Adentro: tantas pesas, sus discos acerados, sus barras de metal. Los aparatos retráctiles, las poleas. Una larga fila de bicicletas estacionarias. Y acá, junto a las puertas de la tienda, esas bandas móviles, rutas sin fin, que sirven para correr evitando el compromiso de avanzar. Una de ellas funciona en solitario. Dos compradores que la examinan, el empleado que les explica mientras la banda gira y gira. Afuera: un ambiente de sábado, quieto. El bulevar enorme y vacío, apenas trajinado por los caminantes escasos. Los taxis lentos, los buses sin pasajeros. El hastío a las cinco de la tarde.
Y de repente, brilloso, el sudor como agua, la ropita ajustada casi ridícula, los músculos prietos de un corredor repentino. Sus zapatillas acompasadas, el vigor fácil, la carrera brutal sobre los adoquines de la vereda.
Entonces lo inesperado: el tipo que tuerce el rumbo y cruza la entrada abierta del local. El asombro del vendedor, el pánico de los clientes. Y luego el trote enérgico del intruso sobre la banda veloz, sus zancadas rítmicas, la sonrisa indescifrable de este pobre fitness freak.
Y de repente, brilloso, el sudor como agua, la ropita ajustada casi ridícula, los músculos prietos de un corredor repentino. Sus zapatillas acompasadas, el vigor fácil, la carrera brutal sobre los adoquines de la vereda.
Entonces lo inesperado: el tipo que tuerce el rumbo y cruza la entrada abierta del local. El asombro del vendedor, el pánico de los clientes. Y luego el trote enérgico del intruso sobre la banda veloz, sus zancadas rítmicas, la sonrisa indescifrable de este pobre fitness freak.