10.9.07

Notas chinas (uno)

— Bienvenido, detective. Realmente me place conocerlo.
Sima Kuen, el apacible hombrecillo que me estrecha la mano, consigue dominar la excitación que desde hace varios días lo afecta. Sólo esa sonrisa exagerada, y ese aire de optimismo permanente podrían delatarlo. Claro que los chinos, los conozco, suelen ser sujetos dados al disimulo y a la ceremonia. De modo que, calculo, podemos estar tranquilos, camuflados entre el catálogo estándar de la fisonomía y la actitud local.
El estilo promedio, casi serial del señor Sima podría atribuirse a cualquiera de los millones de oficinistas que caminan por las plazas de este país. Podría pasar por chofer, también; por agente de seguros o profesor universitario (su oficio, de hecho). Pero, por fortuna, sería muy difícil que alguno de los peatones apresurados que recorren esta tarde la estación de trenes de Xian, lo relacionara con el motivo secreto que nos reúne. Salvo que a algún curioso se le ocurriera hurgar detrás de su apellido.
— ¿Cómo estuvo su viaje? ¿Estamos seguros de que nadie lo sigue?
Alguien me dijo una vez que los chinos, esa masa prototípica, acostumbraban hablar de nosotros. Como si a fuerza de ser multitud, reflexionaba ese alguien, no concibieran otro punto de vista distinto al plural.
— Estamos seguros, digo sin ganas, mientras buscamos la salida del andén.
El profesor Sima no es un hombre de acción. Apenas he bajado del tren, con prisa toma una de mis maletas y, mientras caminamos para buscar un taxi, no puede dejar de mirar sobre su hombro, buscando con frenesí a nuestro perseguidor improbable. Sostiene mi equipaje con la mano izquierda, y acomoda con la derecha, en un repetitivo gesto de los dedos, sus lentes de montura dorada.
— ¡Taxi!
Viajamos hacia la casa del profesor, en las afueras de la ciudad. Mientras nos desplazamos, él se explaya en una detallada narración que resume el origen y desarrollo de la provincia de Shaanxi. Habla del tema con un dominio absoluto.
Su exposición se remonta a la época de la China Imperial. Pero, mirando con sospechas al taxista, se demora poco y emplea un tono sin emociones mientras cita un hecho relevante de la historia de su patria. Justo cuando cuenta unos días que, aún siendo remotos, son la causa principal de nuestro encuentro: el tiempo distante y glorioso en que mandó Qin Shihuang, el primer emperador chino.

Sima Kuen, hombre soltero y sin familia, ocupa una casa demasiado amplia en el apacible Barrio del Opio; una zona callada, casi rural, donde varios jubilados han construido hermosas villas de retiro. El nombre del caserío viene de fines del siglo XIX, explica, cuando muchos pobladores de Xian se iban hasta ese lugar solitario, entonces lejano, para comprar opio de primera en lo que fue un barrio peligroso de chozas levantadas por traficantes menores.
La mayoría de estos negociantes fueron detenidos después, en los años cuarenta y cincuenta, y los pocos que escaparon de la justicia supieron abandonar el lugar. Entonces un empresario, antiguo compañero de Kuen en la escuela, adquirió el terreno y lo vendió por parcelas a sus pobladores de hoy, con la tentadora oferta de “un remanso de paz a diez minutos de la ciudad”.
— Así fue como llegué aquí —recuerda el profesor con una taza de té en las manos. Mi amigo me ofreció un precio francamente irrechazable, y finalmente pude construir la casa que quería.
Kuen se extiende demasiado en sus anécdotas domésticas, y ahora soy yo el que desespera. Mientras charla, abotagado por el jet lag, detallo sus manos limpísimas, el delicado pliegue de sus párpados seniles. El anciano acaricia la taza a medida que bebe: con esas manos alargadas, frágiles como de niña, y esas uñas largas tan pulidas.
Más tarde, cuando haya terminado la infusión, sostendrá la pieza durante toda mi visita, sobando la porcelana como si la tarea lo sedase.
— Supongo que querrá descansar —continúa el viejo. De todos modos hoy no podemos empezar: mis hombres tienen una reunión obligatoria con el secretario local del Partido. Y es mejor que no falten; podríamos levantar sospechas. Seguro los sancionarían, y eso retrasaría nuestras labores.
El profesor se levanta, toma mi mano y me guía hasta una pequeña y confortable terraza. El balcón, con barandas de madera blanca, da hacia un valle de pinos muy altos cuyas copas se mecen con la brisa silbadora que baja de las montañas. Kuen me acerca una silla mientras, intranquilo, permanece de pie.
— Amigo Andrade, mi familia es una de las más antiguas de este gran país. Mis remotos ancestros han sido hombres de letras, y esa es una tradición que algunos hemos seguido con honor y dedicación. Es un oficio que ha traído cierta vida confortable a los Sima, y esto se debe a que muchos de nosotros hemos servido al gobierno. Usted debe saber poco sobre nuestra larga historia, y realmente no tiene por qué conocerla. Soy descendiente directo de Sima Qian, un gran historiador y viajero que tuvo el honor de servir en la corte del emperador Han Wuti…
Como si esperara ver alguna reacción de sorpresa o reverencia en mi rostro, el viejo me mira a los ojos durante unos segundos. Enseguida, peinando algunos cabellos que le cubren la frente, vuelve al relato:
— Una de sus grandes labores fue continuar la vastísima obra de su padre, Sima Tan, los Shiji, también conocidos como Recuerdos Históricos o Hechos Históricos Memorables. Algunos entendidos y la mayor parte del pueblo consideran esta como la más importante Historia de China de fines del siglo II antes de Cristo.
— Impresionante.
— Pues bien, gracias a los registros de Sima Qian mi país ha conocido los aportes y el legado de los emperadores. Entre sus apuntes, Qian se refiere a una construcción donde existían réplicas de palacios, tesoros incalculables y objetos maravillosos. Esta gran obra sería el mausoleo del primer emperador chino, el venerado Qin Shihuang.
— Uf.
— Durante más de dos mil años, señor Andrade, se ha hablado en los círculos de historiadores y arqueólogos sobre la trascendencia de este tesoro oculto. Se ha especulado mucho, es cierto, pero algunos teníamos la certeza de que la leyenda era real: habría guerreros tallados en piedra, joyas, grandes estatuas, y hasta una reproducción del mapa de la República, con todos sus ríos fluyendo, eternizados a través del milagro acuoso del mercurio.
­— ¡Mercurio!
­— Aunque el paso de los años hacía pensar que se trataba de un simple cuento, como tantos que abundan en nuestra tradición, yo he dedicado buena parte de mi vida y mis recursos financieros a encontrar el mausoleo. Me anima, sabrá usted, mi pasión por lo antiguo, mi interés en la historia; pero la tarea también encierra una misión familiar.
­—­ ¿Familiar?
­— Verá, detective, Sima Qian cayó en un desprestigio terrible entre sus colegas. Con los años, la aparente falsedad de sus registros ha opacado su prestigio como historiador. Si bien se le tiene como un estudioso serio en el ámbito oficial, su imagen real, más allá de lo que ordena el Partido, es casi la de un charlatán. Por supuesto, me refiero al medio académico, que es el que nos interesa a los intelectuales, porque el pueblo cree en la leyenda, e incluso la ha ido multiplicando con sus propios aportes.
— Disculpe que lo interrumpa, profesor, pero, ¿cuál es mi tarea aquí? ¿Necesita que lo ayude a buscar ese tesoro?
— No, señor Andrade, su tarea es un poco más delicada, aunque precisa un menor esfuerzo físico. La etapa más complicada ya ha sido cumplida. El trabajo de varias generaciones de la familia Sima, sí señor, ha rendido sus frutos: hace menos de un mes lo hemos hallado.
— ¿Cómo dice?
— Hemos dado con la tumba de Qin Shihuang.

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