11.8.08

Careo

Todos los días, en las mañanas de este edificio, se produce un diálogo contradictorio. Se escuchan voces y quejidos que salen de ventanas diversas, de vidas diferentes. Se oyen parlamentos que hablan, mientras sigo en la cama, de porvenires opuestos.
Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.
Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.
El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.
A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.
Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte.

9.8.08

Mirón

Allí, en el edificio de enfrente, el tipo en ropa deportiva abre los candados y las puertas del pequeño local. Sigue agachado cuando aparecen, tomadas de la mano, dos chicas —flacas, las nalguitas apretadas, las tetas muy llenas— que corren para escapar de la lluvia. Ambas, siempre juntas, cruzan el breve jardín y entran al edificio.
Durante los diez o doce segundos que dura la escena, el tipo no deja de mirarlas, distraído, interrumpiendo su tarea y sosteniendo el manojo de llaves en la mano caída.
Las chicas desaparecen por un corredor lateral.
Y el sujeto, ese pobre atleta deslumbrado, parece meditar durante un instante, parece decidirse: necesita prolongar el espectáculo. Se levanta. Camina sigiloso, casi en puntillas hasta la esquina de la pared. Allí se inclina, asoma la cabeza con cuidado, se demora estudiando los dos culitos que se alejan.
Y sólo entonces, con una sonrisa y meneando la cabeza, da media vuelta y regresa al local.