27.7.07

Tres relatos

Camaradas

Paco raspa un barrote con tedio: monocorde, resignado. Detrás, en el catre que ambos se turnan, Asdrúbal busca el sueño en silencio. Así ha estado casi desde la noche en que cayeron. En el pequeño calabozo están obligados a respirar ese aroma ocre de orines vencidos. La luz es escasa. Han pasado más de veinte días y aún no saben qué harán con ellos.
A través de la pequeña ventana, bien temprano, se cuela siempre una brisa fresca y salada que viene del mar. Justo abajo, en el gran patio, han fusilado a varios de La Organización.
— Ahí jodieron a Augusto —dice Paco.
Y señala con los labios el muro lastimado por las balas. Después sigue raspando el barrote, como si esa tarea lo aliviara. Asdrúbal, desde el catre, le lanza una mirada de rabia muda antes de girar otra vez sobre el colchón.
A lo largo de todo el corredor, frente a las celdas, viaja un viento frío y callado. Ni un alma.
Paco se niega a creer que sean los únicos allí. Desde los primeros días, cuando les sobraba moral, discutieron sus posibilidades. Entonces Asdrúbal no se había rajado, pero las expectativas de ambos ya estaban divididas. Paco estaba convencido de que los iban a torturar. “Sabemos mucho, compañero” —repetía convencido— “no nos pueden matar”. Asdrúbal siempre se mantuvo escéptico. Se dejó ir. Se entregó completo y no volvió a levantarse nunca más.
Al final de cada día a Paco le gusta asomarse por la única ventana del calabozo: parado de puntas consigue ver la costa. Muy cerca hay un pequeño pueblo de pescadores; hombres que con sus lanchas, iluminadas como luciérnagas, hieren la oscuridad de la playa durante la madrugada. En esas noches quietas les llega clarita la música de las parrandas. “Tambores y ron”, piensa Paco, mientras le brotan fáciles unas lágrimas gordas.
Así se les ha ido el tiempo hasta el día veintinueve (Asdrúbal los va contando con pequeñas ranuras en el borde del catre). Y amanece igual. A eso de las ocho escuchan movimientos al fondo del pasillo. Parece que ruedan muebles, parece que muchas botas aporrean el suelo. “Sea lo que sea, es hoy”, dice Paco.
De pronto, con mucha calma, Asdrúbal por fin se sienta y mira sus zapatos. Por la ventana se les mete un rayo de sol, flaco y sólido como un tubo. Suena una aldaba seca. Y luego una voz sin emoción, como de piedra, que ordena desde la penumbra:
— ¡Tráiganlos!


Fotógrafa en Nueva York

Ella limpia con paciencia el cuerpo de la cámara. Pule y examina. “El ochenta milímetros estará bien”, piensa. Punto rojo con punto rojo: da vuelta a la ballesta. Cinco rollos más de película en el bolsillo del morral: dos color, tres blanco y negro. Camina hasta el balconcito y mira de nuevo por la ventana: parece que se quiere ir la luz. “Qué carajo”, se dice a sí misma y, con un suave ademán, cuelga el equipo en su hombro derecho. Da unos pasos cortos y ya está en la puerta. Sale y cierra. Gira la llave y baja los pisos sin apuro.
Viene subiendo Celine: la cara pálida, la pobre Celine que jadea y tropieza. Se desploma. Al oído le susurra algo: hay que correr. Ella arranca dando tumbos hasta que alcanza la calle. Toma camino hacia el sur, corre hasta una esquina y dobla. Pasa frente a la librería, frente a la tienda de Mark y el pequeño café de Gino. Algunos la ven al trote. Dos cuadras, tres. Luego el callejón: una pequeña multitud ya se empieza a reunir. Ella empuja para abrirse paso.
Y desde el suelo lo ve distinto: desbaratado, apenas con un hilo de sangre que le sale debajo de la corbata. No se atreve a tocarlo, no intenta moverlo: ahora no. Instintivamente dispara; cuatro fotogramas y ella apenas llora.
Justo enfrente, en el MoMA, la ciudad celebra a Robert Capa.


Polaroid de una musa fugaz

Las doce en punto. Pleno mediodía, y yo que agradezco este sol picante que se mete por la ventana. Pulo cualquier texto, en una calistenia que me ayuda a arrancar un enero de limbos. Y es cuando ella se me mete en el encuadre: llega en una camioneta Renault, maneja agresiva, ignora huecos e irregularidades del asfalto. Zum, frenazo, palanca en movimiento, cambio. Se baja una chica desde el puesto del copiloto, da un portazo. Zum, reversa y otro frenazo. Primera, acelerador y, finalmente, estacionada enérgica, casi violenta. Entonces ha quedado la camioneta de costado, paralela a la línea que traza mi ventana: justo frente a mí. Ella baja el vidrio, bella, bellísima. Está a unos veinte metros o menos: puedo verla con detalle. Saca un cigarrillo y se lo lleva a la boca (labios, comisura de labios, dientes, leve rictus de la cara, sostenido, sexy). Busca algo en un bolso, inútilmente. Sopla una brisa débil que le mueve el cabello. Suena un teléfono. Contesta: ¿Quiubo, Marce? ¿Qué más? ¿Cómo vas? Y yo rogando que se quede, que la del portazo no vuelva nunca, que la camioneta no prenda más. Hurga en el bolso de colores, como de fique, seguro a la moda. ¿Dónde estará el bendito encendedor? Marce, cuéntame, ¿qué hicieron al fin el sábado? ¿En casa de Rodrigo? Ah, deli. Con la mano derecha insiste en la búsqueda. Pienso: ¿por qué guardan tantas vainas en sus carteras, si luego no podrán encontrarlas? Basta de críticas, colabora. Y decido actuar, echar mano de mi Zippo, cogerlo y bajar un piso por las escaleras. Llevárselo. Ayudar. Encender su cigarro. Ella sigue al teléfono. ¿Y hasta qué hora fue la rumba, Marce? Uy, ¡del putas! ¿Por qué no me llamaron? Sostengo el encendedor en la mano, firme. Ya camino. Con la mano izquierda la veo recoger un mechón de cabello detrás de la oreja. Vuelve al bolso. Con el hombro derecho, con la cabeza ladeada, con dificultad sostiene el teléfono pegado a la oreja. Así puedo verle el cuello: largo, larguísimo. Los hombros. Pecas. Ya bajo. Ya me voy. Ya llevo el fuego. Sólo espérame. Abro la puerta y no la cierro. Mientras bajo las escaleras pienso: ¿Y si no regreso? ¿Y si me sale bien? ¿Qué tal si damos un paseo? Ah, ¿y la del portazo? Pues que se quede, que se joda. Ya casi estoy abajo. Imagino su cara, imagino labios y mejillas, la boca entera sosteniendo el cigarrillo virgen. ¡Qué carrera! Salgo, siento la brisa y presiento el sol en la cara. Empuño el Zippo —fuerte, seguro— y busco en la calle. Busco, busco. Sigo buscando.
¿Me ahorrarían la pena de confesarles que se ha ido?

11.7.07

Fierros y tiroteos

I
1994. Siete pe eme. Estaciono frente a la puerta del bar “La selva”. Entro y empiezo a andar a través de un túnel angosto y largo, de unos veinte metros. En las paredes, a cada lado, reptan —pintadas en verde y marrón— las ramas de muchos árboles de acuarela. Camino. Al salir me encuentro con un galpón enorme, luz blanca que baja de un techo alto y abierto a los lados, piso de cemento, una tarima al fondo, treinta mesas repletas de cervezas. Suenan vallenatos a todo taco, bailan algunas parejas. Desde ese punto hago un paneo y busco, hasta que encuentro al Doctor Alvarado con sus amigos, presidiendo desde un costado la fila de mesas juntas.
Carajo, estos son los huecos que te encantan ahora: pienso, pero no lo digo.
— Quiubo.
— Quiubo.
Saludo a los que conozco, río de algunos chistes, pido una polar. Trago el primer sorbo prolongado y paladeo durante un rato ese líquido frío. Pero tengo ganas, así que me levanto y busco el baño: la puerta cerrada. Se me une Gabriel —calvo, brioso, moreno: setenta años—, el más fiestero entre esa numerosa banda de despreocupados que frecuenta el Doctor Alvarado.
— Jodaaaa, me estoy meando —dice.
— Está ocupado.
— Uh…
Esperamos un par de minutos hasta que la puerta se abre. Antes de que salgan cuatro, cinco malandritos de entre 15 y 17, nos baña el humo de toda la yerba que se han estado fumando ahí dentro. Gabriel me mira con esa cara suya, siempre divertida. Y entramos.
Pasando el umbral, de frente, hay un inodoro entre paredes, detrás de una puerta de lata. A la derecha están los urinarios, y hacia allá caminamos para descargar. Mientras lo hacemos, de espaldas a la habitación, Gabriel y yo charlamos, bebemos de las botellas que hemos colocado sobre una pequeña repisa embaldosada.
Estamos en eso cuando sale, del inodoro que creíamos vacío, un sexto chorito rezagado. Trae una pistola —vieja, con pelones en el metal, remendada— y la levanta: nos apunta. Gabriel no voltea jamás, pero oye sus balbuceos.
— Epa… epa… ustedes… ¿ustedes están bebiendo aquí?
Maldita indefensión, maldita sorpresa. No sé qué responderle. Veloz, concibiendo y descartando, barajo posibles estrategias para evitar el disparo.
— Sí… hermano… todo bien.
— Todo bien, todo bien —me imita Gabriel, siempre sin verlo, sin enterarse.
El muchacho mueve la pistola hacia los lados, con un desgano natural, como si en esos pases ponderara la duda: ¿los jodo o los dejo ir? La lleva a un lado, al otro; parece darme todo este tiempo para temer. Hasta que vuelve a hablar.
— Ah… ah… todo bien. Bueno, cualquier cosa, ahí estamos nosotros pa lo que salga, ¿oyó?
— Claro… hermano… seguro, seguro.
Entonces baja la pistola. Se la acomoda en la espalda, dentro del pantalón, y da un paso hacia nosotros para extenderme la mano. Yo tengo la derecha ocupada, pero hago un cambio a la izquierda y, ahora con la diestra libre, lo saludo. Nos damos un apretón breve. Después me suelta, le palmea un hombro a Gabriel y se va.
Cuando abre la puerta para salir, mientras veo su espalda que se aleja, el ruido del vallenato se mete e inunda el pequeño espacio del baño. Despertado por ese soplo, ya regresando del pánico, por fin vuelvo a orinar.

II
1996. Salgo del restaurante y camino por la avenida siete. He andado unos veinte metros cuando paso frente a la zapatería de Fabio. Delante de la casita angosta donde funciona el local, un carro azul espera con el motor encendido y el conductor a bordo. Lo miro de paso, me llama la atención. Estoy pensando en eso y avanzo a pocos metros de la zapatería, cuando suenan los tiros: tres, cuatro. Me detengo un instante, luego reacciono y echo a correr, hasta refugiarme detrás de un auto estacionado más adelante.
Desde ahí, agachado, veo abrirse la puerta de la zapatería. Salen dos, un hombre con una escopeta y una mujer que lleva una pistola en cada mano. Alcanzo a ver clarito cómo ella, con cierta torpeza, sostiene las dos armas con la mano izquierda para poder abrir con la derecha la puerta del carro encendido. Luego arrancan, veloces, y pasan junto a mí en la fuga.

***

Fabio, contaban los vecinos más viejos, empezó su pequeño imperio como zapatero remendón. Fue, supongo, uno de esos tipos voluntariosos, artesano puerta a puerta, de los que caminan por los barrios de Maracaibo gritando “zaaapaterooo”. Hay quienes todavía pueden describir su vieja caja de madera, sus herramientas, el delicado esmero con el que trabajaba.
De ese pasado informal, Fabio fue emergiendo hasta convertirse en empresario del calzado. Empezó en una casita estrecha, su primer local, esa que nunca vendió. Ahí estrenó sus máquinas, sus cueros, las suelas y los tacones. Encerrado en ese hoyo angosto, oliendo en cada jornada el vaho maligno de la pega, se dedicó a robustecer el negocio.
Doñas y mandaderos venían a reparar sus zapatos desde los sectores cercanos. De Las Mercedes, de Cecilio Acosta, del entonces distante barrio 18 de Octubre. Impulsado por aquel auge, Fabio expandió su nicho comercial y, abandonando la reparación, empezó a vender. Pronto alquiló nuevos locales, compró casas, artefactos, toneladas de insumos: cuero, cartón, cajas para vender sus modelos. Contrató obreros y vendedores.
Cuando lo conocimos, Fabio era un tipo maduro, cincuentón, con el cabello cano, bajito y siempre muy bien vestido. Lo veíamos a cada rato, cruzando por la esquina del restaurante encaramado en su camioneta verde. A veces paraba, saludaba con cortesía y se tomaba algún jugo de frutas mientras conversaba con Rodolfo. Hablaban de trabajo, de los típicos problemas que le ocupan la vida a los comerciantes.
En sus últimas visitas, Fabio no paraba de quejarse por la inseguridad. Habían asaltado su zapatería en varias ocasiones, y él, obstinado, decidió comprar un arma. Si esos bandidos regresaban, decía, estaba dispuesto a enfrentarlos.

***

Apenas estoy saliendo de mi escondite cuando vuelve a abrirse la puerta del local. Ahora sale Enzo, el hijo mayor de Fabio, que lleva en brazos el cuerpo baleado de su padre. Otro hijo, un par de empleados y algunas mujeres completan la escena. Hay quienes lloran y gritan, se apresuran. Todo el grupo se acomoda dentro del vehículo de Alba, la esposa de Fabio. Y arrancan rumbo al hospital. Han pasado sólo un par de minutos cuando el auto que lleva al herido repite la ruta de los asaltantes.
Regreso al restaurante mientras la calle se empieza a llenar de vecinos. Fénix María no sale; también oyó los disparos y, creyéndome herido, se ha quedado paralizada de miedo dentro del negocio. Después llegará la confirmación desde el hospital, pero ya lo sospecho, lo sé, y se lo digo a ella:
— Mataron a Fabio.

III
2002. Hoy hace exactamente cinco años. Esa noche, después de una larga sesión que había empezado a las nueve de la mañana, un tribunal absuelve a Richard Peñalver, el concejal pistolero. Aún incrédulos ante semejante fallo, los reporteros abandonamos el Palacio de Justicia a las diez de la noche. Sobre la calleja oscura que pasa frente al feo edificio de tribunales, una pequeña multitud vitorea al “héroe” recién liberado. Algunos, viéndonos atravesar, gritan insultos y consignas a favor del concejal. Los ignoramos, caminamos hasta el carro y partimos.
Edgar y Felipe deben escribir esta misma noche, así que los dejamos frente a sus periódicos y seguimos camino. Rodando a más de cien por la desolada Cota Mil, las luces de Caracas titilan allá abajo. Por las ventanas se cuela una brisa fría que nos mantiene despiertos. Las salidas van pasando: Maripérez, La Castellana, Altamira, y luego El Marqués, la que baja justo hacia mi casa.
La torre de trece pisos se levanta sobre la avenida Sanz. Al frente, sobre la vía, un estacionamiento para visitantes recibe algunos carros cada noche. Después de parquear, cuando ya me he bajado, Yari recuerda y me pide unos papeles que están arriba, en el apartamento. Decide dar una vuelta mientras subo a buscarlos. Terminamos de hablar —yo: parado en el corredor que forman su carro y una camioneta; ella: sentada al volante— cuando escuchamos el frenazo de un auto al otro lado de la avenida. No tengo tiempo de mirar.
Tun, tun, tun… cinco disparos suenan a poca distancia. En el brevísimo instante que ha transcurrido desde las detonaciones, me he quedado congelado en el sitio. Así estoy cuando escucho el silbido de las balas pasando a pocos metros sobre mi cabeza. Me tiro al piso y ruedo bajo la camioneta; los proyectiles van estrellándose en las ventanas de los primeros apartamentos, formando un escándalo y el reguero de vidrios rotos que caen al jardín.
Mientras sigo refugiado bajo la camioneta, oímos el ruido del carro cuando escapa. Desde el concreto, en contrapicado, saco la cabeza y empiezo a ver las luces que se encienden en el edificio, las caras de los vecinos que se asoman a curiosear. Y escucho la voz, lejana, de uno que, viéndome tirado, pregunta a gritos desde su balcón:
— ¿Está vivo?

15.6.07

Lo que Truman no dijo

Hace exactamente 38 años y un día, dos ex convictos entraron en una granja de Kansas y mataron a mansalva a una familia entera para robar menos de cien dólares. Seis años después, luego de una increíble investigación, Truman Capote publicó A sangre fría e inauguró un nuevo género narrativo: la novela de no ficción. George Plimpton, director de la prestigiosa revista The Paris Review, entrevistó a las mismas fuentes de Capote treinta años después, e hiló este “relato coral” para The New Yorker, que revela todo aquello que Capote decidió no decir en su libro.

Por George Plimpton
El 15 de noviembre de 1959, dos extraños entraron a una granja solitaria cerca de la pequeña comunidad rural de Holcomb, en Kansas, y asesinaron a su dueño, Herbert Clutter, a su esposa, Bonnie, y a sus dos hijos, Kenyon y Nancy. A mediados de diciembre de ese año, Truman Capote viajó a Kansas para investigar el crimen, enviado por la revista The New Yorker. En principio, planeaba explorar los efectos que habían producido en un pueblo chico y sumamente pacífico esos asesinatos, supuestamente cometidos por nativos del lugar.

Los asesinos resultaron ser dos ex convictos, Dick Hickock y Perry Smith, quienes habían sido mal informados por un compañero de prisión acerca de la cantidad supuestamente inmensa de dinero que Herbert Clutter guardaba en una caja fuerte en su granja. Seis años después, luego de infinitas horas de investigación en Kansas, Capote publicó A sangre fría. El libro se convirtió en un suceso increíble de crítica y de ventas.

A Capote le gustaba decir, y lo decía seguido, que A sangre fría había inaugurado una nueva forma literaria: la “novela de no ficción”. Es decir, un trabajo de investigación y reportaje al que se le aplican las técnicas de la ficción. Algunos de sus pares notaron una aparente contradicción en el término. Entre ellos Norman Mailer, quien dijo que una novela de no ficción sonaba como “dar un remedio para una enfermedad sin nombre” (aunque, años después, no tuvo problemas en intentar el género, con La canción del verdugo, sobre la vida criminal de Gary Gilmore).

Las líneas que siguen aspiran a ser otra forma literaria, conocida como “biografía oral” (otra receta medicinal para una enfermedad que no tiene nombre), en la que una serie de voces conforman una suerte de continuidad coral que va hilando un relato. El relato revela nuevos detalles sobre el inusual estilo de Capote para narrar, sobre su impacto en esa comunidad de Kansas, y sobre su conducta el día en que los asesinos fueron ahorcados, finalmente.

Slim Keith (amiga): Truman me llamó un día y me dijo: “El New Yorker me dio a elegir entre salir por Manhattan con una mucama por horas que nunca conoce a los dueños de casa para los que trabaja, e ir a Kansas a cubrir el asesinato de una familia. ¿Qué hago?”. Yo le contesté que hiciera lo más fácil: ir a Kansas.

Brendan Gill (escritor): Nunca existió la orden de hacer esa nota. Creo que William Shawn (el editor del New Yorker) le dijo a Truman que le interesaba el efecto que producía un crimen en un pueblito del medio oeste reaccionando: una catástrofe sin precedentes para ellos. Eso sí le hubiera gustado a Shawn. Nada de sangre. Hubiese dicho que no, de haber sabido lo que terminaría siendo A sangre fría. Creo que los dos se sorprendieron cuando vieron en lo que terminó la nota.

John Knowles (escritor): Truman se puso desaforadamente detallista durante la cena en Le Pavillion. Dibujó la casa, el lugar en el que encontraron los cuerpos... Hasta entonces los asesinos no habían sido capturados. Yo le dije: “Si te encuentran husmeando por ahí... Quiero decir, ya asesinaron a cuatro personas, ¿crees que corres peligro?” El contestó: “Razonablemente”.

John Barry Ryan (amigo): Truman tenía miedo de ir solo a Holcomb y llevó a su amiga Harper Lee, que era una mujer muy dura. Recuerdo que le preguntó a Harper “¿Conseguirías un permiso para portar armas y llevarías una?”.

Duane West (residente de Holcomb): Era una especie de gnomo, que hacía un deliberado esfuerzo por exhibir su excentricidad. Estábamos en pleno invierno y él andaba con un abrigo enorme y uno de esos sombreros que usaba Jackie Kennedy.

Alvin Dewey (agente federal): La primera vez que lo vi fue en el tribunal de Garden City. Apareció con Harper Lee, me dijo quién era y charlamos un rato. Llevaba puesto un sombrerito, un saco de piel de oveja y una bufanda muy larga y angosta que caía hasta el piso. Nunca había visto un reportero que se vistiera así. Yo nunca había oído hablar de él. Le pedí ver su credencial. El dijo que nunca nadie le había pedido algo así. Pero ofreció mostrarme su pasaporte.

Harold Nye (agente federal): Al Dewey me invitó a conocer a este señor que había venido al pueblo para escribir un libro. Fuimos a su cuarto en el hotel después de la cena. Y ahí estaba, en una especie de bata de seda rosa, caminando por todo el cuarto con las manos en la cintura y contándonos a todos que iba a escribir un libro que haría historia. No fue una buena impresión. Y esa impresión nunca cambió. Voy a contar una cosa que dará una idea de por qué. Mi mujer es una mujer muy estricta y religiosa. Una vez en Kansas City, Truman nos preguntó si queríamos salir esa noche. Nos llevó a la calle principal y pagó cien dólares para entrar en un bar de lesbianas. Había cincuenta parejas de mujeres comiendo, bailando, haciendo sus cosas. Mi esposa se quería ir pero no se atrevía a decirle nada a Truman. De ahí nos llevó a un bar de hombres. Nos sentamos y pedimos unos tragos, y no pasan tres minutos que algunos de estos tipos se acercan a nuestra mesa y empiezan a hablarle, a tocarlo, a juguetear con sus orejas, justo enfrente de mi esposa. Truman sabía qué clase de mujer era mi esposa. ¿Pero cómo se le dice a un hombre tan famoso como Truman Capote que no te gusta lo que está haciendo?

Alvin Dewey (agente federal): Nunca traté a Truman de una manera diferente a como traté al resto de la prensa. Lo que pasa es que él seguía volviendo, y naturalmente nos fuimos conociendo más. Pero no gozaba de favoritismo o información adicional, definitivamente no. Salió solo y lo hizo solo. Conseguía información que nadie tenía, ni siquiera nosotros. Por supuesto, también cuando compró las desgrabaciones de todo el proceso judicial, y si tenías eso, tenías toda la historia.

Marie Dewey (esposa de Alvin Dewey): Ni Harper ni Truman tomaban notas mientras entrevistaban a la gente. Pero después iban a sus cuartos, escribían todo de memoria y chequeaban uno con el otro.

Harrison Smith (abogado defensor): Los grabadores no eran muy comunes en aquellos días. Cuando pienso en eso, me pregunto cómo se puede tener una conversación como la que estamos teniendo ahora durante una hora y después sentarse y escribirla. Truman me contó que, cuando era chico, agarraba la guía telefónica de Nueva York y memorizaba una página. Después, hacía que alguien le preguntara “En la línea tal, ¿cuál es el nombre y cuál es el número de teléfono?”.

Harold Nye (abogado defensor): Tuve problemas con Truman cuando me mandó las pruebas de galera de su libro. Donde hablaba de mi viaje a Las Vegas, cuando fui allá a buscar pruebas, lo que contaba era incorrecto, y yo me ofendí y me negué a aprobarlas. Fue algo insignificante, excepto que yo tenía la impresión de que el libro iba a ser fáctico, y no lo era: era un libro de ficción.

Marie Dewey: Perry Smith le cayó bien de entrada. Hickock no le gustaba.

Alvin Dewey: Hickock te impresionaba como un individuo que quería hacerse notar. Smith era más... no sé cómo decirlo. Mortífero. Te mataba no bien te miraba. Truman se veía a sí mismo en Perry Smith. Sus infancias eran más o menos iguales. Ambos venían de padres separados. Tenían más o menos la misma altura, y la misma contextura física.

Marie Dewey: Truman nos dijo que en la vida uno sigue un sendero, y de repente el camino se bifurca, y uno toma por la derecha o toma por la izquierda. Sentía que él había tomado por la derecha y Perry por la izquierda.

Joe Fox (editor de Capote): Lo adoraba. Perry era una suerte de doppelgänger: un doble de él.

Harrison Smith: No creo que Truman haya tenido que hacer mucho esfuerzo para ganarse la confianza de Perry y de Hickock. Uno puede imaginárselos sentados en esa celda diminuta en la que apenas entra el sol por una ventanita. Y todas esas revistas, cigarrillos y golosinas que Truman les enviaba. Yo también tendría buenos sentimientos con alguien que me manda cosas así en una situación como ésa.

Charles McAtee (director de los institutos penales de Kansas): Perry era, a su manera, buen mozo. Hickock tenía la cara desfigurada por un accidente de auto: un ojo miraba siempre en otra dirección.

Alvin Dewey: Truman y yo no nos poníamos de acuerdo en un punto: si Perry había cometido los cuatro asesinatos. Truman creía que sí, yo suponía que Perry había cometido dos y Hickock otros dos. En su primera declaración, Perry admitió que había matado al señor Clutter y a su hijo Kenyon, y que después le pasó el arma a Hickock y le dijo: “Ya hice todo lo que pude, encárgate de los otros dos”. Pero cuando la declaración estaba siendo tipeada, mandó a decir que la quería cambiar. Cuando le pregunté por qué, contestó: “Estuve hablando con Hickock y no quiere que su mamá piense que él cometió dos de esos asesinatos. Yo no tengo parientes, así que por qué no lo hacemos de esta manera”. Pero Truman sentía que Smith realmente había matado a los cuatro. No creía que Hickock tuviera los cojones.

Harrison Smith: Truman era demasiado astuto como para prometerles: “Voy a sacarlos de ésta”. Lo que podía hacer era darles coraje, y decirles que quizá los tribunales superiores revirtieran el veredicto. Lo que en realidad estaba haciendo era exprimir sus cerebros: qué hicieron después de cometer los asesinatos y huir, qué sintieron cuando los atraparon. Pero creo que, con el tiempo, llegó a sentir verdadera simpatía por ellos y odió que los liquidaran. En cuanto al libro, no había ninguna diferencia en que los ahorcaran o les dieran cadena perpetua: sólo necesitaba saber cuál sería el último acto. Al menos eso es lo que siempre decía.

Kathleen Tynan (escritora y viuda del crítico Kenneth Tynan): En la primavera del '65 Ken conoció a Truman en una fiesta. Se acababa de anunciar que los tipos iban a ser ahorcados y, según Ken, Truman saltaba de alegría: “¡Estoy fuera de mí! ¡Fuera de mí de felicidad!”. Ken quedó muy impresionado. Cuando se publicó el libro en Inglaterra, Truman estaba en el Claridge's. Creo que sospechaba o había oído que Ken iba a hacer la crítica de A sangre fría para el Observer, y vino a visitarnos. Parecía un banquero, un pequeño banquero. Fue una reunión bastante tensa. Truman se dio cuenta de que estaba en problemas. En su reseña Ken sugería que, a pesar de lo que afirmaba Truman, el libro hubiera sido muy difícil de publicar si no los hubiesen ahorcado. Ken escribió: “Por primera vez un escritor de primera, con influencia, ha tenido una posición de intimidad privilegiada con criminales a punto de morir y, en mi opinión, hizo menos de lo que podría haber hecho para salvarlos”. Truman acusó públicamente a Ken de tener “la moral de un mandril y las agallas de una mariposa”.

George Plimpton: Truman estaba furioso con Tynan. No podía olvidarse de lo que había dicho. Me acuerdo de estar comiendo con él en un restaurante italiano del East Side, al que le encantaba ir porque supuestamente pertenecía a alguien de la Mafia. Me contó que el mozo era un asesino a sueldo que ya había matado a más de una docena de personas. De repente empezó a describirme una fantasía maquiavélica sobre Tynan. Empezaba con el secuestro: lo llevaban con los ojos vendados y atado a una clínica paradisíaca en algún lugar fuera del país. Puso especial cuidado en los detalles: lo bondadosas que eran las enfermeras, lo excelente que era la comida. Después, su voz se puso filosa: Tynan sería llevado al quirófano y... la idea era que le fueran extirpando órgano tras órgano, con posoperatorios absolutamente exquisitos y meticulosos, para que se fuera acostumbrando a la ausencia de cada cosa que le extraían. Hasta que finalmente, después de meses de cirugía y recuperación, todo había sido extirpado excepto un ojo y los genitales. Entonces Truman apoyó la espalda en la silla y reveló el desenlace: “Lo que hacen después es llevar hasta su habitación un proyector de películas y una pantalla ¡y le pasan películas pornográficas, de las más fuertes, todo el tiempo, sin parar!”.

John Knowles: La ejecución de Smith y Hickock fue una experiencia terriblemente traumática para Truman. Pero no creo que fuese eso lo que lo quebró, sino el éxito abrumador de A sangre fría. Creo que perdió el control de sí mismo después de eso. Había sido tremendamente disciplinado hasta entonces, uno de los escritores más disciplinados que jamás conocí.

Charles McAtee: Era esa clase de noche lluviosa de película. Un perro ladraba a lo lejos. Dick y Perry fueron llevados en auto desde el edificio de la prisión a un galpón trasero de la cárcel. Las horcas estaban adentro. Cuando la pena capital fue abolida en Kansas, fueron desarmadas y entregadas a la Sociedad Histórica del Estado, que todavía las conserva. Truman había dicho que no podía terminar el libro si no presenciaba la ejecución: tenía que sentirla personalmente. Los condenados podían elegir tres testigos. Tanto Hickock como Smith lo eligieron: él les había dado una parte de las ganancias del libro para que ellos pagaran a los abogados que apelaban sus sentencias. Truman llegó al Hotel Muehlebach a eso de las dos de la tarde y me dijo: “Chuck, no puedo hacerlo”. Le pregunté qué quería decir: “¿Eso significa que no vas a presenciar la ejecución?”. Truman dijo que estaría en la ejecución, pero que no tenía fuerzas para verlos antes ni hablar con ellos.

Joe Fox: Truman me pidió que lo acompañara a Kansas. Realmente necesitaba ayuda para poder tolerar las ejecuciones. Paramos en una suite del Muehlebach. Apenas llegamos, empezaron las llamadas telefónicas de Perry y Hickock. Mi trabajo era filtrar todas las llamadas, incluso las de ellos. Siempre era el asistente del alcalde de la prisión el que hablaba: “Tengo a Perry y a Dick en mi oficina. Quieren hablar con Truman”. Truman lloraba, no me dejaba salir de la habitación. Alrededor de las nueve de la noche salimos hacia la prisión. Alvin Dewey dice que fuimos en dos autos. Yo sólo recuerdo que íbamos con tres de los agentes federales que habían resuelto el caso. Llovía muy fuerte. Cuando llegamos, Truman y los federales entraron a ver a Perry y a Hickock y yo me quedé en la sala de espera. De repente, después de veinte minutos, se abrió una puerta y Truman me hizo señas de que entrara urgente. Me presentó a Perry y a Hickock, que estaban esposados. El asistente del director de la prisión cayó sobre mí antes de que atinara a decir nada. Nunca voy a olvidar a ese tipo. Medía cerca de dos metros y pesaba cincuenta kilos. Decían que estaba muriendo de cáncer, pero que quería seguir el caso hasta el final. Estaba hecho una furia. Fue simplemente horrendo. En cuestión de minutos todos partieron rumbo al galpón. Hubo un intervalo de una hora entre el ahorcamiento de Hickock y el de Perry. Cuando Truman reapareció eran alrededor de las dos de la mañana.

Charles McAtee: El director de la prisión pensaba que los tipos iban a la horca sin mostrar absolutamente ningún remordimiento, y que eran animales. Yo no estaba de acuerdo con eso. Esas dos personas que ejecutamos no eran las mismas personas que cometieron el crimen. Sigo creyendo en la pena de muerte. Sólo estoy diciendo que esas dos personas habían aprendido bastante de ellos mismos en los cinco años que pasaron esperando el cumplimiento de la sentencia. Dejamos que se despidieran uno del otro antes de llevarnos a Hickock. El director, el médico y yo fuimos en otro auto. Era pavoroso; nunca voy a olvidarlo. En total, éramos como veinte personas. Sin sillas. Todos estábamos parados. No como hoy en día, con la silla eléctrica o las inyecciones letales, y esa platea para las visitas y los testigos. Esto era realmente un galpón; ni siquiera tenía piso de concreto, sino de tierra. Entraron a los dos hombres por separado, después de su primer viaje en auto en cinco años. Hickock fue el primero. No me acuerdo cómo se decidió eso. Tiraron una moneda, o quizá fue por orden alfabético. El director de la prisión leyó la sentencia de muerte que determinaba que el 14 de abril después de la medianoche debían ser colgados por el cuello hasta que murieran. Por supuesto, no estaban encapuchados todavía. El alcalde preguntó si querían decir sus últimas palabras.

Alvin Dewey: Hickock dijo algo así como que iría “a un lugar mejor” y que esperaba que la gente lo perdonara. Le pusieron la capucha, y después el lazo corredizo alrededor de su cuello. Estaba parado en una plataforma pequeña que se liberaba por una palanca. Había visto a un montón de gente morir en mi vida, pero nunca así. No sabía cómo me iba a sentir al respecto. Así que me apoyé en una pila de madera que había a un costado, por si necesitaba apoyo. Truman estaba a mi lado. El capellán leyó el padrenuestro y el verdugo tiró de la palanca.

James Post (capellán de la prisión): Subimos los escalones juntos, Perry y yo. Estaba masticando chicle. Arriba, en el patíbulo, dejó de mascar y miró alrededor como con culpa... me miró fijo, como si yo fuera su padre, y yo me acerqué para que pudiera escupir el chicle en mi mano.

Alvin Dewey: En A sangre fría Truman dice que yo cerré los ojos, cosa que no es cierta. No lo hice. Había visto esto desde el principio y lo iba a ver hasta el final. Después de ver cómo había quedado la más pequeña de los Clutter, podría haber tirado de la palanca yo mismo.

Charles McAtee: Cuando cae el piso de la plataforma hay un clang estridente y el cuerpo cae como un peso muerto. Están como empaquetados por un arnés de cuero, que es como un chaleco de fuerza, que los mantiene rígidos como una tabla. Suben los escalones encadenados. Los grilletes son lo suficientemente flojos como para que puedan subir, por supuesto. Después se los sacan de las piernas y les atan los tobillos. El arnés mantiene la columna rígida y las manos a los costados, pegadas a los muslos. Cuando el cuerpo cae no se balancea. Apenas rebota un poco, la cabeza inclinada hacia un costado. Cae y eso es todo. El cuello ya está roto. Creo que la horca es uno de los métodos de ejecución más humanos, si está bien hecho. La fuerza de la cuerda y el largo tienen que estar determinados de antemano, según el peso del individuo. Teníamos un capitán que había participado en las ejecuciones de los criminales de guerra nazis después de los juicios de Nuremberg. El hizo los cálculos matemáticos. No recuerdo que nadie dijera nada hasta el momento en que llegó la ambulancia y los descolgaron.

James Post: Perry y Dick fueron enterrados en las parcelas de los prisioneros. Estas parcelas estaban originalmente dentro del perímetro de la prisión, y los visitantes (si es que había alguno) tenían que pasar junto al chiquero de la granja del penal para llegar. Ahora están en un cementerio a cuatro millas de la prisión, en Leavenworth. Tienen sus lápidas... creo que las pagó el mismo Truman. Pero nadie vino al funeral, cuando se los trasladó. Pocos años después recibí una llamada de la ex mujer de Dick Hickock. Me dijo que su hijo estaba leyendo A sangre fría, como en tantos colegios secundarios, y el chico había sumado dos más dos. A pesar de que su madre se había vuelto a casar y él llevaba el apellido de su padrastro, de repente entendió con toda claridad que Dick Hickock era su padre. Tiró el libro al suelo y salió corriendo a la oficina del director, y se derrumbó ahí. Su madre me dijo: “Rick descubrió quién fue realmente su padre. Tenemos miedo de lo que pueda hacer”. Así que f ui hasta allá para contarle al chico cómo había conocido a su padre. No minimicé el hecho horrible que había cometido. Pero sí le dije que su padre no era el demonio sexual en el que Capote había querido convertirlo, cuando dice que trató de violar a la pequeña Clutter antes de matarla. Le dije que había varias mentiras en el libro, cosas que no sucedieron, que Capote puso allí para mejorar la historia. El chico solamente dijo: “¿Me llevaría a conocer la tumba de papá?”. Fuimos en mi auto desde su casa hasta el cementerio. Lo conduje hasta el sector de las parcelas de prisioneros. Las dos tumbas estaban juntas. Mientras nos acercábamos noté algo realmente extraño: las lápidas no estaban. Alguien se las había robado.

Joe Fox: En el vuelo de vuelta a Nueva York, después de las ejecuciones, Truman me agarró la mano y lloró casi todo el viaje. Me acuerdo que pensé cuán extraño debíamos parecer a los demás pasajeros: dos hombres grandes de la mano, uno de ellos sollozando. No pude leer ni nada, con Truman agarrado de mi mano. Sólo miré para adelante durante todo el viaje.

Suplemento Radar, Página/12, domingo 9 de noviembre de 1997.

11.5.07

Mucho más que perfiles

Michael Apted es un cineasta conocido. Hizo Gorilas en la niebla, Nell, Gorky Park, El mundo nunca es suficiente. Y algunas más. Desde 1964 Apted ha estado trabajando en un proyecto ambicioso, una obra larga conocida como The Up Series. En aquel año, el cineasta británico escogió catorce niños y niñas de distintas escuelas inglesas. Todos tenían siete años de edad, y reunían en sí mismos las diferencias de clase de la Gran Bretaña de entonces. Con ellos, Apted se propuso demostrar el impacto decisivo que la educación y las oportunidades tienen en el futuro de los hombres.

Desde 1964, siempre cada siete años, el director ha estado siguiendo a sus "actores" de forma permanente. Cada septenio los busca, pasa días y semanas con ellos, les hace entrevistas de profundidad sobre el amor, el trabajo, los hijos, los padres, el fracaso y el éxito. Es una especie de Truman Show, pero de verdad, múltiple y con las tuercas bien apretadas. Hay varios documentales: 7 up, 14 up, 21 up... y así.

Desde fines de 2005 se está transmitiendo el más reciente: 49 up. En cada entrega los espectadores vamos viendo el crecimiento de los sujetos, las correspondencias entre sus posiciones a través del tiempo, sus desencantos, los paralelismos y las divergencias de sus vidas. Entre 2011 y 2012, Apted planea lanzar la nueva serie, 56 up, y allí asistiremos, otra vez, al desarrollo voyeur de esta camada.
Hay que verlo. Con estos documentales Michael Apted está retratando como casi nadie esa cosa inasible, muy rara y sugestiva que es la naturaleza humana.

3.5.07

Matt Harding baila por millas

Hay gente con propósitos. Están los que construyen, los que cantan, los que corren, los obsesos que acumulan fortunas. Están los que roban, los que asesinan en masa o aquellos que, durante años, van trabando alianzas y traiciones en la endemoniada búsqueda del poder. Se trata, por donde se mire, de una obra lenta, de un trabajo sostenido. Hay algunos privilegiados que disfrutan la ruta. Una raza de viajeros que, sin preocuparse demasiado por la llegada, van acumulando postales durante el recorrido.

Entre estos últimos está Matt Harding, un gringo de treinta años que, después de pasar un buen rato diseñando y jugando videojuegos, renunció a su empleo en Australia y, con el dinero ahorrado, empezó a viajar. Es un salto, un paso valeroso y placentero, irresponsable si se mide, que legiones de inconformes han dado antes. Por eso Matt, que parece ser un tipo original, decidió meterle una variante a su cruzada: entonces empezó a bailar.