27.7.07

Tres relatos

Camaradas

Paco raspa un barrote con tedio: monocorde, resignado. Detrás, en el catre que ambos se turnan, Asdrúbal busca el sueño en silencio. Así ha estado casi desde la noche en que cayeron. En el pequeño calabozo están obligados a respirar ese aroma ocre de orines vencidos. La luz es escasa. Han pasado más de veinte días y aún no saben qué harán con ellos.
A través de la pequeña ventana, bien temprano, se cuela siempre una brisa fresca y salada que viene del mar. Justo abajo, en el gran patio, han fusilado a varios de La Organización.
— Ahí jodieron a Augusto —dice Paco.
Y señala con los labios el muro lastimado por las balas. Después sigue raspando el barrote, como si esa tarea lo aliviara. Asdrúbal, desde el catre, le lanza una mirada de rabia muda antes de girar otra vez sobre el colchón.
A lo largo de todo el corredor, frente a las celdas, viaja un viento frío y callado. Ni un alma.
Paco se niega a creer que sean los únicos allí. Desde los primeros días, cuando les sobraba moral, discutieron sus posibilidades. Entonces Asdrúbal no se había rajado, pero las expectativas de ambos ya estaban divididas. Paco estaba convencido de que los iban a torturar. “Sabemos mucho, compañero” —repetía convencido— “no nos pueden matar”. Asdrúbal siempre se mantuvo escéptico. Se dejó ir. Se entregó completo y no volvió a levantarse nunca más.
Al final de cada día a Paco le gusta asomarse por la única ventana del calabozo: parado de puntas consigue ver la costa. Muy cerca hay un pequeño pueblo de pescadores; hombres que con sus lanchas, iluminadas como luciérnagas, hieren la oscuridad de la playa durante la madrugada. En esas noches quietas les llega clarita la música de las parrandas. “Tambores y ron”, piensa Paco, mientras le brotan fáciles unas lágrimas gordas.
Así se les ha ido el tiempo hasta el día veintinueve (Asdrúbal los va contando con pequeñas ranuras en el borde del catre). Y amanece igual. A eso de las ocho escuchan movimientos al fondo del pasillo. Parece que ruedan muebles, parece que muchas botas aporrean el suelo. “Sea lo que sea, es hoy”, dice Paco.
De pronto, con mucha calma, Asdrúbal por fin se sienta y mira sus zapatos. Por la ventana se les mete un rayo de sol, flaco y sólido como un tubo. Suena una aldaba seca. Y luego una voz sin emoción, como de piedra, que ordena desde la penumbra:
— ¡Tráiganlos!


Fotógrafa en Nueva York

Ella limpia con paciencia el cuerpo de la cámara. Pule y examina. “El ochenta milímetros estará bien”, piensa. Punto rojo con punto rojo: da vuelta a la ballesta. Cinco rollos más de película en el bolsillo del morral: dos color, tres blanco y negro. Camina hasta el balconcito y mira de nuevo por la ventana: parece que se quiere ir la luz. “Qué carajo”, se dice a sí misma y, con un suave ademán, cuelga el equipo en su hombro derecho. Da unos pasos cortos y ya está en la puerta. Sale y cierra. Gira la llave y baja los pisos sin apuro.
Viene subiendo Celine: la cara pálida, la pobre Celine que jadea y tropieza. Se desploma. Al oído le susurra algo: hay que correr. Ella arranca dando tumbos hasta que alcanza la calle. Toma camino hacia el sur, corre hasta una esquina y dobla. Pasa frente a la librería, frente a la tienda de Mark y el pequeño café de Gino. Algunos la ven al trote. Dos cuadras, tres. Luego el callejón: una pequeña multitud ya se empieza a reunir. Ella empuja para abrirse paso.
Y desde el suelo lo ve distinto: desbaratado, apenas con un hilo de sangre que le sale debajo de la corbata. No se atreve a tocarlo, no intenta moverlo: ahora no. Instintivamente dispara; cuatro fotogramas y ella apenas llora.
Justo enfrente, en el MoMA, la ciudad celebra a Robert Capa.


Polaroid de una musa fugaz

Las doce en punto. Pleno mediodía, y yo que agradezco este sol picante que se mete por la ventana. Pulo cualquier texto, en una calistenia que me ayuda a arrancar un enero de limbos. Y es cuando ella se me mete en el encuadre: llega en una camioneta Renault, maneja agresiva, ignora huecos e irregularidades del asfalto. Zum, frenazo, palanca en movimiento, cambio. Se baja una chica desde el puesto del copiloto, da un portazo. Zum, reversa y otro frenazo. Primera, acelerador y, finalmente, estacionada enérgica, casi violenta. Entonces ha quedado la camioneta de costado, paralela a la línea que traza mi ventana: justo frente a mí. Ella baja el vidrio, bella, bellísima. Está a unos veinte metros o menos: puedo verla con detalle. Saca un cigarrillo y se lo lleva a la boca (labios, comisura de labios, dientes, leve rictus de la cara, sostenido, sexy). Busca algo en un bolso, inútilmente. Sopla una brisa débil que le mueve el cabello. Suena un teléfono. Contesta: ¿Quiubo, Marce? ¿Qué más? ¿Cómo vas? Y yo rogando que se quede, que la del portazo no vuelva nunca, que la camioneta no prenda más. Hurga en el bolso de colores, como de fique, seguro a la moda. ¿Dónde estará el bendito encendedor? Marce, cuéntame, ¿qué hicieron al fin el sábado? ¿En casa de Rodrigo? Ah, deli. Con la mano derecha insiste en la búsqueda. Pienso: ¿por qué guardan tantas vainas en sus carteras, si luego no podrán encontrarlas? Basta de críticas, colabora. Y decido actuar, echar mano de mi Zippo, cogerlo y bajar un piso por las escaleras. Llevárselo. Ayudar. Encender su cigarro. Ella sigue al teléfono. ¿Y hasta qué hora fue la rumba, Marce? Uy, ¡del putas! ¿Por qué no me llamaron? Sostengo el encendedor en la mano, firme. Ya camino. Con la mano izquierda la veo recoger un mechón de cabello detrás de la oreja. Vuelve al bolso. Con el hombro derecho, con la cabeza ladeada, con dificultad sostiene el teléfono pegado a la oreja. Así puedo verle el cuello: largo, larguísimo. Los hombros. Pecas. Ya bajo. Ya me voy. Ya llevo el fuego. Sólo espérame. Abro la puerta y no la cierro. Mientras bajo las escaleras pienso: ¿Y si no regreso? ¿Y si me sale bien? ¿Qué tal si damos un paseo? Ah, ¿y la del portazo? Pues que se quede, que se joda. Ya casi estoy abajo. Imagino su cara, imagino labios y mejillas, la boca entera sosteniendo el cigarrillo virgen. ¡Qué carrera! Salgo, siento la brisa y presiento el sol en la cara. Empuño el Zippo —fuerte, seguro— y busco en la calle. Busco, busco. Sigo buscando.
¿Me ahorrarían la pena de confesarles que se ha ido?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La muchacha del renault es todo un clásico para aquellos que nos hemos quedado totalmente agüevoniados alguna vez ante una oportunidad que de bonita, desconcierta. De estos 3, este es mi favorito. De toda la pagina, los shots son la verga de triana!

Un abrazo Sinar David!

Anónimo dijo...

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