente me place conocerlo.
Sima Kuen, el apacible hombrecillo que me estrecha la mano, consigue dominar la excitación que desde hace varios días lo afecta. Sólo esa sonrisa exagerada, y ese aire de optimismo permanente podrían delatarlo. Claro que los chinos, los conozco, suelen ser sujetos dados al disimulo y a la ceremonia. De modo que, calculo, podemos estar tranquilos, camuflados entre el catálogo estándar de la fisonomía y la actitud local.
El estilo promedio, casi serial del señor Sima podría atribuirse a cualquiera de los millones de oficinistas que caminan por las plazas de este país. Podría pasar por chofer, también; por agente de seguros o profesor universitario (su oficio, de hecho). Pero, por fortuna, sería muy difícil que alguno de los peatones apresurados que recorren esta tarde la estación de trenes de Xian, lo relacionara con el motivo secreto que nos reúne. Salvo que a algún curioso se le ocurriera hurgar detrás de su apellido.
— ¿Cómo estuvo su viaje? ¿Estamos seguros de que nadie lo sigue?
Alguien me dijo una vez que los chinos, esa masa prototípica, acostumbraban hablar de nosotros. Como si a fuerza de ser multitud, reflexionaba ese alguien, no concibieran otro punto de vista distinto al plural.
— Estamos seguros, digo sin ganas, mientras buscamos la salida del andén.
El profesor Sima no es un hombre de acción. Apenas he bajado del tren, con prisa toma una de mis maletas y, mientras caminamos para buscar un taxi, no puede dejar de mirar sobre su hombro, buscando con frenesí a nuestro perseguidor improbable. Sostiene mi equipaje con la mano izquierda, y acomoda con la derecha, en un repetitivo gesto de los dedos, sus lentes de montura dorada.
— ¡Taxi!
Viajamos hacia la casa del profesor, en las afueras de la ciudad. Mientras nos desplazamos, él se explaya en una detallada narración que resume el origen y desarrollo de la provincia de Shaanxi. Habla del tema con un dominio absoluto.
Su exposición se remonta a la época de la China Imperial. Pero, mirando con sospechas al taxista, se demora poco y emplea un tono sin emociones mientras cita un hecho relevante de la historia de su patria. Justo cuando cuenta unos días que, aún siendo remotos, son la causa principal de nuestro encuentro: el tiempo distante y glorioso en que mandó Qin Shihuang, el primer emperador chino.

Sima Kuen, hombre soltero y sin familia, ocupa una casa demasiado amplia en el apacible Barrio del Opio; una zona callada, casi rural, donde varios jubilados han construido hermosas villas de retiro. El nombre del caserío viene de fines del siglo XIX, explica, cuando muchos pobladores de Xian se iban hasta ese lugar solitario, entonces lejano, para comprar opio de primera en lo que fue un barrio peligroso de chozas levantadas por traficantes menores.
La mayoría de estos negociantes fueron detenidos después, en los años cuarenta y cincuenta, y los pocos que escaparon de la justicia supieron abandonar el lugar. Entonces un empresario, antiguo compañero de Kuen en la escuela, adquirió el terreno y lo vendió por parcelas a sus pobladores de hoy, con la tentadora oferta de “un remanso de paz a diez minutos de la ciudad”.
— Así fue como llegué aquí —recuerda el profesor con una taza de té en las manos. Mi amigo me ofreció un precio francamente irrechazable, y finalmente pude construir la casa que quería.
Kuen se extiende demasiado en sus anécdotas domésticas, y ahora soy yo el que desespera. Mientras charla, abotagado por el jet lag, detallo sus manos limpísimas, el delicado pliegue de sus párpados seniles. El anciano acaricia la taza a medida que bebe: con esas manos alargadas, frágiles como de niña, y esas uñas largas tan pulidas.
Más tarde, cuando haya terminado la infusión, sostendrá la pieza durante toda mi visita, sobando la porcelana como si la tarea lo sedase.
— Supongo que querrá descansar —continúa el viejo. De todos modos hoy no podemos empezar: mis hombres tienen una reunión obligatoria con el secretario local del Partido. Y es mejor que no falten; podríamos levantar sospechas. Seguro los sancionarían, y eso retrasaría nuestras labores.
El profesor se levanta, toma mi mano y me guía hasta una pequeña y confortable terraza. El balcón, con barandas de madera blanca, da hacia un valle de pinos muy altos cuyas copas se mecen con la brisa silbadora que baja de las montañas. Kuen me acerca una silla mientras, intranquilo, permanece de pie.
— Amigo Andrade, mi familia es una de las más antiguas de este gran país. Mis remotos ancestros han sido hombres de letras, y esa es una tradición que algunos hemos seguido con honor y dedicación. Es un oficio que ha traído cierta vida confortable a los Sima, y esto se debe a que muchos de nosotros hemos servido al gobierno. Usted debe saber poco sobre nuestra larga historia, y realmente no tiene por qué conocerla. Soy descendiente directo de Sima Qian, un gran historiador y viajero que tuvo el honor de servir en la corte del emperador Han Wuti…
Como si esperara ver alguna reacción de sorpresa o reverencia en mi rostro, el viejo me mira a los ojos durante unos segundos. Enseguida, peinando algunos cabellos que le cubren la frente, vuelve al relato:
— Una de sus grandes labores fue continuar la vastísima obra de su padre, Sima Tan, los Shiji, también conocidos como Recuerdos Históricos o Hechos Históricos Memorables. Algunos entendidos y la mayor parte del pueblo consideran esta como la más importante Historia de China de fines del siglo II antes de Cristo.
— Impresionante.
— Pues bien, gracias a los registros de Sima Qian mi país ha conocido los aportes y el legado de los emperadores. Entre sus apuntes, Qian se refiere a una construcción donde existían réplicas de palacios, tesoros incalculables y objetos maravillosos. Esta gran obra sería el mausoleo del primer emperador chino, el venerado Qin Shihuang.
— Uf.
— Durante más de dos mil años, señor Andrade, se ha hablado en los círculos de historiadores y arqueólogos sobre la trascendencia de este tesoro oculto. Se ha especulado mucho, es cierto, pero algunos teníamos la certeza de que la leyenda era real: habría guerreros tallados en piedra, joyas, grandes estatuas, y hasta una reproducción del mapa de la República, con todos sus ríos fluyendo, eternizados a través del milagro acuoso del mercurio.
­— ¡Mercurio!
­— Aunque el paso de los años hacía pensar que se trataba de un simple cuento, como tantos que abundan en nuestra tradición, yo he dedicado buena parte de mi vida y mis recursos financieros a encontrar el mausoleo. Me anima, sabrá usted, mi pasión por lo antiguo, mi interés en la historia; pero la tarea también encierra una misión familiar.
­—­ ¿Familiar?
­— Verá, detective, Sima Qian cayó en un desprestigio terrible entre sus colegas. Con los años, la aparente falsedad de sus registros ha opacado su prestigio como historiador. Si bien se le tiene como un estudioso serio en el ámbito oficial, su imagen real, más allá de lo que ordena el Partido, es casi la de un charlatán. Por supuesto, me refiero al medio académico, que es el que nos interesa a los intelectuales, porque el pueblo cree en la leyenda, e incluso la ha ido multiplicando con sus propios aportes.
— Disculpe que lo interrumpa, profesor, pero, ¿cuál es mi tarea aquí? ¿Necesita que lo ayude a buscar ese tesoro?
— No, señor Andrade, su tarea es un poco más delicada, aunque precisa un menor esfuerzo físico. La etapa más complicada ya ha sido cumplida. El trabajo de varias generaciones de la familia Sima, sí señor, ha rendido sus frutos: hace menos de un mes lo hemos hallado.
— ¿Cómo dice?
— Hemos dado con la tumba de Qin Shihuang.

21.8.07

Recuerdos del Pato López

— ¡O los sueltan, o me tiro!
Grita el Pato López encaramado en el ventanal, sucio, el vidrio opaco, ya no transparente de tanta lluvia y polvo acumulado. Ocho, quizá nueve o más de diez policías reparten bolillazos y esposan a media docena de compañeros. Incluyéndome.
Es la cumbre de nuestra carrera de revolucionarios. Y todos, como venimos haciendo desde hace años, seguimos al Pato en su lucha: nuestra. Venimos a una reunión con el rector. A eso venimos.

Encaramado también, pero mucho antes, veo a Patricio en las gradas del Liceo Cervantes, aquel instituto de malas mañas, más que mediocre donde estudiábamos entonces. Patricio López. Así se llama, así lo conocemos todos por estos días. Aún no se bate, no se enfrenta: no corre riesgos. Aún no se gana el apodo de Pato.
Aún no se transforma.
Patricio está erguido en las gradas y desde ahí habla, grita que hasta cuándo, que ya basta, carajo, que cuánto más vamos a calarnos esta educación pobre y somera que nuestros padres pagan cada mes. Que hay que arrecharse, dice, grita. Que hay que hacer algo y ya no nos dejemos estafar más. No más.
La veintena de muchachos que lo escucha aplaude en los momentos menos indicados, y Patricio coge aire para seguir. Hasta que suena el timbre. El receso termina y casi todos se van a los salones: a matemáticas, a geografía, a las benditas ciencias de la tierra. Sólo tres se quedan: quedamos. Patricio entonces se baja de las gradas y nos estrecha las manos. Gracias por el apoyo, compañeros, dice; esto apenas empieza y hay que seguirle dando hasta que nos escuchen, hasta que la vaina cambie de verdad verdad, explica. Nosotros: Jacobo, El Pelón y yo nos miramos las caras. El Pelón mantiene una sonrisa de pendejo y yo estoy por creer que le gusta el orador. Sospechamos de El Pelón, debo decir, que es un maricón encubierto; pero lo toleramos porque es amigo, buen amigo. Y porque siempre paga: financia empanadas, cervezas, los buses y las horas de pool.

— ¡Que los suelten, coño!
Insiste el Pato: la cara roja, rojísima y esa vena abultada que le marca la frente. A mí me llueven golpes, patadas, botas negras de cuero duro, bolillos de madera hechos en Maracay con troncos fuertes de guayacán. Revoltoso hijueputa, póngase a estudiar, grita un policía gordito que la ha cogido con este servidor. Gordito de bigotes que jadea y se ve cansado, pero nada que se detiene: levanta el brazo, arriba, muy arriba, casi con gracia, la verdad, y enseguida lo deja caer de golpe, contra quien narra: este mismo. Así se entretiene un buen rato. ¿Cinco, diez minutos? No lo sabemos.

Patricio palmea nuestras espaldas y dice: vamos. Ninguno de nosotros le pregunta a dónde: claro, vamos. Al carajo el profesor Chacín, a la mierda todos. Cada quien anda con su cuadernito de siempre, todo ajado, casi sin páginas, pero de anotar güevonadas, cuentos primarios, teléfonos de carajitas. Y nada de materias, bachillerato, conocimiento que llaman.
Jacobo, El Pelón y yo caminamos detrás de Patricio que lleva un morral repleto de vainas; sobre todo libros. Nos parece raro: aquí los duros, los tipos de pinga sólo llevamos un cuadernito, nada más. ¿Qué le pasa a éste con ese bulto?
Llegamos al portón del colegio y le estrecha la mano a José, el portero, alto pana. Ahí pienso: si es amigo de José, es de los nuestros. José abre el portón sin que se le pida, y salimos a la calle.

— ¡Tombo malparido, para atrás!
Pato lanza una izquierda en círculo, un ramalazo que zumba en el aire del corredor. El policía que intenta bajarlo del ventanal recula y se para en seco, muy quieto. Lo veo respirar, agotado. Se le caen los pantalones y atrás le asoma la raya del culo. Él se los sube y empieza a golpear el bolillo contra el piso como un loco. Cree que amenaza, que disuade, pero nadie entiende qué coño busca.
En los extremos del pasillo, amontonados, miran el espectáculo decenas de estudiantes. Estudiantes de verdad, digo: con sus batas, los de medicina; con sus códigos y leyes, los de derecho; con las manos vacías y sin afeitar, los de periodismo: condiscípulos estos últimos, ocasionales vecinos de pupitre de quien firma. Se llevan las manos a la cara, espantados, alguno grita: paren ya, sucios, déjenlos. Pero nadie se mete, ni de vaina.

— Está el día como para echarse unas frías, ¿no?
Dice el adolescente Patricio y se soba la garganta. Tengo sed, coño. ¿Le damos?, invita. Y en eso sí que somos duros nosotros: ¡la cerveza es vida, carajo! Esperamos nada más a que El Pelón diga su frase, y lo ayudamos con miradas que no sueltan, por si arruga. Y funciona:
— Bueno, yo brindo, dice.
Entonces arrancamos en un bus de Ruta 6 derechito por Cecilio Acosta. Va que revienta el condenado: pasajeros hasta en las puertas, como cinco o seis en cada una, arracimados. Y el colector, con los billetes doblados entre los dedos, se pasa de atrás para adelante por fuera, los pies en las farquillas del bus en movimiento, se sujeta de las ventanas, y grita: ¡Acomódense, acomódense pues! ¡Espalda con espalda pa que no se hagan daño! ¡Vamos a colaborar! Las guajiritas que lo miran, encantadas. Se cree un héroe el colector.

— ¡Ajá! ¿Qué, no oyen? ¡A golpear a tu madre, tombo maldito!
Se balancea el Pato en el ventanal. Once pisos de altura. El policía de los pantalones caídos no se atreve, lo mira de lejitos. El sargento, el comandante, el jefe, o como se llame, grita con un megáfono que se rindan, muchachos, que si se entregan los dejamos, que dejen la violencia, que nada ganan, al contrario.
— ¡Violento tú, criminal! ¿Acaso ves armas?
Replica el Pato.

Nos bajamos del bus en Bella Vista. Por aquí hay un barcito del carajo: frías a doscientos, dice Patricio. Él va adelante. Entramos y nos sentamos: techo de paja, mesas de madera, cojas. ¿Quihubo, Rodolfo, como anda la vaina? Saluda Patricio al señor de bigotes que atiende. Ese es el dueño, un tipazo, nos dice. Rodolfo, cuatro ahí, pa comer aquí. Y el tipo, raudo, se aparece con cinco botellas en una mano. Son cuatro, lo ataja El Pelón. ¿Y yo no bebo?, suelta el dueño. Claro, Rodolfo, el compañero invita, corrige Patricio. Y nos ponemos a beber.

— ¡Que los suelten o me tiro, dije!

Diez, doce cervezas en el casco. Patricio diserta: compañeros, esta vaina se jodió, hay que entrompar, hay que fajarse. ¿Y si nos botan?, se caga Jacobo. Pues que se atrevan, grita Patricio. Ya ha sacado casi todos los libros del morral: poesía, cuentos, filosofía, también revistas y periódicos viejos. Médico el papá, médico la mamá. Yo también voy a ser médico, pero no como mi viejo, dice, yo me voy a meter a la Cruz Roja, a Médicos sin fronteras, algo así. A mí me gusta curar, la verdad, pero lo que más quiero es viajar, compañeros. Me voy a ir por ahí, por toda América, después Europa, no voy a parar sino un año o dos en cada país. Y así.

— ¡Atrás!
Ordena el Pato ahora. Por fin han conseguido llevarse a tres, esposados. A Bermúdez le sangraba la frente, pude ver. Iba cojeando y cagado de la risa. Bermúdez se divierte con esta joda.

A Patricio le perdimos la pista poco tiempo después de aquellas cervezas. Lo veíamos nada más de lejos, en el colegio, en el patio más bien porque casi nunca iba a clases. Después se fue, se retiró.

— ¡Ajá, camarada!
Me gritó un día en el comedor de la facultad. El pelo largo y los yines rotos; tres o cuatro libros en una mano. ¿Cómo anda la vaina?, pregunta. Todavía no entiendo de dónde ha salido y ya me está contando: me fui, no aguante esa mierda, me fui a un público, ahí sí se pelea de verdad, y hasta me gradué. Patricio no, aquí me dicen Pato, explica. Hace un año estábamos en clase de osteología, con un pirata ahí, un ignorante, un matasanos. Yo retando al tipo, y el tipo a joderme. Pero yo sí estudio, compañero, así los reviento a todos.
El pirata me dice que si me las doy de doctorcito tan temprano, que primero tengo que aprobar muchos créditos. Y yo me le cabreo y le grito: ¡Esta clase es una mierda! ¡Usted es una auténtica mierda! El tipo se ha puesto a insultar, mi hermano, que me vaya, que salga del salón. Y fue cuando se me ocurrió: mierda para la mierda, dije y me fui. Pero en la siguiente clase, antes de que el pirata llegara, le cagué la gaveta del escritorio y le dejé esa nota escrita: “mierda para la mierda”. ¿Ves?, cagón, como los patos. Pato López me llaman ahora.

— ¡Traigan pistolas si son tan machos, a ver!
Grita el Pato junto al ventanal. Sabe que no pueden, que la autonomía universitaria y todo eso, que la seguridad de los estudiantes: y los policías desarmados. Pero con bolillos, claro, que bien duro que pegan. Y sobre eso no tengo dudas, porque ahora siguen lloviendo bolillazos y ya esto lleva cuánto: ¿diez, quince minutos? Los bolillos en concierto, acompasados, arriba y abajo, quebrando huesos pero no voluntades, pienso, retórico. Aquí estamos y aquí seguimos: jodiendo.

Es en la universidad en donde lo conozco de veras. Todos los días, en el almuerzo, nos encontramos en el comedor para conversar —y para comer por cinco bolos. Me pregunta por el periodismo, por mis clases; todo le interesa. Y me habla de medicina, pero no le paro mucho, la verdad. Yo también escribo, hermano, me confiesa. Y después de varios meses se atreve a entregarme unas cuartillas sueltas: es un boceto de novela, susurra; lea y me cuenta, compañero.

— ¡Que me tiro, nojoda!
Se sienta el Pato en el borde mismo de la ventana. Once pisos nada más.

Camarada, no fume tanto, que se pasa. Aconseja el Pato, aunque sé que lleva dos porros esta noche. Se ha aparecido con un par de hembras: tetas, culos, vellitos rubios en la baja espalda; una de ellas con lunar en la mejilla. Esta es la mía, pienso. No, señor, coja para allá, me ataja el Pato. Entonces pelo por la morena, aunque las prefiero blancas.
Fumamos los cuatro toda la noche. Suena Sabina, suena Silvio, suena Alí Primera. ¡Así suena la Revolución, compañero!, celebra el Pato emocionado: buena trona, y baila lentico con la del lunar. La morena y yo seguimos en los besos, en todo aquello, y abro los ojos de vez en cuando para mirar alrededor: el Pato que se va, que se aleja difuso por el pasillo y se mete a la habitación. ¿Y tú serás tan bueno como el Pato?, pregunta la bandida morena y yo no me ofendo, porque qué más da: el Pato las consigue, el Pato las convence, las invita y ellas cumplen: el Pato es el tipo.

— ¡Ahora sí, se jodieron!
Se balancea el Pato y yo por fin me asusto. ¿Será que se tira? Él insiste y pide la presencia del rector. Yo no negocio con policías, grita. Pero el chivo ni se asoma al vendaval y ya llevamos casi veinte minutos aguantando. Y nos toca seguir.

Compañeros, grita el Pato encaramado en una banca del pasillo de Humanidades. Hay como trescientos escuchando. Cómo vibra el hombre, carajo. Las mujeres lo miran y comentan, pero no alcanzo a escucharlas. Los hombres están como poseídos por el verbo y responden, levantan los brazos: traidor el rector, corean. El Pato los va encendiendo a medida que habla. Los tiene en la mano. Van a donde él diga. Ya mismo si es necesario. Y él decide:
— ¡Vamos al rectorado a presionar, van a tener que negociar!
Levanta un puño al aire y lo agita, y me quedo mirándole la camisa, que por primera vez lleva planchada.
— ¡Al rectorado!
Arranca un tropel de gente detrás de él. Ahí vamos todos, cantando, gritando arengas y muy excitados. El Pato se mantiene adelante y lleva el rumbo en los quinientos metros que nos separan del nuevo edificio. ¡Aquí se encierra el burócrata!, arenga el Pato y señala el edificio altísimo, muy costoso, rojo y amarillo que ha inaugurado el rector hace apenas unos meses.
Irrumpimos en manada, atravesamos el inmenso lobby y subimos las escaleras. Vamos por el piso cinco cuando nos avisan: viene la policía. Gracias por la voz de alerta, camarada, digo y seguimos subiendo. En el piso ocho es una certeza: llegaron los tombos; ya llegaron. Pero nadie se detiene. Los que se iban a rajar ya se rajaron: quedamos unos diez, quizá menos, y vamos embalados hacia el último piso.
Nos recibe, en efecto, una decena de tipos con cascos, bolillos y botas negras. Se arma la grande, la dura. Caigo yo entre los primeros: una bota que patea directo a las costillas y un bolillo que sube y baja, golpea. Casi todos están dominados, reducidos por la policía. Muchos gritan, golpes, sangre que asoma y tiñe.
El Pato forcejea con dos tombos, patea, escupe y lo veo morder a uno. Pero se zafa rápido. Entonces, de un salto, se trepa al ventanal y grita, varias veces grita, grita desde ahí:
— ¡O los sueltan, o me tiro! ¡Los sueltan ya o me tiro, carajo!

Y el Pato nunca amenazó en vano.

27.7.07

Tres relatos

Camaradas

Paco raspa un barrote con tedio: monocorde, resignado. Detrás, en el catre que ambos se turnan, Asdrúbal busca el sueño en silencio. Así ha estado casi desde la noche en que cayeron. En el pequeño calabozo están obligados a respirar ese aroma ocre de orines vencidos. La luz es escasa. Han pasado más de veinte días y aún no saben qué harán con ellos.
A través de la pequeña ventana, bien temprano, se cuela siempre una brisa fresca y salada que viene del mar. Justo abajo, en el gran patio, han fusilado a varios de La Organización.
— Ahí jodieron a Augusto —dice Paco.
Y señala con los labios el muro lastimado por las balas. Después sigue raspando el barrote, como si esa tarea lo aliviara. Asdrúbal, desde el catre, le lanza una mirada de rabia muda antes de girar otra vez sobre el colchón.
A lo largo de todo el corredor, frente a las celdas, viaja un viento frío y callado. Ni un alma.
Paco se niega a creer que sean los únicos allí. Desde los primeros días, cuando les sobraba moral, discutieron sus posibilidades. Entonces Asdrúbal no se había rajado, pero las expectativas de ambos ya estaban divididas. Paco estaba convencido de que los iban a torturar. “Sabemos mucho, compañero” —repetía convencido— “no nos pueden matar”. Asdrúbal siempre se mantuvo escéptico. Se dejó ir. Se entregó completo y no volvió a levantarse nunca más.
Al final de cada día a Paco le gusta asomarse por la única ventana del calabozo: parado de puntas consigue ver la costa. Muy cerca hay un pequeño pueblo de pescadores; hombres que con sus lanchas, iluminadas como luciérnagas, hieren la oscuridad de la playa durante la madrugada. En esas noches quietas les llega clarita la música de las parrandas. “Tambores y ron”, piensa Paco, mientras le brotan fáciles unas lágrimas gordas.
Así se les ha ido el tiempo hasta el día veintinueve (Asdrúbal los va contando con pequeñas ranuras en el borde del catre). Y amanece igual. A eso de las ocho escuchan movimientos al fondo del pasillo. Parece que ruedan muebles, parece que muchas botas aporrean el suelo. “Sea lo que sea, es hoy”, dice Paco.
De pronto, con mucha calma, Asdrúbal por fin se sienta y mira sus zapatos. Por la ventana se les mete un rayo de sol, flaco y sólido como un tubo. Suena una aldaba seca. Y luego una voz sin emoción, como de piedra, que ordena desde la penumbra:
— ¡Tráiganlos!


Fotógrafa en Nueva York

Ella limpia con paciencia el cuerpo de la cámara. Pule y examina. “El ochenta milímetros estará bien”, piensa. Punto rojo con punto rojo: da vuelta a la ballesta. Cinco rollos más de película en el bolsillo del morral: dos color, tres blanco y negro. Camina hasta el balconcito y mira de nuevo por la ventana: parece que se quiere ir la luz. “Qué carajo”, se dice a sí misma y, con un suave ademán, cuelga el equipo en su hombro derecho. Da unos pasos cortos y ya está en la puerta. Sale y cierra. Gira la llave y baja los pisos sin apuro.
Viene subiendo Celine: la cara pálida, la pobre Celine que jadea y tropieza. Se desploma. Al oído le susurra algo: hay que correr. Ella arranca dando tumbos hasta que alcanza la calle. Toma camino hacia el sur, corre hasta una esquina y dobla. Pasa frente a la librería, frente a la tienda de Mark y el pequeño café de Gino. Algunos la ven al trote. Dos cuadras, tres. Luego el callejón: una pequeña multitud ya se empieza a reunir. Ella empuja para abrirse paso.
Y desde el suelo lo ve distinto: desbaratado, apenas con un hilo de sangre que le sale debajo de la corbata. No se atreve a tocarlo, no intenta moverlo: ahora no. Instintivamente dispara; cuatro fotogramas y ella apenas llora.
Justo enfrente, en el MoMA, la ciudad celebra a Robert Capa.


Polaroid de una musa fugaz

Las doce en punto. Pleno mediodía, y yo que agradezco este sol picante que se mete por la ventana. Pulo cualquier texto, en una calistenia que me ayuda a arrancar un enero de limbos. Y es cuando ella se me mete en el encuadre: llega en una camioneta Renault, maneja agresiva, ignora huecos e irregularidades del asfalto. Zum, frenazo, palanca en movimiento, cambio. Se baja una chica desde el puesto del copiloto, da un portazo. Zum, reversa y otro frenazo. Primera, acelerador y, finalmente, estacionada enérgica, casi violenta. Entonces ha quedado la camioneta de costado, paralela a la línea que traza mi ventana: justo frente a mí. Ella baja el vidrio, bella, bellísima. Está a unos veinte metros o menos: puedo verla con detalle. Saca un cigarrillo y se lo lleva a la boca (labios, comisura de labios, dientes, leve rictus de la cara, sostenido, sexy). Busca algo en un bolso, inútilmente. Sopla una brisa débil que le mueve el cabello. Suena un teléfono. Contesta: ¿Quiubo, Marce? ¿Qué más? ¿Cómo vas? Y yo rogando que se quede, que la del portazo no vuelva nunca, que la camioneta no prenda más. Hurga en el bolso de colores, como de fique, seguro a la moda. ¿Dónde estará el bendito encendedor? Marce, cuéntame, ¿qué hicieron al fin el sábado? ¿En casa de Rodrigo? Ah, deli. Con la mano derecha insiste en la búsqueda. Pienso: ¿por qué guardan tantas vainas en sus carteras, si luego no podrán encontrarlas? Basta de críticas, colabora. Y decido actuar, echar mano de mi Zippo, cogerlo y bajar un piso por las escaleras. Llevárselo. Ayudar. Encender su cigarro. Ella sigue al teléfono. ¿Y hasta qué hora fue la rumba, Marce? Uy, ¡del putas! ¿Por qué no me llamaron? Sostengo el encendedor en la mano, firme. Ya camino. Con la mano izquierda la veo recoger un mechón de cabello detrás de la oreja. Vuelve al bolso. Con el hombro derecho, con la cabeza ladeada, con dificultad sostiene el teléfono pegado a la oreja. Así puedo verle el cuello: largo, larguísimo. Los hombros. Pecas. Ya bajo. Ya me voy. Ya llevo el fuego. Sólo espérame. Abro la puerta y no la cierro. Mientras bajo las escaleras pienso: ¿Y si no regreso? ¿Y si me sale bien? ¿Qué tal si damos un paseo? Ah, ¿y la del portazo? Pues que se quede, que se joda. Ya casi estoy abajo. Imagino su cara, imagino labios y mejillas, la boca entera sosteniendo el cigarrillo virgen. ¡Qué carrera! Salgo, siento la brisa y presiento el sol en la cara. Empuño el Zippo —fuerte, seguro— y busco en la calle. Busco, busco. Sigo buscando.
¿Me ahorrarían la pena de confesarles que se ha ido?

11.7.07

Fierros y tiroteos

I
1994. Siete pe eme. Estaciono frente a la puerta del bar “La selva”. Entro y empiezo a andar a través de un túnel angosto y largo, de unos veinte metros. En las paredes, a cada lado, reptan —pintadas en verde y marrón— las ramas de muchos árboles de acuarela. Camino. Al salir me encuentro con un galpón enorme, luz blanca que baja de un techo alto y abierto a los lados, piso de cemento, una tarima al fondo, treinta mesas repletas de cervezas. Suenan vallenatos a todo taco, bailan algunas parejas. Desde ese punto hago un paneo y busco, hasta que encuentro al Doctor Alvarado con sus amigos, presidiendo desde un costado la fila de mesas juntas.
Carajo, estos son los huecos que te encantan ahora: pienso, pero no lo digo.
— Quiubo.
— Quiubo.
Saludo a los que conozco, río de algunos chistes, pido una polar. Trago el primer sorbo prolongado y paladeo durante un rato ese líquido frío. Pero tengo ganas, así que me levanto y busco el baño: la puerta cerrada. Se me une Gabriel —calvo, brioso, moreno: setenta años—, el más fiestero entre esa numerosa banda de despreocupados que frecuenta el Doctor Alvarado.
— Jodaaaa, me estoy meando —dice.
— Está ocupado.
— Uh…
Esperamos un par de minutos hasta que la puerta se abre. Antes de que salgan cuatro, cinco malandritos de entre 15 y 17, nos baña el humo de toda la yerba que se han estado fumando ahí dentro. Gabriel me mira con esa cara suya, siempre divertida. Y entramos.
Pasando el umbral, de frente, hay un inodoro entre paredes, detrás de una puerta de lata. A la derecha están los urinarios, y hacia allá caminamos para descargar. Mientras lo hacemos, de espaldas a la habitación, Gabriel y yo charlamos, bebemos de las botellas que hemos colocado sobre una pequeña repisa embaldosada.
Estamos en eso cuando sale, del inodoro que creíamos vacío, un sexto chorito rezagado. Trae una pistola —vieja, con pelones en el metal, remendada— y la levanta: nos apunta. Gabriel no voltea jamás, pero oye sus balbuceos.
— Epa… epa… ustedes… ¿ustedes están bebiendo aquí?
Maldita indefensión, maldita sorpresa. No sé qué responderle. Veloz, concibiendo y descartando, barajo posibles estrategias para evitar el disparo.
— Sí… hermano… todo bien.
— Todo bien, todo bien —me imita Gabriel, siempre sin verlo, sin enterarse.
El muchacho mueve la pistola hacia los lados, con un desgano natural, como si en esos pases ponderara la duda: ¿los jodo o los dejo ir? La lleva a un lado, al otro; parece darme todo este tiempo para temer. Hasta que vuelve a hablar.
— Ah… ah… todo bien. Bueno, cualquier cosa, ahí estamos nosotros pa lo que salga, ¿oyó?
— Claro… hermano… seguro, seguro.
Entonces baja la pistola. Se la acomoda en la espalda, dentro del pantalón, y da un paso hacia nosotros para extenderme la mano. Yo tengo la derecha ocupada, pero hago un cambio a la izquierda y, ahora con la diestra libre, lo saludo. Nos damos un apretón breve. Después me suelta, le palmea un hombro a Gabriel y se va.
Cuando abre la puerta para salir, mientras veo su espalda que se aleja, el ruido del vallenato se mete e inunda el pequeño espacio del baño. Despertado por ese soplo, ya regresando del pánico, por fin vuelvo a orinar.

II
1996. Salgo del restaurante y camino por la avenida siete. He andado unos veinte metros cuando paso frente a la zapatería de Fabio. Delante de la casita angosta donde funciona el local, un carro azul espera con el motor encendido y el conductor a bordo. Lo miro de paso, me llama la atención. Estoy pensando en eso y avanzo a pocos metros de la zapatería, cuando suenan los tiros: tres, cuatro. Me detengo un instante, luego reacciono y echo a correr, hasta refugiarme detrás de un auto estacionado más adelante.
Desde ahí, agachado, veo abrirse la puerta de la zapatería. Salen dos, un hombre con una escopeta y una mujer que lleva una pistola en cada mano. Alcanzo a ver clarito cómo ella, con cierta torpeza, sostiene las dos armas con la mano izquierda para poder abrir con la derecha la puerta del carro encendido. Luego arrancan, veloces, y pasan junto a mí en la fuga.

***

Fabio, contaban los vecinos más viejos, empezó su pequeño imperio como zapatero remendón. Fue, supongo, uno de esos tipos voluntariosos, artesano puerta a puerta, de los que caminan por los barrios de Maracaibo gritando “zaaapaterooo”. Hay quienes todavía pueden describir su vieja caja de madera, sus herramientas, el delicado esmero con el que trabajaba.
De ese pasado informal, Fabio fue emergiendo hasta convertirse en empresario del calzado. Empezó en una casita estrecha, su primer local, esa que nunca vendió. Ahí estrenó sus máquinas, sus cueros, las suelas y los tacones. Encerrado en ese hoyo angosto, oliendo en cada jornada el vaho maligno de la pega, se dedicó a robustecer el negocio.
Doñas y mandaderos venían a reparar sus zapatos desde los sectores cercanos. De Las Mercedes, de Cecilio Acosta, del entonces distante barrio 18 de Octubre. Impulsado por aquel auge, Fabio expandió su nicho comercial y, abandonando la reparación, empezó a vender. Pronto alquiló nuevos locales, compró casas, artefactos, toneladas de insumos: cuero, cartón, cajas para vender sus modelos. Contrató obreros y vendedores.
Cuando lo conocimos, Fabio era un tipo maduro, cincuentón, con el cabello cano, bajito y siempre muy bien vestido. Lo veíamos a cada rato, cruzando por la esquina del restaurante encaramado en su camioneta verde. A veces paraba, saludaba con cortesía y se tomaba algún jugo de frutas mientras conversaba con Rodolfo. Hablaban de trabajo, de los típicos problemas que le ocupan la vida a los comerciantes.
En sus últimas visitas, Fabio no paraba de quejarse por la inseguridad. Habían asaltado su zapatería en varias ocasiones, y él, obstinado, decidió comprar un arma. Si esos bandidos regresaban, decía, estaba dispuesto a enfrentarlos.

***

Apenas estoy saliendo de mi escondite cuando vuelve a abrirse la puerta del local. Ahora sale Enzo, el hijo mayor de Fabio, que lleva en brazos el cuerpo baleado de su padre. Otro hijo, un par de empleados y algunas mujeres completan la escena. Hay quienes lloran y gritan, se apresuran. Todo el grupo se acomoda dentro del vehículo de Alba, la esposa de Fabio. Y arrancan rumbo al hospital. Han pasado sólo un par de minutos cuando el auto que lleva al herido repite la ruta de los asaltantes.
Regreso al restaurante mientras la calle se empieza a llenar de vecinos. Fénix María no sale; también oyó los disparos y, creyéndome herido, se ha quedado paralizada de miedo dentro del negocio. Después llegará la confirmación desde el hospital, pero ya lo sospecho, lo sé, y se lo digo a ella:
— Mataron a Fabio.

III
2002. Hoy hace exactamente cinco años. Esa noche, después de una larga sesión que había empezado a las nueve de la mañana, un tribunal absuelve a Richard Peñalver, el concejal pistolero. Aún incrédulos ante semejante fallo, los reporteros abandonamos el Palacio de Justicia a las diez de la noche. Sobre la calleja oscura que pasa frente al feo edificio de tribunales, una pequeña multitud vitorea al “héroe” recién liberado. Algunos, viéndonos atravesar, gritan insultos y consignas a favor del concejal. Los ignoramos, caminamos hasta el carro y partimos.
Edgar y Felipe deben escribir esta misma noche, así que los dejamos frente a sus periódicos y seguimos camino. Rodando a más de cien por la desolada Cota Mil, las luces de Caracas titilan allá abajo. Por las ventanas se cuela una brisa fría que nos mantiene despiertos. Las salidas van pasando: Maripérez, La Castellana, Altamira, y luego El Marqués, la que baja justo hacia mi casa.
La torre de trece pisos se levanta sobre la avenida Sanz. Al frente, sobre la vía, un estacionamiento para visitantes recibe algunos carros cada noche. Después de parquear, cuando ya me he bajado, Yari recuerda y me pide unos papeles que están arriba, en el apartamento. Decide dar una vuelta mientras subo a buscarlos. Terminamos de hablar —yo: parado en el corredor que forman su carro y una camioneta; ella: sentada al volante— cuando escuchamos el frenazo de un auto al otro lado de la avenida. No tengo tiempo de mirar.
Tun, tun, tun… cinco disparos suenan a poca distancia. En el brevísimo instante que ha transcurrido desde las detonaciones, me he quedado congelado en el sitio. Así estoy cuando escucho el silbido de las balas pasando a pocos metros sobre mi cabeza. Me tiro al piso y ruedo bajo la camioneta; los proyectiles van estrellándose en las ventanas de los primeros apartamentos, formando un escándalo y el reguero de vidrios rotos que caen al jardín.
Mientras sigo refugiado bajo la camioneta, oímos el ruido del carro cuando escapa. Desde el concreto, en contrapicado, saco la cabeza y empiezo a ver las luces que se encienden en el edificio, las caras de los vecinos que se asoman a curiosear. Y escucho la voz, lejana, de uno que, viéndome tirado, pregunta a gritos desde su balcón:
— ¿Está vivo?

15.6.07

Lo que Truman no dijo

Hace exactamente 38 años y un día, dos ex convictos entraron en una granja de Kansas y mataron a mansalva a una familia entera para robar menos de cien dólares. Seis años después, luego de una increíble investigación, Truman Capote publicó A sangre fría e inauguró un nuevo género narrativo: la novela de no ficción. George Plimpton, director de la prestigiosa revista The Paris Review, entrevistó a las mismas fuentes de Capote treinta años después, e hiló este “relato coral” para The New Yorker, que revela todo aquello que Capote decidió no decir en su libro.

Por George Plimpton
El 15 de noviembre de 1959, dos extraños entraron a una granja solitaria cerca de la pequeña comunidad rural de Holcomb, en Kansas, y asesinaron a su dueño, Herbert Clutter, a su esposa, Bonnie, y a sus dos hijos, Kenyon y Nancy. A mediados de diciembre de ese año, Truman Capote viajó a Kansas para investigar el crimen, enviado por la revista The New Yorker. En principio, planeaba explorar los efectos que habían producido en un pueblo chico y sumamente pacífico esos asesinatos, supuestamente cometidos por nativos del lugar.

Los asesinos resultaron ser dos ex convictos, Dick Hickock y Perry Smith, quienes habían sido mal informados por un compañero de prisión acerca de la cantidad supuestamente inmensa de dinero que Herbert Clutter guardaba en una caja fuerte en su granja. Seis años después, luego de infinitas horas de investigación en Kansas, Capote publicó A sangre fría. El libro se convirtió en un suceso increíble de crítica y de ventas.

A Capote le gustaba decir, y lo decía seguido, que A sangre fría había inaugurado una nueva forma literaria: la “novela de no ficción”. Es decir, un trabajo de investigación y reportaje al que se le aplican las técnicas de la ficción. Algunos de sus pares notaron una aparente contradicción en el término. Entre ellos Norman Mailer, quien dijo que una novela de no ficción sonaba como “dar un remedio para una enfermedad sin nombre” (aunque, años después, no tuvo problemas en intentar el género, con La canción del verdugo, sobre la vida criminal de Gary Gilmore).

Las líneas que siguen aspiran a ser otra forma literaria, conocida como “biografía oral” (otra receta medicinal para una enfermedad que no tiene nombre), en la que una serie de voces conforman una suerte de continuidad coral que va hilando un relato. El relato revela nuevos detalles sobre el inusual estilo de Capote para narrar, sobre su impacto en esa comunidad de Kansas, y sobre su conducta el día en que los asesinos fueron ahorcados, finalmente.

Slim Keith (amiga): Truman me llamó un día y me dijo: “El New Yorker me dio a elegir entre salir por Manhattan con una mucama por horas que nunca conoce a los dueños de casa para los que trabaja, e ir a Kansas a cubrir el asesinato de una familia. ¿Qué hago?”. Yo le contesté que hiciera lo más fácil: ir a Kansas.

Brendan Gill (escritor): Nunca existió la orden de hacer esa nota. Creo que William Shawn (el editor del New Yorker) le dijo a Truman que le interesaba el efecto que producía un crimen en un pueblito del medio oeste reaccionando: una catástrofe sin precedentes para ellos. Eso sí le hubiera gustado a Shawn. Nada de sangre. Hubiese dicho que no, de haber sabido lo que terminaría siendo A sangre fría. Creo que los dos se sorprendieron cuando vieron en lo que terminó la nota.

John Knowles (escritor): Truman se puso desaforadamente detallista durante la cena en Le Pavillion. Dibujó la casa, el lugar en el que encontraron los cuerpos... Hasta entonces los asesinos no habían sido capturados. Yo le dije: “Si te encuentran husmeando por ahí... Quiero decir, ya asesinaron a cuatro personas, ¿crees que corres peligro?” El contestó: “Razonablemente”.

John Barry Ryan (amigo): Truman tenía miedo de ir solo a Holcomb y llevó a su amiga Harper Lee, que era una mujer muy dura. Recuerdo que le preguntó a Harper “¿Conseguirías un permiso para portar armas y llevarías una?”.

Duane West (residente de Holcomb): Era una especie de gnomo, que hacía un deliberado esfuerzo por exhibir su excentricidad. Estábamos en pleno invierno y él andaba con un abrigo enorme y uno de esos sombreros que usaba Jackie Kennedy.

Alvin Dewey (agente federal): La primera vez que lo vi fue en el tribunal de Garden City. Apareció con Harper Lee, me dijo quién era y charlamos un rato. Llevaba puesto un sombrerito, un saco de piel de oveja y una bufanda muy larga y angosta que caía hasta el piso. Nunca había visto un reportero que se vistiera así. Yo nunca había oído hablar de él. Le pedí ver su credencial. El dijo que nunca nadie le había pedido algo así. Pero ofreció mostrarme su pasaporte.

Harold Nye (agente federal): Al Dewey me invitó a conocer a este señor que había venido al pueblo para escribir un libro. Fuimos a su cuarto en el hotel después de la cena. Y ahí estaba, en una especie de bata de seda rosa, caminando por todo el cuarto con las manos en la cintura y contándonos a todos que iba a escribir un libro que haría historia. No fue una buena impresión. Y esa impresión nunca cambió. Voy a contar una cosa que dará una idea de por qué. Mi mujer es una mujer muy estricta y religiosa. Una vez en Kansas City, Truman nos preguntó si queríamos salir esa noche. Nos llevó a la calle principal y pagó cien dólares para entrar en un bar de lesbianas. Había cincuenta parejas de mujeres comiendo, bailando, haciendo sus cosas. Mi esposa se quería ir pero no se atrevía a decirle nada a Truman. De ahí nos llevó a un bar de hombres. Nos sentamos y pedimos unos tragos, y no pasan tres minutos que algunos de estos tipos se acercan a nuestra mesa y empiezan a hablarle, a tocarlo, a juguetear con sus orejas, justo enfrente de mi esposa. Truman sabía qué clase de mujer era mi esposa. ¿Pero cómo se le dice a un hombre tan famoso como Truman Capote que no te gusta lo que está haciendo?

Alvin Dewey (agente federal): Nunca traté a Truman de una manera diferente a como traté al resto de la prensa. Lo que pasa es que él seguía volviendo, y naturalmente nos fuimos conociendo más. Pero no gozaba de favoritismo o información adicional, definitivamente no. Salió solo y lo hizo solo. Conseguía información que nadie tenía, ni siquiera nosotros. Por supuesto, también cuando compró las desgrabaciones de todo el proceso judicial, y si tenías eso, tenías toda la historia.

Marie Dewey (esposa de Alvin Dewey): Ni Harper ni Truman tomaban notas mientras entrevistaban a la gente. Pero después iban a sus cuartos, escribían todo de memoria y chequeaban uno con el otro.

Harrison Smith (abogado defensor): Los grabadores no eran muy comunes en aquellos días. Cuando pienso en eso, me pregunto cómo se puede tener una conversación como la que estamos teniendo ahora durante una hora y después sentarse y escribirla. Truman me contó que, cuando era chico, agarraba la guía telefónica de Nueva York y memorizaba una página. Después, hacía que alguien le preguntara “En la línea tal, ¿cuál es el nombre y cuál es el número de teléfono?”.

Harold Nye (abogado defensor): Tuve problemas con Truman cuando me mandó las pruebas de galera de su libro. Donde hablaba de mi viaje a Las Vegas, cuando fui allá a buscar pruebas, lo que contaba era incorrecto, y yo me ofendí y me negué a aprobarlas. Fue algo insignificante, excepto que yo tenía la impresión de que el libro iba a ser fáctico, y no lo era: era un libro de ficción.

Marie Dewey: Perry Smith le cayó bien de entrada. Hickock no le gustaba.

Alvin Dewey: Hickock te impresionaba como un individuo que quería hacerse notar. Smith era más... no sé cómo decirlo. Mortífero. Te mataba no bien te miraba. Truman se veía a sí mismo en Perry Smith. Sus infancias eran más o menos iguales. Ambos venían de padres separados. Tenían más o menos la misma altura, y la misma contextura física.

Marie Dewey: Truman nos dijo que en la vida uno sigue un sendero, y de repente el camino se bifurca, y uno toma por la derecha o toma por la izquierda. Sentía que él había tomado por la derecha y Perry por la izquierda.

Joe Fox (editor de Capote): Lo adoraba. Perry era una suerte de doppelgänger: un doble de él.

Harrison Smith: No creo que Truman haya tenido que hacer mucho esfuerzo para ganarse la confianza de Perry y de Hickock. Uno puede imaginárselos sentados en esa celda diminuta en la que apenas entra el sol por una ventanita. Y todas esas revistas, cigarrillos y golosinas que Truman les enviaba. Yo también tendría buenos sentimientos con alguien que me manda cosas así en una situación como ésa.

Charles McAtee (director de los institutos penales de Kansas): Perry era, a su manera, buen mozo. Hickock tenía la cara desfigurada por un accidente de auto: un ojo miraba siempre en otra dirección.

Alvin Dewey: Truman y yo no nos poníamos de acuerdo en un punto: si Perry había cometido los cuatro asesinatos. Truman creía que sí, yo suponía que Perry había cometido dos y Hickock otros dos. En su primera declaración, Perry admitió que había matado al señor Clutter y a su hijo Kenyon, y que después le pasó el arma a Hickock y le dijo: “Ya hice todo lo que pude, encárgate de los otros dos”. Pero cuando la declaración estaba siendo tipeada, mandó a decir que la quería cambiar. Cuando le pregunté por qué, contestó: “Estuve hablando con Hickock y no quiere que su mamá piense que él cometió dos de esos asesinatos. Yo no tengo parientes, así que por qué no lo hacemos de esta manera”. Pero Truman sentía que Smith realmente había matado a los cuatro. No creía que Hickock tuviera los cojones.

Harrison Smith: Truman era demasiado astuto como para prometerles: “Voy a sacarlos de ésta”. Lo que podía hacer era darles coraje, y decirles que quizá los tribunales superiores revirtieran el veredicto. Lo que en realidad estaba haciendo era exprimir sus cerebros: qué hicieron después de cometer los asesinatos y huir, qué sintieron cuando los atraparon. Pero creo que, con el tiempo, llegó a sentir verdadera simpatía por ellos y odió que los liquidaran. En cuanto al libro, no había ninguna diferencia en que los ahorcaran o les dieran cadena perpetua: sólo necesitaba saber cuál sería el último acto. Al menos eso es lo que siempre decía.

Kathleen Tynan (escritora y viuda del crítico Kenneth Tynan): En la primavera del '65 Ken conoció a Truman en una fiesta. Se acababa de anunciar que los tipos iban a ser ahorcados y, según Ken, Truman saltaba de alegría: “¡Estoy fuera de mí! ¡Fuera de mí de felicidad!”. Ken quedó muy impresionado. Cuando se publicó el libro en Inglaterra, Truman estaba en el Claridge's. Creo que sospechaba o había oído que Ken iba a hacer la crítica de A sangre fría para el Observer, y vino a visitarnos. Parecía un banquero, un pequeño banquero. Fue una reunión bastante tensa. Truman se dio cuenta de que estaba en problemas. En su reseña Ken sugería que, a pesar de lo que afirmaba Truman, el libro hubiera sido muy difícil de publicar si no los hubiesen ahorcado. Ken escribió: “Por primera vez un escritor de primera, con influencia, ha tenido una posición de intimidad privilegiada con criminales a punto de morir y, en mi opinión, hizo menos de lo que podría haber hecho para salvarlos”. Truman acusó públicamente a Ken de tener “la moral de un mandril y las agallas de una mariposa”.

George Plimpton: Truman estaba furioso con Tynan. No podía olvidarse de lo que había dicho. Me acuerdo de estar comiendo con él en un restaurante italiano del East Side, al que le encantaba ir porque supuestamente pertenecía a alguien de la Mafia. Me contó que el mozo era un asesino a sueldo que ya había matado a más de una docena de personas. De repente empezó a describirme una fantasía maquiavélica sobre Tynan. Empezaba con el secuestro: lo llevaban con los ojos vendados y atado a una clínica paradisíaca en algún lugar fuera del país. Puso especial cuidado en los detalles: lo bondadosas que eran las enfermeras, lo excelente que era la comida. Después, su voz se puso filosa: Tynan sería llevado al quirófano y... la idea era que le fueran extirpando órgano tras órgano, con posoperatorios absolutamente exquisitos y meticulosos, para que se fuera acostumbrando a la ausencia de cada cosa que le extraían. Hasta que finalmente, después de meses de cirugía y recuperación, todo había sido extirpado excepto un ojo y los genitales. Entonces Truman apoyó la espalda en la silla y reveló el desenlace: “Lo que hacen después es llevar hasta su habitación un proyector de películas y una pantalla ¡y le pasan películas pornográficas, de las más fuertes, todo el tiempo, sin parar!”.

John Knowles: La ejecución de Smith y Hickock fue una experiencia terriblemente traumática para Truman. Pero no creo que fuese eso lo que lo quebró, sino el éxito abrumador de A sangre fría. Creo que perdió el control de sí mismo después de eso. Había sido tremendamente disciplinado hasta entonces, uno de los escritores más disciplinados que jamás conocí.

Charles McAtee: Era esa clase de noche lluviosa de película. Un perro ladraba a lo lejos. Dick y Perry fueron llevados en auto desde el edificio de la prisión a un galpón trasero de la cárcel. Las horcas estaban adentro. Cuando la pena capital fue abolida en Kansas, fueron desarmadas y entregadas a la Sociedad Histórica del Estado, que todavía las conserva. Truman había dicho que no podía terminar el libro si no presenciaba la ejecución: tenía que sentirla personalmente. Los condenados podían elegir tres testigos. Tanto Hickock como Smith lo eligieron: él les había dado una parte de las ganancias del libro para que ellos pagaran a los abogados que apelaban sus sentencias. Truman llegó al Hotel Muehlebach a eso de las dos de la tarde y me dijo: “Chuck, no puedo hacerlo”. Le pregunté qué quería decir: “¿Eso significa que no vas a presenciar la ejecución?”. Truman dijo que estaría en la ejecución, pero que no tenía fuerzas para verlos antes ni hablar con ellos.

Joe Fox: Truman me pidió que lo acompañara a Kansas. Realmente necesitaba ayuda para poder tolerar las ejecuciones. Paramos en una suite del Muehlebach. Apenas llegamos, empezaron las llamadas telefónicas de Perry y Hickock. Mi trabajo era filtrar todas las llamadas, incluso las de ellos. Siempre era el asistente del alcalde de la prisión el que hablaba: “Tengo a Perry y a Dick en mi oficina. Quieren hablar con Truman”. Truman lloraba, no me dejaba salir de la habitación. Alrededor de las nueve de la noche salimos hacia la prisión. Alvin Dewey dice que fuimos en dos autos. Yo sólo recuerdo que íbamos con tres de los agentes federales que habían resuelto el caso. Llovía muy fuerte. Cuando llegamos, Truman y los federales entraron a ver a Perry y a Hickock y yo me quedé en la sala de espera. De repente, después de veinte minutos, se abrió una puerta y Truman me hizo señas de que entrara urgente. Me presentó a Perry y a Hickock, que estaban esposados. El asistente del director de la prisión cayó sobre mí antes de que atinara a decir nada. Nunca voy a olvidar a ese tipo. Medía cerca de dos metros y pesaba cincuenta kilos. Decían que estaba muriendo de cáncer, pero que quería seguir el caso hasta el final. Estaba hecho una furia. Fue simplemente horrendo. En cuestión de minutos todos partieron rumbo al galpón. Hubo un intervalo de una hora entre el ahorcamiento de Hickock y el de Perry. Cuando Truman reapareció eran alrededor de las dos de la mañana.

Charles McAtee: El director de la prisión pensaba que los tipos iban a la horca sin mostrar absolutamente ningún remordimiento, y que eran animales. Yo no estaba de acuerdo con eso. Esas dos personas que ejecutamos no eran las mismas personas que cometieron el crimen. Sigo creyendo en la pena de muerte. Sólo estoy diciendo que esas dos personas habían aprendido bastante de ellos mismos en los cinco años que pasaron esperando el cumplimiento de la sentencia. Dejamos que se despidieran uno del otro antes de llevarnos a Hickock. El director, el médico y yo fuimos en otro auto. Era pavoroso; nunca voy a olvidarlo. En total, éramos como veinte personas. Sin sillas. Todos estábamos parados. No como hoy en día, con la silla eléctrica o las inyecciones letales, y esa platea para las visitas y los testigos. Esto era realmente un galpón; ni siquiera tenía piso de concreto, sino de tierra. Entraron a los dos hombres por separado, después de su primer viaje en auto en cinco años. Hickock fue el primero. No me acuerdo cómo se decidió eso. Tiraron una moneda, o quizá fue por orden alfabético. El director de la prisión leyó la sentencia de muerte que determinaba que el 14 de abril después de la medianoche debían ser colgados por el cuello hasta que murieran. Por supuesto, no estaban encapuchados todavía. El alcalde preguntó si querían decir sus últimas palabras.

Alvin Dewey: Hickock dijo algo así como que iría “a un lugar mejor” y que esperaba que la gente lo perdonara. Le pusieron la capucha, y después el lazo corredizo alrededor de su cuello. Estaba parado en una plataforma pequeña que se liberaba por una palanca. Había visto a un montón de gente morir en mi vida, pero nunca así. No sabía cómo me iba a sentir al respecto. Así que me apoyé en una pila de madera que había a un costado, por si necesitaba apoyo. Truman estaba a mi lado. El capellán leyó el padrenuestro y el verdugo tiró de la palanca.

James Post (capellán de la prisión): Subimos los escalones juntos, Perry y yo. Estaba masticando chicle. Arriba, en el patíbulo, dejó de mascar y miró alrededor como con culpa... me miró fijo, como si yo fuera su padre, y yo me acerqué para que pudiera escupir el chicle en mi mano.

Alvin Dewey: En A sangre fría Truman dice que yo cerré los ojos, cosa que no es cierta. No lo hice. Había visto esto desde el principio y lo iba a ver hasta el final. Después de ver cómo había quedado la más pequeña de los Clutter, podría haber tirado de la palanca yo mismo.

Charles McAtee: Cuando cae el piso de la plataforma hay un clang estridente y el cuerpo cae como un peso muerto. Están como empaquetados por un arnés de cuero, que es como un chaleco de fuerza, que los mantiene rígidos como una tabla. Suben los escalones encadenados. Los grilletes son lo suficientemente flojos como para que puedan subir, por supuesto. Después se los sacan de las piernas y les atan los tobillos. El arnés mantiene la columna rígida y las manos a los costados, pegadas a los muslos. Cuando el cuerpo cae no se balancea. Apenas rebota un poco, la cabeza inclinada hacia un costado. Cae y eso es todo. El cuello ya está roto. Creo que la horca es uno de los métodos de ejecución más humanos, si está bien hecho. La fuerza de la cuerda y el largo tienen que estar determinados de antemano, según el peso del individuo. Teníamos un capitán que había participado en las ejecuciones de los criminales de guerra nazis después de los juicios de Nuremberg. El hizo los cálculos matemáticos. No recuerdo que nadie dijera nada hasta el momento en que llegó la ambulancia y los descolgaron.

James Post: Perry y Dick fueron enterrados en las parcelas de los prisioneros. Estas parcelas estaban originalmente dentro del perímetro de la prisión, y los visitantes (si es que había alguno) tenían que pasar junto al chiquero de la granja del penal para llegar. Ahora están en un cementerio a cuatro millas de la prisión, en Leavenworth. Tienen sus lápidas... creo que las pagó el mismo Truman. Pero nadie vino al funeral, cuando se los trasladó. Pocos años después recibí una llamada de la ex mujer de Dick Hickock. Me dijo que su hijo estaba leyendo A sangre fría, como en tantos colegios secundarios, y el chico había sumado dos más dos. A pesar de que su madre se había vuelto a casar y él llevaba el apellido de su padrastro, de repente entendió con toda claridad que Dick Hickock era su padre. Tiró el libro al suelo y salió corriendo a la oficina del director, y se derrumbó ahí. Su madre me dijo: “Rick descubrió quién fue realmente su padre. Tenemos miedo de lo que pueda hacer”. Así que f ui hasta allá para contarle al chico cómo había conocido a su padre. No minimicé el hecho horrible que había cometido. Pero sí le dije que su padre no era el demonio sexual en el que Capote había querido convertirlo, cuando dice que trató de violar a la pequeña Clutter antes de matarla. Le dije que había varias mentiras en el libro, cosas que no sucedieron, que Capote puso allí para mejorar la historia. El chico solamente dijo: “¿Me llevaría a conocer la tumba de papá?”. Fuimos en mi auto desde su casa hasta el cementerio. Lo conduje hasta el sector de las parcelas de prisioneros. Las dos tumbas estaban juntas. Mientras nos acercábamos noté algo realmente extraño: las lápidas no estaban. Alguien se las había robado.

Joe Fox: En el vuelo de vuelta a Nueva York, después de las ejecuciones, Truman me agarró la mano y lloró casi todo el viaje. Me acuerdo que pensé cuán extraño debíamos parecer a los demás pasajeros: dos hombres grandes de la mano, uno de ellos sollozando. No pude leer ni nada, con Truman agarrado de mi mano. Sólo miré para adelante durante todo el viaje.

Suplemento Radar, Página/12, domingo 9 de noviembre de 1997.

11.5.07

Mucho más que perfiles

Michael Apted es un cineasta conocido. Hizo Gorilas en la niebla, Nell, Gorky Park, El mundo nunca es suficiente. Y algunas más. Desde 1964 Apted ha estado trabajando en un proyecto ambicioso, una obra larga conocida como The Up Series. En aquel año, el cineasta británico escogió catorce niños y niñas de distintas escuelas inglesas. Todos tenían siete años de edad, y reunían en sí mismos las diferencias de clase de la Gran Bretaña de entonces. Con ellos, Apted se propuso demostrar el impacto decisivo que la educación y las oportunidades tienen en el futuro de los hombres.

Desde 1964, siempre cada siete años, el director ha estado siguiendo a sus "actores" de forma permanente. Cada septenio los busca, pasa días y semanas con ellos, les hace entrevistas de profundidad sobre el amor, el trabajo, los hijos, los padres, el fracaso y el éxito. Es una especie de Truman Show, pero de verdad, múltiple y con las tuercas bien apretadas. Hay varios documentales: 7 up, 14 up, 21 up... y así.

Desde fines de 2005 se está transmitiendo el más reciente: 49 up. En cada entrega los espectadores vamos viendo el crecimiento de los sujetos, las correspondencias entre sus posiciones a través del tiempo, sus desencantos, los paralelismos y las divergencias de sus vidas. Entre 2011 y 2012, Apted planea lanzar la nueva serie, 56 up, y allí asistiremos, otra vez, al desarrollo voyeur de esta camada.
Hay que verlo. Con estos documentales Michael Apted está retratando como casi nadie esa cosa inasible, muy rara y sugestiva que es la naturaleza humana.

3.5.07

Matt Harding baila por millas

Hay gente con propósitos. Están los que construyen, los que cantan, los que corren, los obsesos que acumulan fortunas. Están los que roban, los que asesinan en masa o aquellos que, durante años, van trabando alianzas y traiciones en la endemoniada búsqueda del poder. Se trata, por donde se mire, de una obra lenta, de un trabajo sostenido. Hay algunos privilegiados que disfrutan la ruta. Una raza de viajeros que, sin preocuparse demasiado por la llegada, van acumulando postales durante el recorrido.

Entre estos últimos está Matt Harding, un gringo de treinta años que, después de pasar un buen rato diseñando y jugando videojuegos, renunció a su empleo en Australia y, con el dinero ahorrado, empezó a viajar. Es un salto, un paso valeroso y placentero, irresponsable si se mide, que legiones de inconformes han dado antes. Por eso Matt, que parece ser un tipo original, decidió meterle una variante a su cruzada: entonces empezó a bailar.

30.4.07

Chavo reloaded

A mí, lo confieso, nunca me gustó El Chavo. Ni siquiera de niño. Después de tantos años ya no recuerdo las razones (una: me parecía medio tonto), pero quizá haya algo de rechazo a la historia del perdedor, la manida apología de los de abajo: me aburre y me deprime ese relato del eterno fracaso. Además, para la gente de mi generación El Chavo siempre fue viejo, la imagen gastada en la pantalla ha sido parte esencial de su marca resistente. Así de poderoso es el fenómeno: no necesita renovarse; es más: no debe renovarse. Estoy seguro de que si lo hace, desaparece.

Pero hay que admitirlo: El Chavo no se va a morir jamás. Para entenderlo basta con saber que la serie se transmite aún en todos los países de América Latina. Y existe un dato más evidente, una escena con potencia, de ayer nomás.

Al final de la tarde de este domingo, Roberto Gómez Bolaños -ese señor cuya vida ha sido grata por obra del huérfano mexicano- llegó a la Feria del Libro de Bogotá para presentar sus memorias. El complejo ferial recibió -cifra récord- 35 mil visitantes en pocas horas; filas larguísimas se hicieron con las personas que aspiraban a ver al pequeño genio. Chespirito necesitó el respaldo de la policía (una caravana), y habló en el auditorio siempre acompañado de una cadena de gendarmes con bolillos.

Y hubo más protección. Florinda, su mujer desde hace treinta años, ejerció su oficio de agente-traductora-mánager-compañera, y no hubo nada que se escapara de la atención de la doña sin rulos. Florinda completó las respuestas de su marido, maquilló sus defectos, asumió el control logístico del evento y organizó a los cientos de lectores que, buscando firmas para sus ejemplares, ya amenazaban con salirse de madre. El salón aguanta ochocientas personas, y muchas más se quedaron afuera.

Así, como el Papa, como los Stones, como Bono o Mandela, Roberto Gómez Bolaños arreó a las masas para confirmar -sin querer queriendo- lo que ya es obvio: que entre el team de las leyendas latinoamericanas (El Che, Pedro Infante, Maradona), El Chavo es, de lejos, el inmortalísimo zaguero del equipo. Y lo consiguió, claro, por supuesto, explotando con habilidad llorona (pipipipipi) ese síndrome tan, tan nuestro: el del malquerido.