Sobre los adoquines de la calzada se arrastra la luz pobre de dos faroles. El lamparazo blanco que mana de los bombillos alumbra apenas algunos pedazos del suelo, dejando a oscuras cantidad de puntos que semejan heridas negras sobre el pavimento. La cuadra, alejada del centro, junto a las murallas, respira callada a esta hora de la noche. Seis o siete desconocidos caminan de prisa, siempre en parejas. Y atraviesan la calle en silencio para ir a meterse en una casa esquinera.
En el zaguán, bien iluminado con lámparas de kerosén, una mulata menuda recibe a los convocados. Se encarga de los maletines, de los sombreros, acomoda las armas en el escaparate blindado. Los visitantes se relajan. Algunos se sientan y toman café. Durante las próximas horas, lo saben, trabajarán protegidos por los soldados invisibles de la Organización.
Durante media hora todos se dedican a aguardar. Hay quienes fuman, juegan a las cartas o leen; un par de peruanos se empecinan sobre un tablero de ajedrez. La sala pequeña, para despistar, intenta un aire doméstico: sofás de tela, mesitas, cuadros con paisajes y bodegones cuelgan de las paredes. Un olor como de corbatas guardadas enturbia el aire de la habitación.
A la una de la mañana se abre la puerta que conduce al resto de la casa.
— Buenas noches, bienvenidos —los recibe Valbuena, el diminuto agente chileno. Acompáñenme.
Los recién llegados se levantan y saludan, siguen al enano por un corredor estrecho. El grupo conserva la formación original. Permanecen en parejas y avanzan hasta desembocar en un jardín interno, donde les espera de brazos cruzados un tipo alto, que sólo mueve la cabeza a modo de saludo.
Junto a él, un asiático sonríe. Y enseguida habla en claro español:
— Amigos, mi nombre es Nuno; nos complace que todos hayan acudido. ¿Alguna novedad durante el viaje?
Todo bien… Nada… Todo okay… responden desde el grupo. Nuno aprueba con un gesto leve del rostro y continúa su breve discurso, mientras pone una mano sobre el hombro del tipo alto.
— De este hombre habrán oído mucho; todos lo conocemos por su nombre clave: Kid.
En el zaguán, bien iluminado con lámparas de kerosén, una mulata menuda recibe a los convocados. Se encarga de los maletines, de los sombreros, acomoda las armas en el escaparate blindado. Los visitantes se relajan. Algunos se sientan y toman café. Durante las próximas horas, lo saben, trabajarán protegidos por los soldados invisibles de la Organización.
Durante media hora todos se dedican a aguardar. Hay quienes fuman, juegan a las cartas o leen; un par de peruanos se empecinan sobre un tablero de ajedrez. La sala pequeña, para despistar, intenta un aire doméstico: sofás de tela, mesitas, cuadros con paisajes y bodegones cuelgan de las paredes. Un olor como de corbatas guardadas enturbia el aire de la habitación.
A la una de la mañana se abre la puerta que conduce al resto de la casa.
— Buenas noches, bienvenidos —los recibe Valbuena, el diminuto agente chileno. Acompáñenme.
Los recién llegados se levantan y saludan, siguen al enano por un corredor estrecho. El grupo conserva la formación original. Permanecen en parejas y avanzan hasta desembocar en un jardín interno, donde les espera de brazos cruzados un tipo alto, que sólo mueve la cabeza a modo de saludo.
Junto a él, un asiático sonríe. Y enseguida habla en claro español:
— Amigos, mi nombre es Nuno; nos complace que todos hayan acudido. ¿Alguna novedad durante el viaje?
Todo bien… Nada… Todo okay… responden desde el grupo. Nuno aprueba con un gesto leve del rostro y continúa su breve discurso, mientras pone una mano sobre el hombro del tipo alto.
— De este hombre habrán oído mucho; todos lo conocemos por su nombre clave: Kid.
(Continuará)