21.8.07

Recuerdos del Pato López

— ¡O los sueltan, o me tiro!
Grita el Pato López encaramado en el ventanal, sucio, el vidrio opaco, ya no transparente de tanta lluvia y polvo acumulado. Ocho, quizá nueve o más de diez policías reparten bolillazos y esposan a media docena de compañeros. Incluyéndome.
Es la cumbre de nuestra carrera de revolucionarios. Y todos, como venimos haciendo desde hace años, seguimos al Pato en su lucha: nuestra. Venimos a una reunión con el rector. A eso venimos.

Encaramado también, pero mucho antes, veo a Patricio en las gradas del Liceo Cervantes, aquel instituto de malas mañas, más que mediocre donde estudiábamos entonces. Patricio López. Así se llama, así lo conocemos todos por estos días. Aún no se bate, no se enfrenta: no corre riesgos. Aún no se gana el apodo de Pato.
Aún no se transforma.
Patricio está erguido en las gradas y desde ahí habla, grita que hasta cuándo, que ya basta, carajo, que cuánto más vamos a calarnos esta educación pobre y somera que nuestros padres pagan cada mes. Que hay que arrecharse, dice, grita. Que hay que hacer algo y ya no nos dejemos estafar más. No más.
La veintena de muchachos que lo escucha aplaude en los momentos menos indicados, y Patricio coge aire para seguir. Hasta que suena el timbre. El receso termina y casi todos se van a los salones: a matemáticas, a geografía, a las benditas ciencias de la tierra. Sólo tres se quedan: quedamos. Patricio entonces se baja de las gradas y nos estrecha las manos. Gracias por el apoyo, compañeros, dice; esto apenas empieza y hay que seguirle dando hasta que nos escuchen, hasta que la vaina cambie de verdad verdad, explica. Nosotros: Jacobo, El Pelón y yo nos miramos las caras. El Pelón mantiene una sonrisa de pendejo y yo estoy por creer que le gusta el orador. Sospechamos de El Pelón, debo decir, que es un maricón encubierto; pero lo toleramos porque es amigo, buen amigo. Y porque siempre paga: financia empanadas, cervezas, los buses y las horas de pool.

— ¡Que los suelten, coño!
Insiste el Pato: la cara roja, rojísima y esa vena abultada que le marca la frente. A mí me llueven golpes, patadas, botas negras de cuero duro, bolillos de madera hechos en Maracay con troncos fuertes de guayacán. Revoltoso hijueputa, póngase a estudiar, grita un policía gordito que la ha cogido con este servidor. Gordito de bigotes que jadea y se ve cansado, pero nada que se detiene: levanta el brazo, arriba, muy arriba, casi con gracia, la verdad, y enseguida lo deja caer de golpe, contra quien narra: este mismo. Así se entretiene un buen rato. ¿Cinco, diez minutos? No lo sabemos.

Patricio palmea nuestras espaldas y dice: vamos. Ninguno de nosotros le pregunta a dónde: claro, vamos. Al carajo el profesor Chacín, a la mierda todos. Cada quien anda con su cuadernito de siempre, todo ajado, casi sin páginas, pero de anotar güevonadas, cuentos primarios, teléfonos de carajitas. Y nada de materias, bachillerato, conocimiento que llaman.
Jacobo, El Pelón y yo caminamos detrás de Patricio que lleva un morral repleto de vainas; sobre todo libros. Nos parece raro: aquí los duros, los tipos de pinga sólo llevamos un cuadernito, nada más. ¿Qué le pasa a éste con ese bulto?
Llegamos al portón del colegio y le estrecha la mano a José, el portero, alto pana. Ahí pienso: si es amigo de José, es de los nuestros. José abre el portón sin que se le pida, y salimos a la calle.

— ¡Tombo malparido, para atrás!
Pato lanza una izquierda en círculo, un ramalazo que zumba en el aire del corredor. El policía que intenta bajarlo del ventanal recula y se para en seco, muy quieto. Lo veo respirar, agotado. Se le caen los pantalones y atrás le asoma la raya del culo. Él se los sube y empieza a golpear el bolillo contra el piso como un loco. Cree que amenaza, que disuade, pero nadie entiende qué coño busca.
En los extremos del pasillo, amontonados, miran el espectáculo decenas de estudiantes. Estudiantes de verdad, digo: con sus batas, los de medicina; con sus códigos y leyes, los de derecho; con las manos vacías y sin afeitar, los de periodismo: condiscípulos estos últimos, ocasionales vecinos de pupitre de quien firma. Se llevan las manos a la cara, espantados, alguno grita: paren ya, sucios, déjenlos. Pero nadie se mete, ni de vaina.

— Está el día como para echarse unas frías, ¿no?
Dice el adolescente Patricio y se soba la garganta. Tengo sed, coño. ¿Le damos?, invita. Y en eso sí que somos duros nosotros: ¡la cerveza es vida, carajo! Esperamos nada más a que El Pelón diga su frase, y lo ayudamos con miradas que no sueltan, por si arruga. Y funciona:
— Bueno, yo brindo, dice.
Entonces arrancamos en un bus de Ruta 6 derechito por Cecilio Acosta. Va que revienta el condenado: pasajeros hasta en las puertas, como cinco o seis en cada una, arracimados. Y el colector, con los billetes doblados entre los dedos, se pasa de atrás para adelante por fuera, los pies en las farquillas del bus en movimiento, se sujeta de las ventanas, y grita: ¡Acomódense, acomódense pues! ¡Espalda con espalda pa que no se hagan daño! ¡Vamos a colaborar! Las guajiritas que lo miran, encantadas. Se cree un héroe el colector.

— ¡Ajá! ¿Qué, no oyen? ¡A golpear a tu madre, tombo maldito!
Se balancea el Pato en el ventanal. Once pisos de altura. El policía de los pantalones caídos no se atreve, lo mira de lejitos. El sargento, el comandante, el jefe, o como se llame, grita con un megáfono que se rindan, muchachos, que si se entregan los dejamos, que dejen la violencia, que nada ganan, al contrario.
— ¡Violento tú, criminal! ¿Acaso ves armas?
Replica el Pato.

Nos bajamos del bus en Bella Vista. Por aquí hay un barcito del carajo: frías a doscientos, dice Patricio. Él va adelante. Entramos y nos sentamos: techo de paja, mesas de madera, cojas. ¿Quihubo, Rodolfo, como anda la vaina? Saluda Patricio al señor de bigotes que atiende. Ese es el dueño, un tipazo, nos dice. Rodolfo, cuatro ahí, pa comer aquí. Y el tipo, raudo, se aparece con cinco botellas en una mano. Son cuatro, lo ataja El Pelón. ¿Y yo no bebo?, suelta el dueño. Claro, Rodolfo, el compañero invita, corrige Patricio. Y nos ponemos a beber.

— ¡Que los suelten o me tiro, dije!

Diez, doce cervezas en el casco. Patricio diserta: compañeros, esta vaina se jodió, hay que entrompar, hay que fajarse. ¿Y si nos botan?, se caga Jacobo. Pues que se atrevan, grita Patricio. Ya ha sacado casi todos los libros del morral: poesía, cuentos, filosofía, también revistas y periódicos viejos. Médico el papá, médico la mamá. Yo también voy a ser médico, pero no como mi viejo, dice, yo me voy a meter a la Cruz Roja, a Médicos sin fronteras, algo así. A mí me gusta curar, la verdad, pero lo que más quiero es viajar, compañeros. Me voy a ir por ahí, por toda América, después Europa, no voy a parar sino un año o dos en cada país. Y así.

— ¡Atrás!
Ordena el Pato ahora. Por fin han conseguido llevarse a tres, esposados. A Bermúdez le sangraba la frente, pude ver. Iba cojeando y cagado de la risa. Bermúdez se divierte con esta joda.

A Patricio le perdimos la pista poco tiempo después de aquellas cervezas. Lo veíamos nada más de lejos, en el colegio, en el patio más bien porque casi nunca iba a clases. Después se fue, se retiró.

— ¡Ajá, camarada!
Me gritó un día en el comedor de la facultad. El pelo largo y los yines rotos; tres o cuatro libros en una mano. ¿Cómo anda la vaina?, pregunta. Todavía no entiendo de dónde ha salido y ya me está contando: me fui, no aguante esa mierda, me fui a un público, ahí sí se pelea de verdad, y hasta me gradué. Patricio no, aquí me dicen Pato, explica. Hace un año estábamos en clase de osteología, con un pirata ahí, un ignorante, un matasanos. Yo retando al tipo, y el tipo a joderme. Pero yo sí estudio, compañero, así los reviento a todos.
El pirata me dice que si me las doy de doctorcito tan temprano, que primero tengo que aprobar muchos créditos. Y yo me le cabreo y le grito: ¡Esta clase es una mierda! ¡Usted es una auténtica mierda! El tipo se ha puesto a insultar, mi hermano, que me vaya, que salga del salón. Y fue cuando se me ocurrió: mierda para la mierda, dije y me fui. Pero en la siguiente clase, antes de que el pirata llegara, le cagué la gaveta del escritorio y le dejé esa nota escrita: “mierda para la mierda”. ¿Ves?, cagón, como los patos. Pato López me llaman ahora.

— ¡Traigan pistolas si son tan machos, a ver!
Grita el Pato junto al ventanal. Sabe que no pueden, que la autonomía universitaria y todo eso, que la seguridad de los estudiantes: y los policías desarmados. Pero con bolillos, claro, que bien duro que pegan. Y sobre eso no tengo dudas, porque ahora siguen lloviendo bolillazos y ya esto lleva cuánto: ¿diez, quince minutos? Los bolillos en concierto, acompasados, arriba y abajo, quebrando huesos pero no voluntades, pienso, retórico. Aquí estamos y aquí seguimos: jodiendo.

Es en la universidad en donde lo conozco de veras. Todos los días, en el almuerzo, nos encontramos en el comedor para conversar —y para comer por cinco bolos. Me pregunta por el periodismo, por mis clases; todo le interesa. Y me habla de medicina, pero no le paro mucho, la verdad. Yo también escribo, hermano, me confiesa. Y después de varios meses se atreve a entregarme unas cuartillas sueltas: es un boceto de novela, susurra; lea y me cuenta, compañero.

— ¡Que me tiro, nojoda!
Se sienta el Pato en el borde mismo de la ventana. Once pisos nada más.

Camarada, no fume tanto, que se pasa. Aconseja el Pato, aunque sé que lleva dos porros esta noche. Se ha aparecido con un par de hembras: tetas, culos, vellitos rubios en la baja espalda; una de ellas con lunar en la mejilla. Esta es la mía, pienso. No, señor, coja para allá, me ataja el Pato. Entonces pelo por la morena, aunque las prefiero blancas.
Fumamos los cuatro toda la noche. Suena Sabina, suena Silvio, suena Alí Primera. ¡Así suena la Revolución, compañero!, celebra el Pato emocionado: buena trona, y baila lentico con la del lunar. La morena y yo seguimos en los besos, en todo aquello, y abro los ojos de vez en cuando para mirar alrededor: el Pato que se va, que se aleja difuso por el pasillo y se mete a la habitación. ¿Y tú serás tan bueno como el Pato?, pregunta la bandida morena y yo no me ofendo, porque qué más da: el Pato las consigue, el Pato las convence, las invita y ellas cumplen: el Pato es el tipo.

— ¡Ahora sí, se jodieron!
Se balancea el Pato y yo por fin me asusto. ¿Será que se tira? Él insiste y pide la presencia del rector. Yo no negocio con policías, grita. Pero el chivo ni se asoma al vendaval y ya llevamos casi veinte minutos aguantando. Y nos toca seguir.

Compañeros, grita el Pato encaramado en una banca del pasillo de Humanidades. Hay como trescientos escuchando. Cómo vibra el hombre, carajo. Las mujeres lo miran y comentan, pero no alcanzo a escucharlas. Los hombres están como poseídos por el verbo y responden, levantan los brazos: traidor el rector, corean. El Pato los va encendiendo a medida que habla. Los tiene en la mano. Van a donde él diga. Ya mismo si es necesario. Y él decide:
— ¡Vamos al rectorado a presionar, van a tener que negociar!
Levanta un puño al aire y lo agita, y me quedo mirándole la camisa, que por primera vez lleva planchada.
— ¡Al rectorado!
Arranca un tropel de gente detrás de él. Ahí vamos todos, cantando, gritando arengas y muy excitados. El Pato se mantiene adelante y lleva el rumbo en los quinientos metros que nos separan del nuevo edificio. ¡Aquí se encierra el burócrata!, arenga el Pato y señala el edificio altísimo, muy costoso, rojo y amarillo que ha inaugurado el rector hace apenas unos meses.
Irrumpimos en manada, atravesamos el inmenso lobby y subimos las escaleras. Vamos por el piso cinco cuando nos avisan: viene la policía. Gracias por la voz de alerta, camarada, digo y seguimos subiendo. En el piso ocho es una certeza: llegaron los tombos; ya llegaron. Pero nadie se detiene. Los que se iban a rajar ya se rajaron: quedamos unos diez, quizá menos, y vamos embalados hacia el último piso.
Nos recibe, en efecto, una decena de tipos con cascos, bolillos y botas negras. Se arma la grande, la dura. Caigo yo entre los primeros: una bota que patea directo a las costillas y un bolillo que sube y baja, golpea. Casi todos están dominados, reducidos por la policía. Muchos gritan, golpes, sangre que asoma y tiñe.
El Pato forcejea con dos tombos, patea, escupe y lo veo morder a uno. Pero se zafa rápido. Entonces, de un salto, se trepa al ventanal y grita, varias veces grita, grita desde ahí:
— ¡O los sueltan, o me tiro! ¡Los sueltan ya o me tiro, carajo!

Y el Pato nunca amenazó en vano.