Todos los días, en las mañanas de este edificio, se produce un diálogo contradictorio. Se escuchan voces y quejidos que salen de ventanas diversas, de vidas diferentes. Se oyen parlamentos que hablan, mientras sigo en la cama, de porvenires opuestos.
Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.
Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.
El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.
A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.
Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte.
Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.
Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.
El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.
A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.
Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte.