25.6.08

Retirada

Agachados tras enormes bultos de amarras, Cirilo y Antoine, piratas aprendices, se comunican con miradas y meneos de cabeza, siempre en silencio, evitando ser descubiertos por la tripulación. Ubicados muy cerca de la punta de proa, agitados por el violento vaivén de la marea, ambos se aferran a las cuerdas tratando de no rodar como barriles sobre la cubierta. A pocos metros, armados y revisando toda el área con cautela, doce hombres los persiguen con lamparazos de linternas amarillas.
Es noche de luna nueva, la oscuridad domina el océano, y el barco, que surca las aguas repleto de mercancía, altera esa penumbra con su exagerado despliegue de luces, de antenas y dispositivos de navegación.
Cirilo y Antoine no hablan ahora pero los dos, temerosos y acorralados, repasan mentalmente la operación con el objetivo de encontrar, en ese apresurado abordaje, el momento del error. Recuerdan las horas ociosas que pasaron en las lanchas, mirando el horizonte y esperando a que la sombra del barco se dibujara en aquella línea distante. Escuchan con claridad, porque ocurrió hace apenas unos minutos, los silbidos de sus cómplices entre las dos lanchas separadas. Luego la prisa con que tensaron la larga cadena que las unía y los nervios, la expectación que los abrumaba cuando, tomando sus posiciones, vieron cómo pasaba el enorme buque entre los botes y enseguida, arrastrándolos, quedaban adosados a ese altísimo casco de metal.
Lo demás fue un vértigo atropellado: el fragor de los motores, las cuerdas para subir, los gritos confundidos de sus compañeros mientras se regaban por la cubierta. Después los disparos y el enfrentamiento donde cayeron casi todos los piratas, eficazmente repelidos por una tropa inesperada de marineros con pistolas automáticas.
Entonces ellos, Cirilo y Antoine —los únicos que no iban armados, los que debían esperar cerca de las lanchas para ayudar en una posible retirada—, paralizados a babor y estribor, sin entender qué diablos pasaba y como siguiendo un ensayo previo, huyeron durante la refriega cada uno por su costado, rumbo a proa, donde ahora se esconden mientras los tripulantes cruzan instrucciones en una lengua desconocida. Ambos sudan como caballos, respiran aceleradamente y discuten entre señas, sin decir una palabra. Cirilo quiere rendirse, entregarse. Antoine sabe que los fusilarían y por eso le clava la mirada, gesticula de forma perentoria, aprieta con rabia las mandíbulas para persuadirlo y venderle la única salida posible. Hasta que lo convence.
Los dos meditan durante unos segundos, como calculando y previendo la acción. Luego, coordinados en una maniobra fácil, emprenden el escape y saltan juntos por la borda. Los alumbra un reflector antes de caer y todavía, cuando lo cuentan, recuerdan con claridad sus largas sombras proyectadas sobre las olas.

14.6.08

Escena en busca de título

Hoy, como cada día durante su breve visita, el atildado joven Raúl conduce a la criada hasta la calle. Lo hace caminando solo, siempre adelante, recorriendo el amplio jardín mientras ella lo sigue.
A las cinco de la tarde, bajo una garúa que les moja a ambos el cabello, Raúl alcanza el portón, gira la llave, abre el candado. Y justo antes de salir a la vereda, la anciana lo toma del brazo y le pregunta en el umbral:
— ¿Cuándo te vas?
— Todavía no —responde él.
— Qué bueno —dice ella y sonríe. Has resultado una grata compañía.
En el brevísimo instante en que se produce el diálogo, asaltado por la sorpresa, todavía incrédulo, él la mira a los ojos y descubre en ellos, en ese azul apagado, el chisporroteo eléctrico del romance.

5.6.08

Robin no encuentra a quien amar

Batman se ha casado para contener los rumores. Batichica, celosa, ha puesto a rodar versiones exageradas sobre lo que dice haber visto en la baticueva. Ahora todos los tabloides y las revistas de Ciudad Gótica llenan sus páginas con las especulaciones malsanas de los cronistas de farándula.
Ajeno al chisme y al escándalo, encerrado en la cochera, Robin intenta un escape sacando brillo a sus motocicletas. Examinando su baticinturón y verificando mil veces el buen estado de los dispositivos. Luego extiende las cuerdas, lanza el bumerang, limpia con ternura el delicado cuero verde de sus botines abufonados.
Pero ninguna labor consigue distraerlo. El joven maravilla todavía piensa en la pareja disuelta; su corazón gotea nostalgia por el dúo dinámico.
Robin suspira y echa una mirada de rencor a ese par de muslos desnudos, ya flácidos bajo la tanga satinada. Después enciende un cigarrillo y les regala un bostezo de tedio afectivo a todos los Flash, los Linterna Verde, los Acuamán y tantos travestidos de polvos breves que jamás, está seguro, podrán llenar las grandes botas de su murciélago favorito.