25.10.07

Madonna

Empieza el día. Cuando la luz y el sonido ya se cuelan a través de la persiana, Campos todavía sueña. Se ve en el patio de un colegio, conversando animadamente con la chica material. Se ve hablándole de cerca, íntimo; ambos rodeados por el trajín y el ruido de tantos muchachos uniformados.
Cuando escucha las frases de Campos, Madonna sonríe con un gozo evidente, se muerde un labio. Él mira esas líneas, mira la belleza de su rostro en primer plano. Y le dice con inocencia:
— ¡Qué bonita eres!
— Sí —responde ella con un gesto cansado. Pero soy mucho más que eso: soy espectacular.
Campos despierta. Y piensa: hay vanidades salvajes, desmesuradas, que no se conforman con existir sólo en la vigilia.

18.10.07

Un ahogado menos

Desde la orilla, sentado junto a la cava, Campos bebe una cerveza viendo las olas romper en un desorden de espumarajos blancos. Son casi las seis y están borrachos: no han parado desde esta mañana. Allá, como a cincuenta metros azules, Jon sigue abollando la superficie del agua con unas brazadas rápidas que apenas lo mueven. Campos apura el último trago. Se levanta, abandona el grupo y corre hasta el agua para unírsele. Cuando se mete, siente cómo el agua fría le despierta los músculos de la espalda. Y allá, en las aguas del oeste, ve un sol rojito que mengua y ya casi se quiere apagar.
Campos recorre una larga diagonal mar adentro. Se cansa rápido con esa actividad, pero no arruga: piensa que si Jon llegó, él también podrá. Atraviesa olas, lucha contra la corriente, aprieta el ritmo para avanzar. Y puede: ahora alcanza una zona quieta. Justo cuando ve a Jon flotando, pálido, asustado, rogando:
— Sacame.
Campos acelera y recorre pronto los pocos metros que los separan. Lo pone boca arriba, lo asegura con un brazo y empieza a nadar con el otro. Vamos, vamos, vamos, le dice a Jon mientras se afana.
— Vamos, patalea que no puedo solo.
Ordena Campos cuando siente que respira, que jadea con apremio. Intenta nadar, pero enseguida llega una ola violenta y le arrebata el cuerpo de Jon que ya no nada, no ayuda: se hunde. Pasan un par de olas. Campos busca, se sumerge, reparte ojeadas encima del agua. Busca. Hasta que ve salir la cabeza de Jon escupiendo chorros de agua con los ojos cerrados. Tres brazadas y ya lo tiene de nuevo. Campos reinicia la tarea, siente que se mueven, que van para la orilla.
Pero les cae otra ola grande que los arrastra cinco o seis metros mar adentro, aunque esta vez no lo pierde. Jon apenas habla:
— Ya no tengo, ya no tengo…
Dice bajito, sin fuerzas. Campos recurre al shock y lo insulta de cerquita:
— ¡Pateá, pateá güevón que nos ahogamos!
Jon responde con dos movimientos desganados, como por cumplir, y se entrega. Campos entiende que está solo, que debe trabajar para volver a pisar tierra. Se sujeta con fuerza al agonizante y empieza de nuevo. Tres, cuatro metros: y la ola que los arrastra. Dos, tres metros: y para adentro siempre. Campos gasta energías en un pulso abismal e inútil; compite con voluntad, muerde duro y gana terreno, pero en cada jalón ve que la corriente lo reclama. Le falta el aire, le falta la luz cuando el agua lo cubre.
Entonces, después de nadar durante diez o quince minutos dilatados, Campos acepta que no le dan las fuerzas y pide ayuda cada tanto: uno, dos, tres —levanta la mano y manda señales hacia la orilla. Así varias veces, tocando suelo y volviendo a lo hondo. Cansado, rindiéndose casi. Hasta el momento en que ve venir corriendo a dos tipos en bermudas. Dos hombres que han salido quién sabe de dónde, que corren en contraluz dando zancadas sobre el agua. Y toman el cuerpo flojo de Jon cuando Campos, aliviado, se deshace de él como de un peso muerto.

9.10.07

Supermán está deprimido

En este domingo por la tarde, sin turno en el periódico y con la ciudad en calma, Supermán da vueltas y vueltas por su departamento anhelando una misión. Descalzo, arrastrando la capa que recoge polvo del suelo, el hombre de acero se siente especialmente disminuido. Podría salir, volar y dar un paseo, pero ni siquiera eso se le antoja. Podría aguzar la vista y espiar a la vecina a través de la pared. O escuchar riñas domésticas, distinguir orgasmos vespertinos: y tampoco.
Parado frente al espejo de la sala, inflando el pecho sin ganas, Supermán no consigue creerse el personaje. Siente que la S ya no brilla, que el calzón le baila, que el flequillo en su frente no se enrosca como antes. Supermán está deprimido, tiene el criterio nublado, hoy podría cometer una locura y es mejor no dejarle cerca esa peligrosa piedra verde.

1.10.07

Abril (y IV)

IX
Enterado de la muerte de Humberto, imaginando la escena de su caída en las fotos que pronto los diarios publicarán, Campos abandona la sala donde lloran algunas reporteras, donde maldicen varios colegas y camina hasta un balcón que se asoma en la fachada del edificio. Allí, de pie, mirando el trajín de motociclistas que se desplazan por la avenida, saca el celular y escucha los mensajes de alarma que le han ido dejando algunos amigos y familiares. Mientras permanece pegado al aparato, se distrae viendo las decenas y decenas de motos que pasan, sus ronquidos de metal, los disparos al aire que hacen los parrilleros exaltados.
Después regresa a la sala y escucha que los curas han abortado su discurso, que “ante la gravedad de los sucesos” han convocado una reunión ampliada y darán su mensaje por la mañana. A través de los radios llegan noticias de más muertos, advertencias desde casi todas las redacciones.
— De acá no podemos salir —advierte una reportera de labios rojos.
— ¿Quién dice? —pregunta Campos.
— Muchacho, ¿no ves el peligro que hay en la calle? ¡Están cazando periodistas! —grita una gorda que ha empezado a dictar su nota vía telefónica.
— Mi carro no tiene insignias, yo me voy al periódico —dice Campos.
Y se va.
El chofer avanza rumbo a San Martín, tirando volantazos para esquivar los vidrios y algunos montículos en llamas que interrumpen la vía. Cuando entran a la calle principal, que conduce al periódico desde el oeste, se topan con una fila de carros que dan marcha atrás. Trescientos metros más arriba, reprimiendo a los alzados, la policía tiene la ruta cerrada. Media vuelta. Toman la autopista, se salen en El Paraíso y suben por Quinta Crespo. Luego toman Maderero y paran en el semáforo antes de atravesar la Baralt. Allí, insólitamente detenidos ante la luz roja, mientras el motor del carro vibra, Campos escucha el rumor del chofer, que reza a un ritmo acelerado y aprieta el volante como si pendiera de él.
En las cuatro esquinas, con subametralladoras, una docena de policías custodian la avenida. De arriba, de Llaguno, llega el ruido de algunas detonaciones esporádicas. El asfalto está tapizado de casquillos y desechos múltiples que han quedado de esa batalla que se apaga. Y ellos esperan. Hasta que la bendita luz verde se enciende y, lento, como manejando en puntillas, el carro atraviesa la calle y se mete en el estacionamiento del periódico deslizándose, aliviado: como quien abandona el oleaje y aterriza plácido en la orilla.
Campos, la boca cerrada, entra a la redacción y se sienta en su puesto. Oye a Gregorio, el jefe de información, que habla en su oficina con una hermana de Humberto. La muchacha llora, grita y en un momento insulta al jefe acusándolo de haber expuesto a su hermano. Campos se concentra, escucha comentarios y chismes y tantas conversaciones detrás de sí, pero ignora todo y se pone a escribir, por fin, su crónica del día. Sin revisar sus notas, de memoria, va desgranando los hechos de la jornada en un relato apresurado, seco, compuesto a punta de frases cortas y sin adjetivos, evitando colar en la narración esta rabia y esta tristeza y tanta emoción que, le han enseñado, arruinaría la fuerza y opacaría la honestidad de su historia.
En eso, cronista novato, Campos gasta demasiado tiempo. Transcurren más de tres horas y él tecla con sus dos dedos índices hasta que culmina. Guarda el texto en la carpeta que revisarán los editores, y bautiza el archivo con un nombre obvio: abril.
Después se levanta y camina hasta la impresora para tomar las cuartillas que ha mandado previamente. Las retira, se va hasta la salita de juntas, donde suelen almorzar sus compañeros, y allí se sienta a leer mientras se bebe una de las últimas cervezas que han dejado en la neverita. Lee y lee, relee. Se queda dormido, o eso siente. Y cuando sale de ahí, poco después de las once de la noche, ya la redacción se ha ido vaciando desde que los reporteros y todo el personal se ha marchado a sus casas en grupos de cinco o seis.
— Campos, en un rato sale una camioneta pal sur. Te sirve.
Laura fuma el penúltimo cigarro del día y mira al reportero con esos ojazos rojos que no se apagarán, seguro, hasta mañana por la mañana.
— Ok.
Le responde.

X
A la una, acompañado por tres editoras y un fotógrafo, Campos abandona la redacción montado en una camioneta cuyas puertas muestran la latonería virgen bajo las calcomanías de prensa que recién han retirado. Tragando carretera por la autopista, todos en silencio a bordo, la cuatro por cuatro ronronea a medida que sus llantas rústicas se desplazan sobre el pavimento. Casi nadie cruza las calles a esta hora de la madrugada.
El chofer conduce nervioso y los reparte a todos, los deja justo en la puerta, y arranca con violencia apenas se asegura de que cada pasajero se ha metido en su casa. Luego toma la ruta hacia el sureste, subiendo a ciento cuarenta, con el radio apagado para evitar esa sordina que hoy, desde las dos de la tarde, no ha parado de reportar desastres.
Campos, que se ha quedado de último, mira por la ventana amarrado a la silla del copiloto. Mira las luces de las casas y los balcones de los apartamentos donde, supone, miles y miles de acostados buscan el sueño sin encontrarlo.
Y mientras la noche más sola que ha conocido se apresura bajo la luz de yodo de los postes; mientras la camioneta toma la última curva antes de llegar a casa, el reportero suena un chasquido de fatiga con los labios, recuerda esa crónica que ahora se arruga en su bolsillo y piensa que él, Campos, hubiera preferido no tener que escribirla.
(Fin)