18.10.08

Prevenidos

— ¿Cómo va ese asunto de los fusiles, capitán?
— Siete cargamentos en camino, mi comandante. Cien mil fusiles en cada uno.
— ¿Y para cuándo los tenemos?
— Máximo en tres semanas, mi comandante en jefe.
— Bien, muy bien.
— Para servirle a usted y al proceso, valeroso comandante.
— Hábleme de los submarinos, capitán.
— Catorce acorazados de última generación, temerario comandante.
— ¿Cuándo llegan?
— Navegan bajo las aguas del Mar Caspio, ilustrísimo comandante.
— No responde a mi pregunta, capitán.
— Llegarán en dos semanas, cuatro días y diecinueve horas, comandante y líder.
— Formidable.
— Orgulloso de colaborar en nuestra defensa, noble comandante en jefe.
— Entonces estamos preparados, capitán.
— Prevenidos y dispuestos a la lucha, comandante indomable.
— Que se atreva ahora el imperio…
— Sólo tiene que dar la orden, comandante invencible.
— ¡Los aplastaremos!
— ¡Como cucarachas, implacable comandante!
— ¡Como alimañas!
— ¡Como alimañas, resuelto comandante y guía iluminado!
— Lo haremos, capitán, lo haremos.
— Formados y firmes en la vanguardia, comandante y timonel.
— Así mismo, capitán. Ahora puede descansar.
— No hace falta, generoso comandante. Mejor seguir alerta.
— Mejor, mejor.
— Permiso para preguntar, mi sabio comandante.
— Concedido, capitán.
— Disculpe, compasivo comandante, pero hay algo que todavía no entiende la tropa.
— ¿Qué será, capitán?
— Me lo preguntan algunos, sacrificado comandante. Usté sabe cómo pueden ser los soldados.
— Hable de una vez.
— Son sólo dudas, querido comandante.
— ¡Diga pues!
— Si no hubo tiros, comandante; si no llegamos al combate, dispense usté, ¿cómo fue que nos rendimos hace dos años?
— …
— Cosas de la tropa, probado comandante y paladín. Cosas sin importancia.
— Ahora estoy muy ocupado con la gran guerra, sar-gen-to. ¡Media vuelta y cierre al salir!
— ¡Sí señor!

12.10.08

Chapman

Todavía no lo hace. Está a punto de hacerlo, pero todavía no. Aún puede ver de reojo la agitación de la calle, puede percibir su atmósfera, el trajín de los automóviles y la premura ensimismada de los paseantes. Aún camina, da los últimos pasos con resolución, se acerca, sigue a la pareja que se mueve con prisa. Pero todavía le quedan unos pocos segundos, instantes brevísimos, ese lapso inaprensible en el que podría, si quisiera, abortar la misión y dejar sin efecto un futuro posible. Cambiar de idea en el último momento y conservar intacta la rutina de esta escena.
Es un poder tremendo que lo deslumbra y lo seduce: la fragilidad con la que actúa el libre albedrío, la variación mínima que separa realidades abiertamente opuestas. En eso piensa ahora, cuando no puede estar más cerca y tiene, todavía, un chance para arrepentirse. Cuando pone el cañón encima de Lennon y dispara.

4.10.08

Extraña escena de amor

Miro la calle desde el balcón. Y de pronto, en esta mañana quieta, un griterío rompe la calma entre los paseantes. “¡Agárrenlo, agárrenlo!”, escucho. “¡Párenlo, párenlo!”, ruega alguien con premura. Un flaco avanza a toda velocidad, desesperado, esquivando a hombres que quieren detenerlo con zancadillas y ataques nerviosos. Intentan atraparlo, pero el flaco se escabulle. Y sigue.
Surgen espontáneos desde los edificios. Pronto se organiza un escuadrón que logra la captura frente a un restaurante. El agitado corredor evalúa a la tropa, calcula, hace amagos mientras busca una salida. Pero alguien lo sorprende con un golpe por la espalda. Y el tipo cae.
Entonces aparece una mujer, quizá la novia del flaco, que contiene a la pandilla y evita el linchamiento en el último segundo. Ella recoge al perseguido, lo abraza, lo besa y revisa sus heridas.
La turba se dispersa entre bufidos de decepción. “¡Hay que darle a ella, hay que darle a ella!”, grita una gorda cuando se aleja.

11.8.08

Careo

Todos los días, en las mañanas de este edificio, se produce un diálogo contradictorio. Se escuchan voces y quejidos que salen de ventanas diversas, de vidas diferentes. Se oyen parlamentos que hablan, mientras sigo en la cama, de porvenires opuestos.
Los registros varían. Y entre ese coro polifónico, cual acordes acentuados, destacan los sonidos de dos habitantes anónimos.
Uno de ellos entona desde su baño, quizá mientras se afeita, canciones profundas y melodiosas que parecen venir de lejos, de una cueva difícil, de su diafragma entrenado. El hombre es un tenor —la voz elegante, el vibrato vigoroso— que canta himnos a la nostalgia: una suerte de heraldo matutino, un mensajero que trae noticias tristes desde quién sabe dónde.
El otro, también madrugador, parece ser un enfermo terminal, un desahuciado. Regularmente se le escucha toser, vomitar, soltar arcadas y gemidos y carraspeos tortuosos cuando se agacha, estoy seguro, en algún rincón junto al excusado.
A veces imagino que el tenor dedica sus canciones al vecino afligido. Pienso, tal vez con afán reparador, que sus serenatas huérfanas tienen ese destinatario infeliz. O al revés: que la desgracia del paciente inspira el abatimiento de las melodías.
Luego descarto mis conjeturas y admito, resignado, que de estos contrapesos están llenas nuestras horas. Que así es la cosa. Y me dedico, igual que cada mañana, a escuchar ese careo definitivo, ese pulso que libran con denuedo la belleza y el horror. La vida y la muerte.

9.8.08

Mirón

Allí, en el edificio de enfrente, el tipo en ropa deportiva abre los candados y las puertas del pequeño local. Sigue agachado cuando aparecen, tomadas de la mano, dos chicas —flacas, las nalguitas apretadas, las tetas muy llenas— que corren para escapar de la lluvia. Ambas, siempre juntas, cruzan el breve jardín y entran al edificio.
Durante los diez o doce segundos que dura la escena, el tipo no deja de mirarlas, distraído, interrumpiendo su tarea y sosteniendo el manojo de llaves en la mano caída.
Las chicas desaparecen por un corredor lateral.
Y el sujeto, ese pobre atleta deslumbrado, parece meditar durante un instante, parece decidirse: necesita prolongar el espectáculo. Se levanta. Camina sigiloso, casi en puntillas hasta la esquina de la pared. Allí se inclina, asoma la cabeza con cuidado, se demora estudiando los dos culitos que se alejan.
Y sólo entonces, con una sonrisa y meneando la cabeza, da media vuelta y regresa al local.

22.7.08

Sobre la escena en busca de título (o Los motivos de Celia)

Antes, cuando se afanaba realizando sus labores en la enorme residencia solitaria, Celia, la criada, se complacía llenando esas horas con algunas estrategias de distracción. Le gustaba encender el radio y sintonizar siempre la misma emisora, llenando la sala y las alcobas con las mismas melodías y los repetitivos cotilleos de los comentaristas. Se sabía de memoria, y se divertía imitándolas, aquellas cuñas populacheras que escuchaba en las estaciones de amplitud modulada. Celia, quizá esté demás revelarlo, también hablaba sola.
Ahora, con la llegada del joven Raúl, las rutinas de la criada han comenzado a sufrir cambios progresivos. Y algunas incluso han cesado.
El hijo de los patrones se ha metido a la cocina para preparar él mismo sus platos sofisticados. Celia, de muy buen ánimo, lo asiste en las tareas menores: le alcanza los utensilios, le lava los vegetales, enciende el horno para calentarlo. Poco a poco han empezado a cruzar diálogos breves, a comparar recetas y trucos útiles. Con el tiempo, además, se han vuelto naturales los chistes, y juntos han empezado a forjar una suerte de camaradería que ahora, lejos todavía del cariño, puede compararse con alguna tímida variante de la amistad.
Este giro inesperado, esta alegría candorosa que a Celia le resulta tan excitante, podría explicar el atrevido gesto de ayer, ese arrebato, cuando ella —en plena tarde lluviosa, en la puerta de la residencia— elogió la presencia y la compañía del atildado Raúl. Cuando olvidó todos sus escrúpulos y se atrevió a tocarlo por primera vez.

25.6.08

Retirada

Agachados tras enormes bultos de amarras, Cirilo y Antoine, piratas aprendices, se comunican con miradas y meneos de cabeza, siempre en silencio, evitando ser descubiertos por la tripulación. Ubicados muy cerca de la punta de proa, agitados por el violento vaivén de la marea, ambos se aferran a las cuerdas tratando de no rodar como barriles sobre la cubierta. A pocos metros, armados y revisando toda el área con cautela, doce hombres los persiguen con lamparazos de linternas amarillas.
Es noche de luna nueva, la oscuridad domina el océano, y el barco, que surca las aguas repleto de mercancía, altera esa penumbra con su exagerado despliegue de luces, de antenas y dispositivos de navegación.
Cirilo y Antoine no hablan ahora pero los dos, temerosos y acorralados, repasan mentalmente la operación con el objetivo de encontrar, en ese apresurado abordaje, el momento del error. Recuerdan las horas ociosas que pasaron en las lanchas, mirando el horizonte y esperando a que la sombra del barco se dibujara en aquella línea distante. Escuchan con claridad, porque ocurrió hace apenas unos minutos, los silbidos de sus cómplices entre las dos lanchas separadas. Luego la prisa con que tensaron la larga cadena que las unía y los nervios, la expectación que los abrumaba cuando, tomando sus posiciones, vieron cómo pasaba el enorme buque entre los botes y enseguida, arrastrándolos, quedaban adosados a ese altísimo casco de metal.
Lo demás fue un vértigo atropellado: el fragor de los motores, las cuerdas para subir, los gritos confundidos de sus compañeros mientras se regaban por la cubierta. Después los disparos y el enfrentamiento donde cayeron casi todos los piratas, eficazmente repelidos por una tropa inesperada de marineros con pistolas automáticas.
Entonces ellos, Cirilo y Antoine —los únicos que no iban armados, los que debían esperar cerca de las lanchas para ayudar en una posible retirada—, paralizados a babor y estribor, sin entender qué diablos pasaba y como siguiendo un ensayo previo, huyeron durante la refriega cada uno por su costado, rumbo a proa, donde ahora se esconden mientras los tripulantes cruzan instrucciones en una lengua desconocida. Ambos sudan como caballos, respiran aceleradamente y discuten entre señas, sin decir una palabra. Cirilo quiere rendirse, entregarse. Antoine sabe que los fusilarían y por eso le clava la mirada, gesticula de forma perentoria, aprieta con rabia las mandíbulas para persuadirlo y venderle la única salida posible. Hasta que lo convence.
Los dos meditan durante unos segundos, como calculando y previendo la acción. Luego, coordinados en una maniobra fácil, emprenden el escape y saltan juntos por la borda. Los alumbra un reflector antes de caer y todavía, cuando lo cuentan, recuerdan con claridad sus largas sombras proyectadas sobre las olas.

14.6.08

Escena en busca de título

Hoy, como cada día durante su breve visita, el atildado joven Raúl conduce a la criada hasta la calle. Lo hace caminando solo, siempre adelante, recorriendo el amplio jardín mientras ella lo sigue.
A las cinco de la tarde, bajo una garúa que les moja a ambos el cabello, Raúl alcanza el portón, gira la llave, abre el candado. Y justo antes de salir a la vereda, la anciana lo toma del brazo y le pregunta en el umbral:
— ¿Cuándo te vas?
— Todavía no —responde él.
— Qué bueno —dice ella y sonríe. Has resultado una grata compañía.
En el brevísimo instante en que se produce el diálogo, asaltado por la sorpresa, todavía incrédulo, él la mira a los ojos y descubre en ellos, en ese azul apagado, el chisporroteo eléctrico del romance.

5.6.08

Robin no encuentra a quien amar

Batman se ha casado para contener los rumores. Batichica, celosa, ha puesto a rodar versiones exageradas sobre lo que dice haber visto en la baticueva. Ahora todos los tabloides y las revistas de Ciudad Gótica llenan sus páginas con las especulaciones malsanas de los cronistas de farándula.
Ajeno al chisme y al escándalo, encerrado en la cochera, Robin intenta un escape sacando brillo a sus motocicletas. Examinando su baticinturón y verificando mil veces el buen estado de los dispositivos. Luego extiende las cuerdas, lanza el bumerang, limpia con ternura el delicado cuero verde de sus botines abufonados.
Pero ninguna labor consigue distraerlo. El joven maravilla todavía piensa en la pareja disuelta; su corazón gotea nostalgia por el dúo dinámico.
Robin suspira y echa una mirada de rencor a ese par de muslos desnudos, ya flácidos bajo la tanga satinada. Después enciende un cigarrillo y les regala un bostezo de tedio afectivo a todos los Flash, los Linterna Verde, los Acuamán y tantos travestidos de polvos breves que jamás, está seguro, podrán llenar las grandes botas de su murciélago favorito.

30.5.08

Ella no sabe

Mientras su amante duerme, finge que duerme, ella sale del baño envuelta en una pequeña toalla roja. Viene por el corredor y se para junto a la cama, se desnuda, empieza a untar crema con sus manos sobre la piel blanquísima. Luego se sienta en el borde del colchón y sigue la tarea, levantando una pierna y enseguida la otra. Durante varios minutos frota y recorre con sus dedos esa tez suave y brillante, los muslos, las pantorrillas.
Cuando termina se calza un par de botas nuevas, muy altas, de cuero negro y largas cremalleras. Se levanta para probarlas. Camina rumbo a la sala, siempre desnuda, dando la espalda, inocente de todo cuando interpreta la escena: sin saber que con ella encandila a su amante despierto.

19.5.08

La Organización (y III)

De la caja, con ademanes lentos, Nuno extrae varios sobres de cartón que llevan escritos a mano los nombres de todos los agentes. Luego se acerca al grupo, y ellos lo buscan para ir recibiendo cada cual su paquete. Cuando la valija ha quedado vacía, el líder vuelve a su lugar, desde donde pronuncia las últimas órdenes.
— En unas horas, cuando nos hayamos alejado de esta casa, todos podrán abrir los sobres. Allí encontrarán instrucciones, algo de dinero y los detalles de la misión que les hemos asignado.
— ¡Bien pensado, muy bien pensado! —interrumpe Valbuena, de pie, muy cerca del asiático, mientras frota con ansiedad su sobre.
— Acá no podremos volver —sigue Nuno, ignorándolo. La casa, por razones de seguridad, será clausurada en cuanto nos marchemos. Así que, por favor, caballeros, recojan sus pertenencias y tengan cautela en el momento de salir.
Entre murmullos leves, la tropa empieza a disolverse. En fila, como llegaron, los agentes caminan por el pasillo estrecho hasta alcanzar la salita de recibo, donde la negra Aroma, que aguarda por ellos, va entregando armas, maletines y sombreros. Antes de verlos partir les va entregando pliegos de papel enrollado, copias donde figuran las palabras iluminadas de Nuno: el primer manifiesto de la Organización.
Valbuena, ensimismado, repasa esas líneas con fervor. Es el único que lee, y en sus manos temblorosas se sacude con prisa el fino papel. Cuando termina de leer, satisfecho, destruye la hoja y se apresura buscando la salida.
Entonces todos están listos, alguien empuja la puerta y abandona el lugar con sigilo. Imitando esa fuga cada treinta segundos, los demás soldados repiten la operación en completo silencio. Y de último, acomodándose una mochila en la espalda, sale Valbuena.
Ya empiezan a apagarse los faroles. La calle se ilumina con rapidez, la claridad de la mañana descubre ahora las fachadas de las casas vecinas.
Mientras la decena de militantes avanza rumbo a las murallas, volviendo por donde llegaron, Valbuena, el reducido agente chileno, enciende un cigarro a solas, sonríe misterioso, como si conociera una verdad ignorada por los otros, gira sobre sí mismo y emprende su travesía justo por el camino opuesto.

12.3.08

La Organización (II)

Valbuena, rimbombante, hubiera querido imprimir un estilo más clásico, un perfil casi medieval y caballeresco a este primer concilio. En el centro del patio donde ahora charla el grupo, el chileno preferiría ver una gran mesa de madera pulida, sus asientos, los diálogos marciales que tejerían los invitados bajo una gran araña de luz amarilla. En lugar de esta escena relajada, alrededor de un gran árbol de mango, con agentes novatos que charlan en pequeños grupos mientras Aroma, la negra diminuta, va de aquí para allá repartiendo vasos tintineantes de hielo y ron.
El enano sureño camina entre los convidados, se acerca al tipo alto, se empina un poco y susurra:
— Kid, disculpe, ¿acaso Nuno no había prohibido el alcohol?
— Eran otros tiempos, Valbuena. Eran otros tiempos.
— ¿Otros tiempos? ¿Qué dice, Kid?
— Simple: si queremos ganar adeptos, tendremos que aflojar un poco algunas normas.
— ¿Aflojar? ¿Aflojar, dice? ¡Este no es momento para aflojar, por dios!
— Vamos, Valbuena, tranquilícese. Échese un trago y relájese, por favor.
Kid gira sobre sus tacones y deja solo al reducido lugarteniente. Dedica la próxima media hora a platicar con cada uno de los citados, tanteándolos, empezando a tejer poco a poco su nueva red.
Luego da esta primera tarea por concluida y camina hacia una esquina del jardín, a juntarse con Nuno.
— Amigos —dice enseguida el asiático. Acérquense, por favor, que es momento de hablar y fijar algunos temas importantes.
Los invitados se arremolinan en torno al líder; abandonan sus vasos, algunos, y guardan silencio mientras escuchan el mensaje.
— Muchos de ustedes conocen las dificultades que hemos enfrentado recientemente. Convocar de nuevo a la Organización ha sido una tarea penosa y de altísima peligrosidad…
— Cierto… ¡muy cierto! —interrumpe Valbuena, emocionado. Kid lo reprende con una mirada, y Nuno continúa.
— Pues sí, nos ha costado un par de años conseguir apenas este humilde logro: componer el núcleo esencial de nuestro movimiento. Sin embargo, los veo aquí, ahora, y confirmo que ha valido la pena.
Valbuena ensaya un aplauso exaltado, pero ninguno lo sigue. Y esta vez se libra de Kid, que no está para censurarlo, pues ha ido con sigilo hasta una habitación al fondo del patio y ahora, sosteniendo con ambas manos una pequeña caja de metal, regresa caminando lentamente, la pone directo sobre el piso rústico, a los pies de Nuno, quien saca una larga llave de su bolsillo y empieza a agacharse para abrir con sus pequeñas manos la discreta valija.
(Continuará)

25.1.08

La Organización

Sobre los adoquines de la calzada se arrastra la luz pobre de dos faroles. El lamparazo blanco que mana de los bombillos alumbra apenas algunos pedazos del suelo, dejando a oscuras cantidad de puntos que semejan heridas negras sobre el pavimento. La cuadra, alejada del centro, junto a las murallas, respira callada a esta hora de la noche. Seis o siete desconocidos caminan de prisa, siempre en parejas. Y atraviesan la calle en silencio para ir a meterse en una casa esquinera.
En el zaguán, bien iluminado con lámparas de kerosén, una mulata menuda recibe a los convocados. Se encarga de los maletines, de los sombreros, acomoda las armas en el escaparate blindado. Los visitantes se relajan. Algunos se sientan y toman café. Durante las próximas horas, lo saben, trabajarán protegidos por los soldados invisibles de la Organización.
Durante media hora todos se dedican a aguardar. Hay quienes fuman, juegan a las cartas o leen; un par de peruanos se empecinan sobre un tablero de ajedrez. La sala pequeña, para despistar, intenta un aire doméstico: sofás de tela, mesitas, cuadros con paisajes y bodegones cuelgan de las paredes. Un olor como de corbatas guardadas enturbia el aire de la habitación.
A la una de la mañana se abre la puerta que conduce al resto de la casa.
— Buenas noches, bienvenidos —los recibe Valbuena, el diminuto agente chileno. Acompáñenme.
Los recién llegados se levantan y saludan, siguen al enano por un corredor estrecho. El grupo conserva la formación original. Permanecen en parejas y avanzan hasta desembocar en un jardín interno, donde les espera de brazos cruzados un tipo alto, que sólo mueve la cabeza a modo de saludo.
Junto a él, un asiático sonríe. Y enseguida habla en claro español:
— Amigos, mi nombre es Nuno; nos complace que todos hayan acudido. ¿Alguna novedad durante el viaje?
Todo bien… Nada… Todo okay… responden desde el grupo. Nuno aprueba con un gesto leve del rostro y continúa su breve discurso, mientras pone una mano sobre el hombro del tipo alto.
— De este hombre habrán oído mucho; todos lo conocemos por su nombre clave: Kid.

(Continuará)

23.1.08

Kid-Valbuena. Diálogo uno.

Valbuena: Kid, ¿sabe usted algo de ese tal Baricco?
Kid: Poco, señor. Me han regalado City, una novela. Le diré en cuanto la empiece. Por cierto, El Malpensante acaba de publicar un buen texto de Baricco sobre la relación de Carver con su editor, Mr Lish, creo; y del impacto de ese editor sobre los relatos de Raymond.
Valbuena: Naaa... Tiene nombre de bailarina... Alessandro… (inculto).
Valbuena: Señor, me prestaron libro Seda.
Kid: ¿Qué tal?
Valbuena: Llevo el 25%. Novela breve. De cien páginas, más o menos. De momento me uno a las frases habituales: transparencia formal, transparencia de fondo. Limpieza, señor.
Kid: Limpio.
Kid: Veremos qué trae City. Un amigo, buen lector, me lo regaló entre frases exclamatorias.
Valbuena: ¿Exclamaciones fruto del alcohol, Kid?
Kid: Valbuena, ese hombre no bebe.
Valbuena: Merde.
Kid: Come mucho, eso sí. Usted quizá lo recuerde: el señor Pacheco.
Valbuena: ¡Es leyenda!
Kid: En cuyo blog alguna vez se produjo una polémica, donde un tal Troncoso (¡usted mismo!), natural de Chile, tomó parte.
Valbuena: Recuerdo, sí, caramba.
Valbuena: ¡No nos callarán, Kid!
Kid: ¡Nunca!
Valbuena: Pacheco es la luz.
Kid: No exagere.
Kid: Ese gordito...
Valbuena: ¡Pacheco no es gordo!
Kid: Lo es, señor.
Valbuena: ¡Tiene la contextura de un fiero oso pardo!
Kid: Come demasiado.
Kid: Señor, una vez Pacheco y yo nos batimos en duelo. Ambos comíamos como bestias.
Valbuena: ¿A qué se refiere, Kid?
Kid: Queríamos saber quién comía más.
Valbuena: Carajo, Kid. ¿Qué utilizaron?
Kid: Perros calientes.
Valbuena: ¡Dios bendito! ¿Cuánto comió, Kid?
Kid: Compramos veintidós salchichas y mucho pan, salsas. Yo arranqué adelante, soy rápido. Pacheco es lento, pero llega lejos. Y cuando ambos llevábamos once, se acabaron las salchichas.
Valbuena: ¿De qué habla? ¿Un empate clásico?
Kid: Tuvimos que apelar a otras salchichas que había en la nevera de Pacheco, marca poco conocida. Y le diré: comí medio más. El sabor de aquellas salchichas me afectó. No pude seguir, perdí la concentración.
Valbuena: Pero...
Kid: Quedé en once y medio. Y Pacheco, cómodo, sólo tuvo que comer los doce enteros.
Kid: Él ha admitido que el cambio de salchichas debió anular la competencia; sabe que yo podía seguir.
Kid: No ha habido revancha. Pero, con los años, en muchas comidas, yo he terminado por aceptar que Pacheco es superior.
Valbuena: Kid, estaba mirando el reglamento, podemos anular fácilmente esa contienda.
Kid: Lo sé, pero eso me obligaría a volver a competir. Y sé que he perdido condiciones. Pacheco, en cambio, no ha dejado de entrenar. Lejos de eso, ha progresado, se ha expandido. Yo ya no estoy en su liga. Tendría que prepararme durante un año para poder medírmele.
Valbuena: Deberá hacerlo, Kid. Juega con la dignidad de la Organización.
Valbuena: Le ruego que se expanda, Kid.
Kid: Bien (atrevido). Necesitaré dinero, una partida que la Organización destinará a mi alimentación.
Valbuena: Hace un tiempo se lo he querido decir... No nos queda nada, Kid. ¡Nada!
Valbuena: ¡Robará!
Kid: Pero...
Kid: Si he de robar, eventualmente tendré que correr. Y eso no va con nuestros planes.
Valbuena: Su idea de regalarle diez mil elefantes africanos a Aldunate para su boda, idea que algunos atrevidos juzgaron estrafalaria, nos produjo un transitorio déficit, Kid (durmiendo en la plaza Julio Cortázar de Palermo).
Kid: Lo superaremos, Valbuena.
Kid: Veo que recuerda el episodio de los elefantes (timador). ¡He negociado los colmillos! ¡Somos ricos en marfil, señor!
Valbuena: ¡Albricias! ¡Siempre lo supe!
Valbuena: ¿Cuándo me manda mi parte, Kid (crédulo)?
Kid: Eh... Es cuestión de días, mientras firmamos. Usted sabe cómo son estas cosas (arruinado).
Valbuena: Le recuerdo que el nexo entre el banco y la Organización finalmente fui yo, tras su sorpresivo desmayo el día que había que firmar los papeles.
Kid: Valbuena, con respecto al déficit, pido discreción, señor. Ya resolveremos eso en Las Vegas. Sólo necesito una colaboración suya: deberá hablar siempre con acento argentino.
Valbuena: ¡Iré! ¿Desea que cruce el mar en los mismos troncos con que crucé el Océano Índico?
Kid: Pasaremos por magnates de la soja, Valbuena. Nada de troncos esta vez.
Kid: Señor, me retiro. Mando abrazo americano.
Valbuena: Kid, proceda. Habrá silencio eterno sobre las arcas vacías de la Organización.
Valbuena: Nuestra riqueza es la cultura, como usted siempre nos dijo al lanzarnos esos pollos desde su helicóptero.
Kid: Eso, ¡cultura!
Kid: Despilfarrador y glotón, K.
Valbuena: Leal y pobre, V.