28.9.07

Abril (III)

VII
Ingenuo, estimulado por sus anhelos de reportero principiante, Campos llega al periódico esperando que lo reciban como a un héroe. Fui el único que se metió en la boca del lobo, piensa, mirando los rostros bronceados de algunos colegas; el que tragó humo y esquivó balas mientras estos payasos venían de fiesta con las doñitas de la marcha, se queja en silencio, aunque podría gritar, y nadie lo escucharía en esta redacción sacudida por tantas noticias.
A esta hora, casi las tres de la tarde, el rumor de la renuncia presidencial ha cogido cuerpo. Abundan las versiones: que los militares se alzaron y exigen la dimisión; que el propio jefe de estado pide que lo dejen huir a Cuba; que un edecán lo vio haciendo maletas; que de la pista del aeropuerto de La Carlota ya están saliendo varios aviones. Los periodistas caminan de un lado a otro, llaman a sus fuentes, preguntan, trabajan como poseídos buscando confirmar cualquiera de las historias. Cada cual vive su agitación, y nadie parece tener tiempo para las angustias de utilería que agobian al joven Campos.
Cuando ve salir a Suárez, uno de los fotógrafos, con su maletín terciado, el reportero se acuerda de Humberto, a quien no ha vuelto a ver desde el mediodía. Ataja a Suárez casi en la puerta y le pregunta:
— Epa, ¿y Humbertico?
— Ese sigue en la calle, peluche. Seguro cae por aquí más tarde.
El reportero vuelve a su puesto, se sienta y enciende la computadora para empezar a escribir. Mientras espera que el viejo aparato arranque, las pantallas de los televisores, alzados sobre una pared, repiten y repiten las imágenes de los primeros muertos. Una señora rubia, su rostro sacudido por un balazo en la esquina de Candilito; un vendedor ambulante, que insistió en seguir trabajando, desbaratado por un tiro de fusil a dos cuadras de Llaguno; un vigilante herido en el estómago; y en aquella esquina el mismo flaco que Campos vio hace un par de horas, eliminado en la boca del metro, justo cuando escapaba por una calle de El Silencio.
Laura, mordiendo un bolígrafo, la mirada fija en las pantallas, sacude la cabeza sin parar:
— Qué peo, vale, qué peo.
Y cuando el periodista ha encendido la máquina, cuando abre un archivo de word para empezar a teclear, la jefa lo detiene:
— Campos, no te acomodes mucho, que te vas pa donde los curas.
— ¿Cómo? ¿Cuáles curas?
— A la Conferencia Episcopal, que los curas se van a pronunciar.

VIII
Entre treinta choferes curtidos, amigos casi todos, a Campos le toca salir con un recién llegado:
— ¿Y usté de dónde es? —pregunta el reportero.
— De Maracay, caballero.
— ¿Y qué hace por estos lados?
— Mucho carro ocupao, y la empresa tuvo que traer varios más, pa cubrir.
— Ah, carajo.
— Pero si usté me guía, yo manejo.
— Estamos mal, compañero, porque yo tampoco es que conozca mucho.
— ¿Ta recién llegao también?
— Sí señor, de Maracaibo.
— Ah, vaina.
El carro, sin insignias de prensa, avanza por la autopista rumbo a Montalbán. A ciento veinte. Desde el oeste les alumbra la cara el sol anaranjado de la tarde. El chofer enciende la radio. “Venezolanos, venezolanas…”, empieza el presidente con su discurso. Y Campos, recordando el chisme que le contó Humberto, se asusta ante la posibilidad:
— ¡Coño, ¿se va el hombre?!
— Qué va —despacha el moreno mientras conduce.
Pasan los minutos y el mensaje se va por las ramas, nada que entra en materia. Así llegan al edificio de la Conferencia Episcopal, donde ya se acumula una pequeña multitud, entre reporteros, fotógrafos y cámaras. Campos se suma al grupo y saluda a varios conocidos.
La mayoría permanece frente al único televisor disponible, escuchando el mensaje desde palacio. A través de algunos celulares (que pronto colapsarán ante el alud de llamadas) y radios siguen llegando noticias del desastre: el ejército salió a reprimir, la mitad de la fuerza armada se le volteó al presidente, la aviación no se sabe, puede venir un bombardeo. Mientras el hombre habla, con todos los canales y emisoras encadenados, los reporteros dependen de los rumores que reciben.
Hasta que, de pronto, la pantalla se divide en dos: de un lado, el hombre garantizando el orden; que todo está bien, en calma, que nadie salga de su casa; del otro, las imágenes de los disturbios, los muertos, las nubes de humo y los equipos antimotines. Enseguida, como fichas de dominó, el resto de las televisoras se van sumando a la estrategia bipolar. Pero sólo dura unos minutos, pues pronto, también como fichas, las transmisiones se van cayendo, dando paso a ese hormiguero en la pantalla vacía.
Entonces, como loros colgando de los cintos, muchos radios vuelven a transmitir la locura. Sin televisores ni celulares, los periodistas, que se suponen deben estar enterados, caen en la oscuridad y la duda. Cada uno repite lo que escucha en su aparato:
— ¡Mataron a un camarógrafo! —dice la trigueña alta de la esquina.
— ¡Coño, sí! —confirma otra.
— ¡¿De qué canal?! —preguntan casi todos.
— No, fue un fotógrafo —corrige éste calvo de acá.
Que está parado justo al lado de Campos. Y Campos, pensando en Humbertico, siente la náusea y el miedo, y duda unos segundos antes de atreverse a preguntar.
(Continuará)

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es que definitivamente es para mi imposible no aplaudir cual foca del congreso cuando Chávez habla cada vez que te leo!!! ( y vaya que me debe gustar lo que leo para hacer una comparación de ese calibre)
Hermano usted es simplemente brillante. Un beso

Sinar Alvarado dijo...

no, querida denyse, no es para tanto. es tu lectura benevolente la que me eleva.

gracias por visitar.

besos.

Camilo Jiménez dijo...

Carajo, este minuto a minuto de un golpe de Estado se pone cada vez más arrecho y emocionante. Leo en el borde de la silla. Por fortuna dejé juntar esta entrega con la última, porque me hubiera comido un par de uñas esperando el final.
Camarada Alvarado, oiga, oiga las 21 salvas que disparo en señal de reconocimiento.

Sinar Alvarado dijo...

capitán jiménez, señor, ya había echado de menos sus comentarios. qué bueno que pudo comerse la mitad de la historia de un solo mordisco. me alegra que le haya ido tan bien, hombre, y muchas gracias por esos disparos: firrrrr!